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Ambrosio Fornet... Donde el libro no es un negocio

Autor:

Juventud Rebelde

Ambrosio Fornet (Veguitas de Bayamo, 1932) es un conocido ensayista y crítico cubano. Durante 20 años (1960-1980) estuvo vinculado al movimiento editorial de nuestro país, desempeñándose sucesivamente como editor del Ministerio de Educación, la Editorial Nacional de Cuba, el Instituto Cubano del Libro (ICL) y la revista Universidad de La Habana. Su interés por el tema se refleja en la monografía El libro en Cuba; siglos XVIII y XIX (1994). En el año 2000 obtuvo el Premio Nacional de Edición. Es, además, miembro de la Academia Cubana de la Lengua.

En ocasión del aniversario 40 del ICL, a El Tintero le ha parecido justo acercarnos a él en su calidad de testigo excepcional del acontecer editorial después del triunfo revolucionario, por ser una de las voces más autorizadas y sabias dentro del panorama cultural actual.

—¿Cuáles son sus recuerdos de la edición de libros en Cuba antes de 1959?

—No tengo. ¿Qué recuerdos podría tener en un medio donde ese oficio no existía? Supongo que alguien desempeñaba esa función en las grandes editoriales habaneras, que dominaban el negocio de los libros de texto —Cultural, Lex...—, pero los editores no parecen haber tenido un reconocimiento público. Los más conocidos y respetados —casos como el de Fernando Ortiz, en La Habana, y Juan Francisco Sariol, en Manzanillo— asumían la tarea como una especie de mecenazgo, por su vocación de servicio a la cultura. Los grupos literarios reunidos en torno a revistas —Cuba Contemporánea, Revista de Avance, Orígenes— hicieron lo mismo, a escala muy modesta.

—Usted formó parte de los primeros intentos por crear una industria editorial en nuestro país. ¿Pudiera hablarnos al respecto?

—Puede decirse que a mediados de 1960, cuando se inauguró la Imprenta Nacional con la edición de cien mil ejemplares del Quijote, y año y medio después, cuando concluyó la Campaña de Alfabetización, salimos de la Edad Media editorial para entrar de lleno en el Renacimiento o, si se prefiere, en la Modernidad. A esta la llamábamos también socialismo para dar por sentado un matiz importante, y es que se trataba de una modernidad al alcance de todos, porque los libros se distribuían gratuitamente o costaban centavos. El gran centro editorial del país siempre fue el Ministerio de Educación, pero los organismos encargados de la edición de libros para adultos —los que siempre conservaron la función, aunque cambiaran sus estructuras— fueron la Imprenta Nacional (hasta 1962), la Editorial Nacional (hasta fines de 1967) y el Instituto Cubano del Libro, desde entonces hasta hoy. Surgieron también editoriales como Ediciones R, Casa de las Américas, El Puente, Ediciones Unión..., en fin, el sistema editorial cubano, cuya labor a lo largo de estos cuarenta y tantos años es bien conocida.

«Es al conjunto de medios intelectuales y materiales, a esa combinación del saber y la técnica, del oficio del editor y el oficio del impresor, a lo que nosotros le llamábamos “industria editorial”. Así que de un lado estaban los editores y del otro los trabajadores de Artes Gráficas, y era esa combinación la que hacía posible la industria. Mis colegas y yo contribuimos a fundarla desde esa perspectiva».

—¿Qué valoración tiene de la actualidad editorial cubana?

—Una opinión muy positiva, en lo que concierne a la promoción y divulgación de nuestro movimiento intelectual. Ya no oigo hablar de aquellos monstruosos «colchones editoriales», donde los manuscritos enmohecían, ni de la casi total ausencia de vida editorial en las provincias. Los más serios problemas que hay que afrontar ahora, creo yo, tienen que ver con los recursos disponibles, lo que se asocia al número de títulos, las tiradas, el precio de los libros y su distribución. Me refiero no al precio en sí mismo, sino con respecto al salario promedio del país, porque nuestros libros siguen estando subsidiados y no creo que en ninguna otra parte del mundo sean más baratos que aquí.

—¿Qué es para usted un buen editor?

—Es la persona que, teniendo la capacidad necesaria para hacerlo, se impone a sí misma la tarea de servir de intermediaria entre el pasado cultural, representado por todo el saber acumulado en los libros, y el futuro, representado por los nuevos autores y sus lectores potenciales, los únicos que pueden garantizar la continuidad y la renovación de la cultura. Esa persona, convencida como está de que hoy en día el campo de la información pertenece a internet, piensa que al editor le corresponde otro terreno. En dos palabras, cree que leer, además de un sano entretenimiento, es para uno un buen medio de llegar a conocerse a sí mismo sin dejar de sentirse parte de un proyecto colectivo, proyecto que puede ir desde la formación de una conciencia nacional hasta la adopción de ciertos valores y gustos. Tal vez por eso Magda Resik insiste en recordarnos, sábado tras sábado, que el conocimiento es la virtud, lo que puede significar que es un modo de hacernos más humanos y más solidarios con los demás miembros de la especie, por encima de diferencias superficiales.

«Este “editor ideal”, que a simple vista parece un arquetipo inalcanzable, tiene la posibilidad de surgir y desarrollarse solo en un contexto como el nuestro, donde el libro no es un negocio orientado hacia minorías bajo el signo omnipresente de la rentabilidad, es decir, de la ganancia monetaria. Nosotros sabemos que hay “ganancias” perdurables que no se miden en pesos y centavos.

«Pero ese editor no sabría nada del oficio si no sabe que existen públicos diferentes, y diferentes niveles y exigencias dentro de cada uno de ellos, a todos los cuales él debe atender sin hacer fáciles concesiones a la rutina o la mediocridad. Si en la literatura la fórmula del éxito fácil se llama Corín Tellado, por ejemplo, el editor está obligado a preguntarse en qué se basa ese éxito, a qué necesidad superficial o profunda responde... No basta con encogerse de hombros y hablar despectivamente del “simple” entretenimiento, o de la necesidad de “desconectar”, o del escaso nivel de desarrollo de ciertos sectores sociales... No podemos entregarle todo ese potencial de humanidad a la telenovela, rendirnos ante la TV sin presentar batalla. Y claro, el editor no es más que una tuerca dentro del complejo mecanismo de transmisión de la cultura... y no la más importante, por cierto. La más importante es la escuela, apoyada por la familia.

«Creo que un país que tiene la obligación de enseñar a leer a sus niños y jóvenes de manera que un día puedan disfrutar de la lectura de Martí, Carpentier y Lezama, por ejemplo, es un país que tiene ante sí un gran problema que resolver. Del editor ideal puede decirse, para redondear su perfil más favorable, que en el contexto de ese problema él debe ser parte de la solución».

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