Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La muerte imposible del Quijote

Dolida como estaba, Cuba tenía, sin embargo, un gran alivio: Fidel Castro viviría su muerte muy cerca de José Martí. Juntos palpitan

Autor:

Enrique Milanés León

Para adelantar lo que pasaría con el líder de Cuba no había que esperar a que muriera, sino a que creciera —y él lo hizo temprano— y no había que erigirse en visionario político, como hizo el presidente argelino Abdelaziz Buteflika; bastaba, por ejemplo, ser el terrícola sensible que fue el poeta y periodista hondureño David Moya Posas, quien escribió en 1957, cuando el triunfo rebelde era aún interrogante, su Romance a Fidel Castro, que canta en algunos versos:

Habrá un coro de aleluyas

la madrugada suprema

en que el “26 de julio”

clave en el triunfo sus tiendas.

Y Fidel Castro vendrá

aureolado de pelea

a eternizarse en la lucha

libertaria del planeta.

Muchos le retrataron con «pinceles» diversos. No fue solo su hermano indio Oswaldo Guayasamín —el ecuatoriano amoroso que plasmó en cuatro cuadros a esa especie de Quijote antillano de manos crecidas como ríos de los Andes— quien se interesó en pintarlo. Al guía que nunca aprendió a posar lo reflejaron, aun en el pensamiento, millones de artistas «prácticos» que sabían que el caballero de Birán cabalga siempre, tumbando molinos, en un lugar de… la historia de cuyo nombre vale acordarse.

Fidel es centro de una gran galería de metáforas. Con paleta de palabras, Eduardo Galeano asentó en el óleo de una cuartilla que «… su contagiosa energía fue decisiva para convertir una colonia en patria y que no fue por hechizo de mandinga ni por milagro de Dios que esa nueva patria pudo sobrevivir a diez presidentes de Estados Unidos, que tenían puesta la servilleta para almorzarla con cuchillo y tenedor».

Sus enemigos no dicen —decía el gran retratista uruguayo— «…que esa hazaña fue obra del sacrificio de su pueblo, pero también fue obra de la tozuda voluntad y el anticuado sentido del honor de este caballero que siempre se batió por los perdedores, como aquel famoso colega suyo de los campos de Castilla».

Fidel mismo revelaría a la periodista Katiuska Blanco: «Quijote significa un poco lo que hemos sido todos. Lo que hemos sido nosotros como pueblo, y nos emociona y enorgullece la idea de ser Quijotes». Su tenaz batalla contra los entuertos y abusos fue comentada también por Elián González, el joven cuya infancia fue salvada —de zozobrar en el mal— por Fidel. Siendo tan joven, Elián se arrancó tiras de su historia para pronunciar una frase iluminada: «el Comandante tenía un momento para cada cubano».

Sus valores, émulos de los viejos libros de caballería, impresionaron desde el primer momento a Ignacio Ramonet, quien al comienzo de largas sesiones de diálogo descubrió «…a un Fidel íntimo. Casi tímido. Muy educado. Escuchando con atención a cada interlocutor. Siempre atento a los demás, y en particular a sus colaboradores. Nunca le oí una palabra más alta que la otra. Nunca una orden. Con modales y gestos de una cortesía de antaño. Todo un caballero. Con un alto sentido del pundonor. Pocos hombres conocieron la gloria de entrar vivos en la leyenda y en la historia».

Los «cuadros» caballerescos de Fidel no cesaron jamás. Salvador Allende lo había llamado «Comandante de la esperanza latinoamericana» y Juan Bosch afirmó, en su tiempo, que el gran cubano era «…una inmensidad histórica».

Nuestro hidalgo de yelmo verde olivo no fue frenado por los 638 planes urdidos para desbocar su caballo. Los yanquis querían matar, con él, mucho más que a un hombre: querían borrar de la lengua y de la historia la novela ejemplar de la justicia.

La leyenda y la historia fueron compañeras en su oficina y su andar, y un «yipe» rústico le servía de Rocinante por las más remotas guardarrayas de Cuba, de modo que no asombra que después del 25 de noviembre de 2016 nuestro lucidísimo Fernando Martínez Heredia advirtiera: «En esos días del duelo, Fidel libró su primera batalla póstuma y la ganó». En efecto, había muerto Alonso Quijano, pero el Quijote seguía desfaciendo entuertos.

Como un carbonero

Entre miles de ellas, hay una de las anécdotas más amadas en Cuba porque le pinta con sus mejores «calores». En Soplillar, Matanzas, los patios de los bohíos de las familias de Rogelio y Pilar y de Carlos y Francisca volvieron a llenarse de luz. Los muchachos, incontables, parecían cocuyos felices. Aquel helicóptero del 24 de diciembre de 1959 llevaba dos reflectores: uno, el que encendió el piloto; el otro, el más poderoso, era Fidel.

Había recorrido la cercana Laguna del Tesoro y, cuando las horas empezaron a oscurecer sus bocetos del programa turístico y más de uno le preguntó adónde ir, soltó una de las suyas: «¡Con los carboneros… a cenar con ellos!».

Ese fue el origen de la Cena carbonera o la Nochebuena con los carboneros. Celia Sánchez misma, que acompañaba a Fidel junto a otros dirigentes, ayudó a preparar la comida y sirvió un plato a todos, incluidos los campesinos anfitriones, que fueron tratados como huéspedes en su propia casa.

Con la placidez de un vecino de mesa, el guía de Cuba escuchó al viejo Pablo Bonachea cantarle estos versos: «Ya tenemos carretera/ Gracias a Dios y a Fidel/ Ya no muere la mujer/ De parto por dondequiera./ Con tu valor sin igual/ Gracias, Fidel Comandante/ Tú fuiste quien nos libraste/ De aquel látigo infernal».

Guerrillero en presente continuo

Ahora que cumple 98 años entre nosotros y algunos le imaginan quieto en su tumba, cual huella fósil del revolucionario, es válido apuntarlo: Fidel no es el hombre detenido en la piedra. Es al revés: la piedra —típica imagen de todas las firmezas— halló refugio en el relieve del recio guerrillero. Con el Apóstol cerca, Santa Ifigenia le enseña al mundo cómo una roca se torna pétalo si descansa en los predios de una trinchera de ideas.

Bravo también en las duras batallas de la gramática, Fidel Castro es el héroe del presente continuo: está arengando, asaltando, desembarcando, escalando, bajando, entrando a la gente, más que a poblados… conquistando. En su nuevo contexto de hacer Revolución, el explorador que nos enseñó a articular el ¡Patria o muerte…! desde la primera persona demuestra, incluso con cenizas propias, que brota vida aún en el tramo extremo de la consigna, si se cosechan juntos los ¡Venceremos!

Está haciendo… ¡Está! No hay mejor dictamen de su condición actual, aunque hace ocho años le viéramos emprender un aparente viaje rumbo al silencio. Lo vimos irse, a su tiempo, en paz, en sus términos: «Estaré con ustedes hasta los 90 años», había anticipado en una frase a otros líderes latinoamericanos que impresionó sobremanera. Lo vimos irse y hasta le acompañamos, larga columna a Santiago, buscando lomas de cara al sol.

Antes, los enemigos de Cuba —que en vudú criminal se la pasan pinchando con odios al archipiélago— fraguaron contra él 638 atentados. ¡Fallaron todos! ¿Tendrían idea de cuántos millones de «alentados» dábamos vida, desde las nuestras, al hijo de Birán? Hasta Twitter trató de «matarlo», pero casi una década después de su último suspiro físico, el Comandante Ejemplo goza de buena salud.

Difíciles de contar, los reconocimientos de Fidel —algunos casi desconocidos por el velo de modestia que él (im)puso enfrente— llevan unos nombres que le quedan como traje de gala. Vietnam le otorgó una vez el Sello de combatiente de Dien Bien Phu, que era como moldear de su cuerpo una escultura del arrojo. En esa cuerda de los valientes, Libia le impuso la Orden del Coraje y la Unión Soviética no solo lo nombró Héroe Nacional, sino que sembró en su pecho, más de una vez, la Orden Lenin.

Más sabia que todos los Gobiernos de la Casa Blanca, la tribu de los amerindios Creeks proclamó a Fidel Gran jefe guerrero y le obsequió un objeto todavía desconocido en la Oficina Oval: la pipa de la paz. Y en Cuba cosechó, en todos los «diplomas», el amor de los suyos.

Aquí y allá, fue Doctor Honoris pleno de Causa. Más que de las ciudades, le entregaban las sensibles llaves de los pueblos. Es cierto, la descripción de Bouteflika, el expresidente argelino, parece no hallar igual, pero debe acotársele algo: Fidel —que, en efecto, va al futuro y regresa a describirlo— no hace el viaje como simple vigía. Él vuelve para pelear al frente de los suyos, ¡siempre en presente!

Reportando con Fidel

Alguna vez confesó sentirse, con los periodistas, como «en familia», y durante el 7mo. Congreso de la UPEC, tras 22 horas de charla que hubieran agotado a no pocos deportistas de alto rendimiento, dijo a los delegados, fresco como una noticia, aquello de: «Me gusta el oficio, de verdad. Ténganme por uno de ustedes».

Siendo, junto al Turquino, el más alto pico rebelde, Fidel honró con palabra y contenido la emisora fundada en plena guerra por el Che y una vez consumado el triunfo revolucionario aprovechó la televisión para abrir al mundo, con la Operación Verdad, una límpida ventana a la Cuba que todos fundábamos juntos, con él en el «lead» del proyecto.

Cuando llegó internet y no faltaron temores puntuales, él, experto «quitador» de armas al enemigo, pronunció la frase que sigue retando todo el potencial del gremio: «parece inventada para nosotros».

Llegaron los días en que sus años, su andar, su barba, su rostro y su estirpe lo convirtieron en el patriarca de las revoluciones y él pasó a publicar aquellas Reflexiones que todavía invitan a pensar, cerrando un ciclo comunicacional que comenzó en Birán, en el campo de la palabra pura.

Fidel siguió toda su vida el entre namiento básico del reportero: no dejaba de leer ni paraba de preguntar; por eso podía dar y exigir a los medios de comunicación como nadie. «El país necesita la máxima calidad de nuestra prensa; el país necesita de un trabajo óptimo de la prensa, si fuera posible alcanzar un trabajo óptimo», dijo una vez antes de añadir esa frase que nació en un Congreso de periodistas: «Una revolución solo puede ser hija de la cultura y las ideas».

Homenaje a Fidel. Fotos: Roberto Chile

Consideraba a los periodistas como comisarios del pueblo en su batallar, pero su audacia mayor estuvo en entender, siendo él mismo un devoto de la exactitud, que la de informar es una profesión de riesgo, así que en otro evento admitió que en el camino habría «equivocaciones, exageraciones, pero lo que no podemos admitir es el silencio. Peor que los peligros del error son los peligros del silencio».

Cuando ¿al cese? de su vida muchos se preparaban para escribir sobre el bronce mil crónicas estatuarias, el Comandante en Jefe de Información de los periodistas cubanos nos cambió la plana al fundirse, sí, pero como polvo de pueblo a una roca de Santiago. Una placa que le retrata mejor incluso que sus fotos en varias redacciones nos da, con una palabra, la mejor clase de síntesis: Fidel.

El blindaje de las ideas

El concepto de Revolución es el mejor autorretrato que nos dejara Fidel. Estaba consciente del poder del pensamiento, a tal punto que, en abril de 2016, cuando en la clausura del 7mo. Congreso del Partido nos hizo aquel triste comentario: «A todos nos llegará nuestro turno…», lo calzó con otro que lo hace eterno a él y nos blinda a todos: «…pero quedarán las ideas».

Quienes supimos desde el bautizo de la Generación del Centenario que la filiación martiana del líder no era cosa de la piel sino del corazón, vimos enseguida el parentesco patriótico de esa frase con aquel «Sé desaparecer. Pero no desaparecería mi pensamiento…» con que en su último mayo, en 1895, el Apóstol habló al futuro por medio de Manuel Mercado.

Fidel, que una vez ante una pregunta pública sobre su «chaleco protector» se abrió la camisa y enseñó un pecho verde olivo, lo dejó claro: «lo que llevo es un escudo moral». La revelación desconcertaría más a sus enemigos, que seguramente comprendieron no solo que nunca podrían matarlo, sino que aquel barbudo jamás llegará a morirse.

Un pueblo a media asta

Fue mayúsculo el dolor cuando, el 25 de noviembre de 2016, la bandera enmudeció y se paró a mitad del asta. Cuando, transido de sufrimiento, su escudo palideció hasta fundirse en la estrella. Cuando se negó a subir el resto de su colina y aferró las cinco franjas a una altura en medianía desde donde estar más cerca del líder que se despedía.

Que la enseña amada mostrara lágrimas tricolores, como aquellas que vertió un infausto mediodía a la vera de Dos Ríos, parecía solo el principio: en tierra, también la gente andaba incompleta, buscando su otra mitad.

Todos los verbos cubanos quedaron incompletos. En adelante, habríamos de recuperar —como los músculos dormidos o el nervio sin conexión— las costumbres alegres. El Jefe no nos perdonaría la amargura perenne. Aunque un pedazo nuestro se había ido con él, estaríamos intactos: en su cotidiana vuelta, Fidel nos guía, con la enseña, a lo más alto del asta.

Manera de morir

Cuba se convirtió en un pueblo en negación que no admitía la pérdida física de su líder y que, por primera vez, parecía dispuesto a discutir un acto suyo, pero la terrible verdad era que Fidel había muerto. Desde el final de la noche del viernes 25 de noviembre la Isla había sido un silencio sin fondo, un mutismo palpable, una pena masiva que no apelaba a palabras porque todas le sobraban.

Pero él estaba muerto. No teníamos derecho a negarle la muerte a Fidel Castro. Él siempre sabía qué hacer y, como dijo su amigo Bouteflika, solía regresar del futuro a contarnos los detalles. ¿Quién se atrevía a negar que fuera el caso? Teníamos que empezar por admitir que era tan grande, tan hombre, era tan cierto que se murió como uno más cuando todos le creíamos eterno.

En abril de ese año había dado ciertas pistas. «Pronto seré ya como todos los demás. A todos nos llegará nuestro turno», dijo en público, en la clausura del Congreso del Partido, pero nadie parecía animarse a asumirlo. Y cumplió, como siempre.

Murió muy a su forma: no se fue en la fecha decidida en la agenda del imperio cercano, ni en las múltiples veces que carroña vecina lo anunciara. Nos sorprendió a todos: a quienes le lloramos lastimados y a quienes no tuvieron más remedio que disfrazar con las ropas del odio el miedo que le tenían. ¡Grande el muerto que en su ruta no pierde la rabia del adversario!

Había muerto Fidel Castro. Negaríamos su grandeza si lo privábamos del nuevo desafío, el de la muerte, nunca último. La patria que le lloraba podía hallar un alivio: seguramente en la muerte, invicto, el jefe del Moncada preparaba de nuevo la Revolución.

Fidel y Martí: Las doctrinas de maestros

A la noticia de su muerte, en varios países latinoamericanos la gente común acudía inmediatamente a homenajearlo frente a estatuas de José Martí. Los pueblos, que no se equivocan, entendieron desde el principio que en ningún sitio habita tanto el Comandante de Cuba como en aquel donde se encuentre su Maestro nuestro.

El guía que despedimos no fue nunca un martiano pasivo. En marzo de 1949, cuando marines yanquis profanaron la estatua del Héroe Nacional en el habanero Parque Central, la ola de indignación levantada en el pueblo tuvo un nombre en la cresta: Fidel, quien encabezó la protesta en las inmediaciones de la entonces omnipotente embajada de Estados Unidos.

Poco después de que asaltara el cielo en el Moncada, en el Vivac de Santiago Fidel había sido fotografiado delante de una fotografía de Martí. Verlos juntos permitió entender mejor su frase de aquellos tiempos: «Traigo en el corazón las doctrinas del Maestro».

Surco y estrella

Después de tantas a la inversa, nadie más que Fidel podía conducir en Cuba la primera invasión —otra de amor— de Occidente a Oriente y llevar en su oleaje a todo un pueblo. Lo hizo a fines de 2016, cual una despedida en un yate de cedro.

Fidel dejó a Maceo de escudo en Punta Brava y se fue con Martí a resguardar el este. Ya sabía que en el centro cuidaba otro guerrillero. Solo así podía entenderse mejor esa partida.

Como la ardiente estela del Granma, a lo largo de la Isla las calles cubanas fueron la suave marejada de aquel fervor patriótico que nos trajo hasta aquí. Se veían surcos abiertos y gente trabajando. Se veía el optimismo lindando con las lágrimas. Se veían corceles fuertes trotando en los potreros. Y en las sabanas, así como en las lomas, resplandecía, bajo el cielo de Cuba, el verdor de los nuevos caguairanes.

Por Fidel, el alzamiento amado de Santiago

Las cenizas ya estaban en Chago. Fueron 17 kilómetros en la amada ciudad que, a su paso, se levantaba. La urbe valiente, que no aprende a temblar cuando hay temblores, la que tiene bíceps que parecen lomas, la alegre que organiza carnavales eternos, estuvo llorosa a inicios de diciembre de 2016, con todo y el brazalete rojo y negro que reinstaló en su hombro.

Santiago entero, que nunca pareció tan santiaguero, sabía que era muy posible que desde entonces faltara en la Plaza del hijo de Mariana el machete más recto, el más erguido, el vigésimo tercero que romperá corojos nuevos en nuevos Baraguá. Porque a Santa Ifigenia —¿había alguien que lo dudara?— Fidel jamás iría sin armas.

En cierto momento, al paso del comando de Fidel, un periodista llegado de lejos giró hacia atrás, buscando otras escenas. Cerró la agenda y supo que el pecho se le había puesto rojinegro cuando no pudo sostenerle la mirada a una niña que lloraba.

Cita con héroes

Hay dolores de familia y hay dolores de nación. No todos podían pasar al interior del cementerio para ver la ceremonia íntima de inhumación de las cenizas del líder. Tampoco el periodista, uno de tantos que llegaron de lejos, al que, teóricamente, se le había acabado la cobertura la noche antes.

La mañana del 4 de diciembre de 2016, él decidió apostarse afuera y escuchar. Los santiagueros hablaban: ese hombre no se podía dejar de recordar. «Es mucho lo que hizo el compay…», argumentó alguno. A seguidas, comenzó el chorro de anécdotas que un joven treintañero resumió a su modo: «es un montón de cosas y un montón de gente que ha mejorado, así que (para sentirlo visible) ya inventaremos algo».

Dolida como estaba, Cuba tenía, sin embargo, un gran alivio: Fidel Castro viviría su muerte muy cerca de José Martí. Juntos palpitan. (Tomado de Cubaperiodistas)

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