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La decisión de Céspedes

El alzamiento del 10 de octubre de 1868 fue una acción presionada por circunstancias, ya difíciles de detener

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

El mayoral del ingenio La Demajagua esperaba por la orden con paciencia fingida. Estaba parado en la sala de la casa señorial, rodeado de los muebles finos y tallados, y sintiendo todavía el frescor de la madrugada. Se mantenía con la cabeza baja, a la expectativa, y con la vista fija en las botas de monte, embarradas de polvo, fango y un ligero baño de rocío.

Desconocía el tiempo que debería permanecer así, en silencio y sin saber qué hacer, pese a la premura que le carcomía por dentro. Tampoco se atrevía a levantar la voz en un momento en que la palabra final tendría que venir de cualquier persona, menos de la suya.

De pronto, afuera, un caballo dejó escapar su relincho, seguido de un fuerte resoplido, y se escuchó el tintinear de los metales que llevaban sus arreos. El hombre alzó la vista y vio que el señor, de espalda y con los brazos cruzados, giraba el rostro para decir en tono pausado:

«Llame a los esclavos». Y haciendo una señal con la mano, agregó: «Llámelos a todos».

El mayoral comprendió enseguida a quiénes se refería su patrón. Pidió la venia y salió hacia el portal de la casa. Cuando las espuelas terminaron de resonar, el señor dio la vuelta y lentamente comenzó a andar por el salón, sobrecogido por una duda enorme.

Así era. Él, Carlos Manuel de Céspedes, el ilustre abogado bayamés, primogénito y cabeza de su familia, se encontraba en trance, valorando lo que podía ser la decisión de su vida.

Era el amanecer del 10 de octubre de 1868. Tres días atrás, el capitán general Lersundi había enviado un telegrama a Bayamo en el que ordenaba el arresto de Francisco Vicente Aguilera, Perucho Figueredo, Francisco Maceo Osorio, Carlos Manuel de Céspedes y otras personas más, por el delito de conspiración.

El día 8, las primeras partidas de hombres armados salieron hacia los montes. Y el 9, luego de indecisiones entre los jefes y bajo el imperio de las circunstancias, Carlos Manuel decretó el alzamiento. Había dado un paso que le atraería el celo de otros que, portadores de un rango semejante al suyo entre los conspiradores, esperaban ser quienes dieran la orden final.

A partir de ese día, La Demajagua comenzó a desbordarse de hombres armados. Al final de la tarde se aproximaban a los 500, y todos se encontraban a la expectativa de la decisión que daría el hombre que ahora, 10 de octubre de 1868, se encontraba solo y enfrentado a sí mismo en la sala de la casa señorial.

Céspedes tenía ante sí el poder de escoger entre dos alternativas: la de irse a una guerra que, intuía, podría ser más larga y más sangrienta que las hechas por Bolívar y San Martín en el sur del continente, y una segunda. Hacía poco, los escuchas habían informado que una fuerza española marchaba sobre el ingenio. Podría dejarse atrapar para ser cargado de cadenas… Entonces recordó su acaloramiento en septiembre de 1868.

Le informaban que los delegados de Bayamo y Manzanillo, reunidos con los de Puerto Príncipe, Holguín y Las Tunas, habían decidido posponer el alzamiento fijado para esos días, cuando en medio de un gesto enérgico detuvo las explicaciones. «Todo lo sé», exclamó, «pero no es posible. Las conspiraciones que se preparan mucho siempre fracasan, porque nunca falta un traidor que las descubra».

Había ganado la fama de ser uno de los hombres con mayores ímpetu dentro de los complotados, característica que se avenía con el carácter nervioso que mantenía, pese a sus 49 años. La orden de alzamiento la había dado el día 9, no por un sentimiento aventurero o de vanidad, como muchos de sus contemporáneos pensaron durante largo tiempo, sino por el convencimiento de que era ya más difícil detener las circunstancias que a los hombres.

Pero el peso de lo que debía hacerse lo ahoga en el último momento. Sobre la mesita, el Manifiesto redactado durante la noche. Lo miró, y recordó la vergüenza sentida cuando lo conducían prisionero por primera vez, rodeado de lanceros, junto a su amigo el poeta José Fornaris. Se dio cuenta de que nada volvería a ser igual.

De ese modo, sintió un soplo de melancolía en el corazón, semejante al que sentiría años después siendo ya Presidente de la República de Cuba en Armas, y el que le impulsó a escribir a su segunda esposa, Ana de Quesada: «…todo va abandonándonos en este mundo, hasta que nosotros mismos lo abandonamos todo».

Respiró profundamente, palpó con la vista los muebles tallados, hechos con la madera centenaria de los bosques; el lujo de la casona, y, con un gesto tembloroso, tomó el Manifiesto de la mesita. Caminó por el pasillo hacia el portal, y ya con paso firme, salió ante los 500 hombres que lo esperaban. Los miró a todos, a los de a pie y a los que montaban a caballo. A sus esclavos, que dentro de unos minutos haría libres, a las estancias del ingenio y sus construcciones de puntal alto. Observó, por último, el sol que comenzaba a salir entre las montañas. Y se dio cuenta, en ese momento, de que su vida había comenzado a cambiar para siempre.

Nota: El tema y algunas de las situaciones de este relato pertenecen al mundo de la ficción. Los materiales consultados no aclaran si Céspedes pasó por este trance, aunque debió atravesarlo como hombre al fin que era. Los datos históricos fueron respetados.

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