Marcelo Morales es reconocido por la crítica como una de las dos o tres voces más reveladoras entre el significativo grupo de poetas cubanos que rondan ahora los 30 años. Ha publicado los libros Cinema (poesía, Letras Cubanas, La Habana, 1997); La espiral (noveleta, Sed de belleza, Santa Clara, 2005); y El mundo como objeto (poesía, Isla negra, San Juan, 2006).
Morales, nacido en La Habana en 1977, aún sostiene una mirada limpia y un rostro afable y expresiones poéticas cargadas de belleza y sentido, como estas: «...de las cosas es importante solo el significado...» o esta otra: «Cada uno de nosotros tiene una naturaleza, / entenderla uno mismo es ya difícil, que alguien la entienda, eso es el amor, y milagro».
En Cinema ya afloraba una sensibilidad y una transparencia de escritura todavía adolescentes, pero anunciadoras de una profunda vocación poética, lo cual se revela a plenitud en varios poemas de El mundo como objeto. Sin embargo, cuando lo interrogas sobre lo que se mantiene y cambia en su poesía entre un momento y otro, este joven afirma: «Se mantiene y cambia Marcelo. Para mí nunca hubo diferencia entre lo que escribía y lo que yo era; en verdad, nunca tuve conciencia de estar escribiendo poesía, la palabra es en sí fea: «poesía»; yo escribía mi vida.
«Permanece la sinceridad con lo que se es y lo que se escribe, la búsqueda del sentido en su máxima expresión, el odio a la palabrería, a lo poetizante; la necesidad de comprender la vida, la intención de ser simple y profundo al mismo tiempo. Ahora, entre Cinema y El mundo... hay la misma relación que entre el Marcelo de 18 años y el de 27, un proceso de vida, un proceso de cambio, de reconocimiento de lo real, de Marcelo dentro de lo real, con todo lo que eso lleva, con todo a lo que eso te lleva.
«El mundo como objeto es un libro de mucha más madurez, de asentamiento. Cinema lo escribí en meses, El mundo... me tomó años. A veces siento que debería juntarlos todos. Después de este último he escrito otros dos libros de poesía que, aunque son completamente diferentes, forman parte de un mismo proceso de conocimiento. Ahora que lo pienso bien, la estructura de ellos es casi idéntica, el recorrido es parecido, también el ritmo, la intención de decir con poco, la visión de un libro de poesía como un cuerpo trabado de texto a texto, una cadena».
Para Marcelo no hay un método de trabajo. «Simplemente —dice— doy vueltas a una obsesión, trato de agotar una idea, doy vueltas y vueltas tratando de desentrañar algo, de explicarme lo real, de explicarme lo que soy, lo que es el mundo, la condición de ser. Yo no sé de expresiones minuciosas del lenguaje, no son cosas que me haya propuesto lograr, porque jamás vi al lenguaje separado del sentido; forma y contenido fueron para mí siempre una misma cosa. No me propuse escribir de una manera, sencillamente pensaba y escribía lo que pensaba. Veía las imágenes y escribía».
Este poeta con importantes premios como Pinos Nuevos, La Gaceta de Cuba y la beca de creación Prometeo, no sabe lo que significa la angustia ante la página en blanco. «Nunca tuve frente a mí una página en blanco, afirma. La escritura es una traducción, un estado. Yo escribía en donde fuera cuando tenía que hacerlo, cuando sentía el impulso, la necesidad. Cuando sentía que tenía que decir o decirme algo, lo hacía, incluso cuando escribía novela. Siempre que me senté a escribir todas mis páginas estaban llenas».
La muerte es un tema eterno de la poesía que aparece en sus versos con bastante recurrencia, pero Marcelo asegura que la muerte que uno piensa no es la misma que uno vive. «Yo no he escrito de ella, sino de mi obsesión por la idea, mi necesidad de suspenderla en el vacío y mirarla desde todas las direcciones, como un cuerpo en el espacio. No he escrito de la muerte, sino de lo que de esta había en la vida, todo en un mismo cuerpo de cambio verdadero, donde el amor, la idea de lo finito o el paso del tiempo venían a formar parte de una misma cosa, una misma angustia, un mismo cambio. Creo que empecé a escribir tratando de entender la muerte, tratando de entender el cambio. La victoria sobre esas cosas es siempre interna. Para poder evolucionar como escritor tenía que evolucionar como ser humano. Para borrar la muerte de mis libros tenía que borrarla de mi vida. Si escribía de la muerte era porque estaba pensando en ella. Si evolucioné como ser humano fue porque lo hice como escritor».
La lista de los poetas que más le interesan a Marcelo es amplia, pero no interminable: Brodsky, Auden, Stevens, Ekeloff, Khodasevich, Broch, Prévert, Cioran, Artaud, Baragaño, Piñera, Michaux, Plath, Merwin, Lautréamont, Daumal, Ramuz, Bukowski, Michel Leiris, Simic, Tortel, Benjamin Péret, Chazal, Nerval... «Es una nómina que cambia con el tiempo, que ha estado cambiando, que estará, en el mejor de los casos, cambiando siempre». Sin embargo, dejó de leer poesía cubana contemporánea hace ya algún tiempo.
«Me daba vergüenza ajena, porque es generalmente mala. Me gusta la idea de Juan Ramón Jiménez: “un poeta es una flor rara”, creo en eso. Cuando dejé de leerla era hueca, provinciana, llena de imágenes torpes y desprovistas de pensamiento. Ahora, no puedo hablar de cosas que no conozco bien, que están en proceso, de las cuales he tenido el cuidado, o al menos la pretensión, de alejarme. Ya no somos nosotros, los que abrimos mi generación, los más jóvenes lo fuimos por algún tiempo, pero ya no. Los mejores poetas están siempre en el futuro.
«En cuanto a la relación de la poesía cubana de otros tiempos con la contemporánea, creo que hay una contaminación lezamiana, un gusto petulante por la imagen y el sinsentido que recorrió con fuerza la escrita en los 80 y que sigue marcando un canon, pero es solo una idea vaga que tengo, sin cuerpo, sigo pensando en la flor rara y en mi falta de conocimiento real sobre el tema. Confío en que las excepciones de la regla nos salvarán de todo eso».