Foto: Calixto N. Llanes. La televisión. No duda el primer actor Enrique Almirante en afirmar que entre los medios en los cuales ha dejado su impronta es el que más ha marcado su sólida trayectoria artística, y expone las razones: «A ella le he dedicado más tiempo de mi vida, es donde he hecho cosas diametralmente distintas; donde me han dado más satisfacciones. La más grande: voy a cualquier lugar de Cuba y soy bien recibido. Es increíble cómo la gente enseguida me ofrece sinceras muestras de cariño, cómo se preocupan por mi salud y me piden que nunca deje de trabajar. Y eso es muy reconfortante, porque es señal de que de algo han servido estos 56 años dedicados al arte».
Muy solicitado por los directores de la Televisión Cubana por su capacidad para meterse en la piel de personajes diversos, Almirante es un asiduo visitante de los hogares cubanos. De hecho, mientras en estos días se apresta a convertir a Candelita —de la telenovela ¡Oh!, La Habana— en campeón de boxeo, graba, bajo las órdenes de la experimentada Xiomara Blanco, Polvo en el viento, donde interpreta a un profesor de cirugía, «una persona tranquila, así como soy yo», dice.
En su vida ha practicado varios deportes: gimnástica, boxeo, lucha, pesas, natación, judo, karate, pelota —aunque en este último era verdaderamente malo, reconoce—, «pero siempre como un ejercicio, como un entrenamiento para mi labor como actor»; una profesión a la que llegó, asegura, por casualidad. «En mi barrio vivían muchos actores cercanos a Cadena Azul, una emisora muy importante de aquel entonces, y entre ellos estaba Ricardo Romay, un actor muy cotizado, aunque tenía la edad de nosotros, quizá un año o dos mayor.
«Y Ricardo empezó a embullarnos trayéndonos los guiones. Yo estudiaba Economía y trabajaba en la tienda de una tía, pero poco a poco me fui metiendo en ese mundo. Después él mismo nos llevó a un sindicato de artistas para que recibiéramos un curso y nos examinaran como actores. Había aprobado cuando vinieron de Santiago de Cuba haciendo captaciones para Cadena Oriental de Radio. Es así como me contratan y me inicio sin proponérmelo, prácticamente sin darme cuenta».
—¿Y cuándo apareces en la televisión?
—Ya en Cadena Oriental, vine de vacaciones a La Habana, y Ricardo me convence para que me presentara en CMQ Televisión. Fue la destacada actriz Hilda Saavedra, quien me hizo la prueba de radio, aunque para entonces poseía mi carné de actor, que se lograba después de 42 actuaciones. Me quedé en CMQ haciendo lo que se presentara, siempre de extra. Avisamos a todos en el barrio para que nos vieran en el primer programa en el que participé, La taberna de Pedro, pero luego me tildaron de mentiroso cuando salió solo mi silueta.
—Sin embargo, con el tiempo llegaste a convertirte en uno de los primeros galanes de la televisión...
Enrique Almirante en una escena de la gustada serie Robin Hood. —Sí, pero no fue fácil, para llegar ahí pasaron años, muchos años haciendo extras primero, y luego pequeños papelitos de dos o tres bocadillos. En aquella época era muy difícil, no como ahora que los muchachos tienen la suerte de que llegan y ya están protagonizando una novela. Había muchos actores muy establecidos, muy buenos y que además tenían su contrato con la firma. Y así fuimos muchos los que empezamos en aquel tiempo: Pedro Álvarez, Erdwin Fernández, Rogelio Leyva, Jorge Félix... Por eso quizá tenemos esa disciplina, ese rigor. Porque nos costó mucho trabajo llegar.
—¿Y en qué momento te estrenas como galán?
—Fue en el Canal 4, por allá por el año 54 ó 55, después que me contrataron en ese canal que tenía un cuadro dramático muy bueno: estaban, entre otros, Raquel Revuelta, Maritza Rosales, José Antonio Rivero... Y ahí, en el espacio Un romance cada jueves tuve mis papeles importantes. Pero el canal cerró y regresé a CMQ, donde surgió Fiesta con los galanes, un programa de radio de gran impacto. Con él tomó mucha fuerza aquello del galán. De ahí salimos seis destacados jóvenes, y a partir de ese momento cayeron propuestas para teatro, novelas, espacios humorísticos, comerciales... Me convertí hasta en locutor, ¡colegiado y todo!
«Después del triunfo de la Revolución, con los teleteatros nació el Teatro ICR, y tuve la suerte de estrenar este espacio con Dulce pájaro de la juventud, de Tennessee Williams, con Raquel Revuelta y Enrique Santiesteban, dirigido por Manolo Garriga. Asimismo sucedió con Cuento universal y con el espacio Aventuras, que se inauguró con Veinte mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne.
—¿A qué atribuyes que después de marcar un momento significativo en la TVC las Aventuras se hayan ido perdiendo?
—Las Aventuras surgieron como una alternativa para entretener a niños, jóvenes y a la familia en general. Fue Silvano Suárez el encargado de dirigir Veinte mil..., y de la noche a la mañana el espacio se convirtió en el más importante, por encima de la telenovela, los teatros, el cuento... Lo que ha sucedido quizá sea resultado de que ya no se llevan a la pantalla los grandes clásicos de la literatura universal —obras que los años han probado que funcionan—, o que los temas que se están proponiendo hoy no motiven a los muchachos, o que se estén presentando de modo que pierden el interés. No es que ahora no ocurra, pero antes, por la propia escasez de recursos, estábamos obligados a trabajar con mucha inteligencia, creatividad, y entrega. El caso es que se fue perdiendo una teleaudiencia asegurada.
«Para que tengas una idea de lo que te estoy hablando, Veinte mil leguas de viaje submarino, que pensé sería compleja para ser trasladada a nuestra televisión por moverse dentro de la ciencia ficción y que sería complicada para los más pequeños, pegó ¡y de qué manera! Y eso se logró con mucha imaginación, a base sobre todo de conocer muy bien el medio.
«Recuerdo que un día había una escena en que el submarino salía a flote y el capitán Nemo lo electrificaba, para evitar el ataque de los indios. Te puedes imaginar que era un artefacto que se había construido en un estudio no muy grande. ¿Sabes cómo se logró el efecto? Pues utilizando palitos chinos, de esos que cuando se prendían soltaban chispitas. Y se movía la cámara y los actores saltaban como si los estuviera cogiendo la corriente, se tiraban para el agua —unos colchones colocados en el piso—. Sin embargo, los televidentes quedaban con la boca abierta. Como ves eran soluciones sencillas pero ingeniosas.
«Con las Aventuras tuve experiencias muy lindas. Después vino Robin Hood, que fue donde de verdad se cimentó este espacio. En una ocasión visitamos la Camilo Cienfuegos, primera escuela que me parece se fundó en Cuba para niños discapacitados. Cuando la maestra les dijo a los padres que iban a escuchar las primer as palabras que habían aprendido a decir sus hijos, y estos gritaron: “¡Viva Robin Hood!”, todos vinieron a abrazarme emocionados por el avance mostrado por sus hijos. Algo inolvidable. Y como esa, cientos de anécdotas».
—¿Crees que fue bueno eliminar la diferencia de estatus que existía entre los actores?
—No, creo que no. Y no es que hubiese querido que se mantuviera aquel sistema de estrellas al estilo capitalista, pero se debía haber buscado una manera de destacar el trabajo realizado, de la misma manera que se reconoce el desenvolvimiento de Savón, Juantorena o Ana Fidelia Quirot. ¿Por qué no hacerlo con un actor? Fíjate que no te estoy hablando de seguir con las clasificaciones de galán, sino de hacer sobresalir los logros artísticos, que no tiene que ver con darle entrada a la vanidad, a la superficialidad, a la bobería. Pero si un actor o una actriz descuellan por sus dotes, ¿por qué no subrayarlo? Para los jóvenes sería un aliciente tener estos paradigmas, que se convertirían en su meta.
«En ocasiones, aunque somos figuras públicas, permanecemos en el anonimato. Sobre todo los que comienzan, que a veces desarrollan una magnífica labor y la gente ni siquiera los conoce por su nombre, pero ¿de dónde lo va a saber, si en los créditos no se identifican la imagen o el personaje que defienden con el nombre? A los viejos ya nos conocen, pero no sucede así con esa hornada de actores jóvenes con excelentes condiciones histriónicas. Y una muestra está en el elenco de la telenovela ¡Oh!, La Habana, como Raúl Lora-Candelita, quien además de haber calado su personaje, realizó un entrenamiento tan fuerte que en ese momento podía enfrentarse con un boxeador profesional».
—Enrique, ¿cómo preparas tus personajes?
—Si es de ficción, le conformo una historia. En ¡Oh!, La Habana, por ejemplo, me inspiré en el gran actor Alejandro Lugo, quien fue mi amigo, mi profesor, una persona que me ayudó mucho y que además fue boxeador. En él se resumía la experiencia, el carisma, la exigencia, la amabilidad, el conocimiento, pero podía ser también muy duro cuando la situación lo requería. Él era así, como un padre.
«Cuando el personaje existe o existió, indago todo lo que pueda sobre esa persona. Hace ya algún tiempo rodé una película (Cuando la verdad despierta) sobre el abominable atentado de que fue víctima Fabio Di Celmo, y en ella interpreté a Justino, con quien había conversado en varias ocasiones. Por un lado, me sentí muy bien asumiendo ese papel, pero por otro, cuando tuve que hacer, por ejemplo, la escena en que ve a su hijo muerto, fue muy duro para mí, porque me puse no solo en el lugar de él, sino en el mío propio. Yo perdí a mi hijo de 17 años que murió de un ataque de asma, cuando estaba representando una obra de teatro en el Mella, y eso fue muy impactante. De esas vivencias tristes o alegres también uno se nutre.
—Hemos conversado de televisión, pero no sobre tu paso por el teatro y el cine...
—Te podría decir que cuando se inauguró la primera sala teatro en Cuba, en el año 1954, la Thalía, yo estuve con la obra Té y simpatía. En esa época hice mucho teatro en el Patronato del Teatro, en el Palacio de Bellas Artes..., después me desvinculé un tiempo hasta que ingresé en Teatro Estudio en el 68, donde permanecí 11 años. Dentro de este colectivo hice cosas muy interesantes con Raquel Revuelta, Héctor Quintero, Berta Martínez. De ese período son puestas tan exitosas como Cuentos del Decamerón, Algo muy serio, Santa Juana de América, Don Gil de las calzas verdes...
—¿Y el cine? ¿Cuándo tocó a tu puerta?
—Me llamaron para Nuestro hombre en La Habana, una película inglesa que se filmó aquí, y cuya presentación y créditos aparecían sobre mi silueta y, aunque tenía varias escenas en ella, eso fue lo que quedó en la memoria colectiva. Después hice algunas mexicanas rodadas también en Cuba, pero eran papeles pequeñitos. Más tarde participé en el primer largometraje después de 1959, Historias de la Revolución, conformado por varios episodios, yo estaba en el elenco de Un día de trabajo. Luego siguieron El huésped —un largometraje con Raquel Revuelta que nunca se estrenó—, El bautizo, Mella, Aquella larga noche, Río Negro, Jíbaro. En Perú rodé Túpac Amaru y El socio de Dios; en Colombia, Tiempo de morir, a partir de un guión de García Márquez, y coproducciones como Paco Chevrolet, Pata negra, Soñando con Julia, El misterio de Galíndez, El soñador y La rosa de Francia.
—¿Y cómo te las arreglas para llevar adelante tu carrera y la dirección de la Agencia Caricatos?
—Es cierto que hay momentos en que me he sentido presionado, pero por lo general lo asumo sin grandes quebraderos de cabeza, pues tengo la suerte de estar rodeado de compañeros muy valiosos. Eso me facilita poder llevar adelante la profesión de mi vida: ser actor.