Cuando la vi por vez primera en televisión, sufrí un shock. Todo el mundo sabe que su propio «lanzamiento» nació con el aroma de la leyenda: aquella canción que identificaba unas Aventuras parecía cantada por Silvio (aunque bien oída se nota a la legua que tampoco era el timbre del cantautor): «Un hombre se levanta/ temprano en la mañana...».
No recuerdo si fue de mañana, tarde o noche, que apareció Sara González en la pequeña pantalla. Gorda, desaliñada, con unos dientes poderosos que parecían devorar el micrófono y, sobre todo, una personalidad escénica que removía el estudio; una voz matizada, potente y muy bella; era la anti-diva: exactamente lo contrario a la imagen que todos teníamos de la «estrella», lo que en esos años, principios de los 70 y mucho más atrás en el tiempo, se creía debía ser una cantante.
Así, entre las burlas y la incomprensión de unos, el deslumbramiento y la aceptación tajante de otros (no necesito aclarar mi inclusión entre estos últimos), Sara se impuso. Era un nuevo concepto de la intérprete —que en otras latitudes habían personificado, por ejemplo, Janis Joplin o Mama Cass Eliot—, una visión, una versión radicalmente distinta del canto.
Integrante del Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC primero, después acompañada por el grupo Guaicán, ella ha sabido hacernos vibrar, temblar, interiorizar hasta la emoción (profunda, nada circunstancial) todo lo que canta, desde piezas latinoamericanas o de sus compañeros Silvio, Pablo, Noel, Eduardo Ramos, hasta algunas propias que ya empezaba a componer.
Entre esos primeros trabajos estuvo un disco que no era, como la mayoría de las óperas primas, personal, sino musicalizaciones de textos martianos. Me enamoré de ese LD, auspiciado por Casa de las Américas, el cual junto al fonograma de Pablo, y después al de Amaury Pérez, me acercó mucho más a la poesía del Maestro, al punto de hacérmela imprescindible.
Cuando llegué a La Habana en 1976, aún adolescente, enseguida conocí a Sara, y fue madurando nuestra amistad. Por cierto, ella era mi «abogada» cuando con descaro me colaba en los ensayos del grupo ICAIC, en la Cinemateca o la sala de 23 y 12. Con su férrea disciplina, Eduardo Ramos, ya entonces director del grupo, me botaba. «Es que estoy haciendo una tesis», mentía yo.
Todavía no había publicado, lo haría poco después, pero ya Sara había adivinado la pasión que me comía por ese tipo de música y sus cultores, y en especial por ella, que era la figura que más me interesaba —al menos escénicamente— de la Nueva Trova. «Déjalo, Eduardo, que él no molesta, él se sienta ahí tranquilito». Pero cuando el director era inflexible, ella me miraba con sus grandes ojos azules y se encogía de hombros como diciendo: «No puedo hacer nada más».
Después que nos fuimos conociendo, me percaté de que Sara no era solo una gran intérprete, sino algo superior en la escala de valores: una excelente persona. Eso no obsta para que un buen día te suene un soberano escándalo porque no coincide contigo, o te diga por lo claro que considera fallido un poema o una canción que le muestras. Es tan sincera que a veces puede ser ruda, pero la prefiero a los «medias tintas» o los tan diplomáticos que resultan hipócritas. Cuando no tiene otro argumento, te dice sin ambages: «Bueno, chico, los amigos también son para fajarse de vez en cuando, sino todo sería muy aburrido, ¿no?», lo cual entronca a la perfección con su proverbial sentido del humor. Entre anécdotas y «cuentos verdes» —aunque creo que ella los hace de todos los colores— cualquiera infarta riéndose con Sara.
Un último detalle: ella ha protagonizado ese tipo de canción épica, de multitudes, y en verdad ha sentado cátedra. Tras escucharla en La victoria, Su nombre es pueblo, A los que luchan toda la vida, ¿Qué dice usted? y tantas otras de ese corte, no se conciben otros intérpretes para las mismas. Pero hay otra Sara —intimista, lírica, personal— que, por lo menos a mí, no me entusiasma menos. Justamente por esa línea se encamina un CD suyo, Cantos de mujer, que hace un recorrido por la autoría femenina en la canción cubana, desde María Teresa Vera hasta la excepcional Lázara Rivadavia.
Escucharla vocalizando Crin hirsuta (de Martí), Quiero hablar contigo (Carlos Puebla), Monte adentro (Pepe Ordaz), La guitarra (Amaury y Otto Fernández), De otra manera (Vicente Feliú), Cantando al amor —que nunca hace— (de su autoría), o algunos boleros de Marta Valdés, es casi tan rico como verla soneando (de lo cual da fe otro CD, Son de ayer y de hoy, cálido homenaje a sus, nuestros caros maestros en esa línea) o electrizándonos con sus cantares políticos.
Su nueva incursión discográfica la encuentra nuevamente como productora, y una de las intérpretes (junto a Silvio, Amaury y Liuba) de las piezas «adultas» de otra gran trovadora: Teresita Fernández.
Esa es una Sara no menos auténtica, no menos grande que las otras, porque logra comunicar toda la ternura y la belleza interior que encierra. Es un volcán, sí, como tanto se ha dicho, pero con unas alas enormes. Felicidades.