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El sol de llamas que cayó en San Lorenzo

A 150 años de la caída en combate de Carlos Manuel de Céspedes, proponemos fragmentos de una entrevista realizada a Eusebio Leal

Autor:

Magda Resik Aguirre

En la soledad de sus últimos días en San Lorenzo, escribió la larga carta a semejanza de un diario, donde contaba a su amada Ana de Quesada los rigores de su apartado refugio, convencido de que muy poco le hacía falta para vivir al otrora Presidente de la República en Armas.

Su casita de guano, como la describe, estaba cobijada con buenas maderas, y tenía dos cuartos forrados de palma y tabla de cedro donde una hamaca, una mesita escritorio, un banco, las armas y otros utensilios… conformaban el universo al cual se había reducido su grandeza humana.

La comida no faltaba, el cariño del vecindario pues «raro es el día que no recibimos visitas» y el baño en el riachuelo cercano a donde vertían las aguas del Contramaestre.

A esas alturas el amor filial lo sostenía ante cualquier desgarradura: «Algún consuelo recibo con ver diariamente vuestros retratos. Los enseño a casi todos los patriotas que se encuentran conmigo. La mayor parte, especialmente las mujeres, me piden que se los enseñe. Hacen mil aspavientos de admiración y les echan un millón de bendiciones, deseando todos que volvamos a reunirnos».

Carlos Manuel de Céspedes solo rogaba a su Ana, en pago al amor, la abnegación y fidelidad mantenidas en la distancia, unido al estoico cuidado de los gemelos Gloria de los Dolores y Carlos Manuel, que le creyera lo sumamente doloroso que resultaba para él estar separado de ellos.

Algunos grandes hombres de la historia han enfrentado sus destinos en soledad, envueltos en la marea de la mezquindad humana y las ambiciones de poder. Sin embargo, su esplendor prospera invariablemente tras la muerte y se reproduce en la inspiración creciente que representan para aquellos patriotas por nacer. Céspedes fue uno de ellos.

Contaba con el heroísmo de los cubanos para consumar la independencia y con la virtud de sus coterráneos para consolidar la República, cuando en 1869 fue nombrado Presidente. A sus seguidores, que no eran pocos, les prometía abnegación y con su propia vida dio pruebas del cumplimiento del compromiso adquirido, en el sacrificio y la renuncia al poder y el bienestar material.

Un cespediano confeso es sin dudas el Historiador de la Ciudad de La Habana, para quien la fascinación por ese prohombre de la independencia nacional se reafirmó cuando tuvo en sus manos, luego de una larga búsqueda, la libreta y el pequeño librito que recoge las incidencias a modo de diario, de la vida de Céspedes desde el 25 de julio de 1873 hasta el día de su muerte el 27 de febrero de 1874. La letra pequeñísima que presumía el ahorro del espacio, exhibía, sin embargo, caracteres claros y precisos. El luchador incansable había dedicado sus anotaciones a su amada Anita, a quien privaron del consolador goce de la lectura de aquellas percepciones de su hombre.

Para Eusebio Leal, la grandeza de Céspedes reside en su condición humana. Era irascible y de genio tempestuoso y entre los sacrificios que le impuso la Revolución, el más doloroso —como lo confesó por escrito— fue el de su carácter. Sin embargo, esa naturaleza voluntariosa y enérgica lo llevó también a la osadía de lanzar la clarinada independentista.

Cuando se desbarrancó su cuerpo en la escarpada geografía de San Lorenzo «(…) muchos lloraron por aquel caballero extraño que compartía por doquier sus escasísimos bienes personales, con la misma serenidad con que una vez, siendo señor de vidas y haciendas, había optado por la vocación infinitamente superior de revolucionario».

¿Cuáles fueron las condiciones personales, las circunstancias de vida que hicieron de Céspedes el hombre de la Revolución independentista?  ¿Por qué él y no otro?

—El papel del hombre en la historia solamente lo niegan los mezquinos y las pequeñas hormigas pensantes. Céspedes fue el líder de aquel movimiento y ese liderazgo lo obtiene, primero, por sus antecedentes.

Vamos a pensar que era un hombre de la cultura;  hablaba seis idiomas. Desde la edad de 11 años empezó la tarea de traducir, por ejemplo, los cantos de la Eneida del latín; hizo una excelente traducción. Como abogado que fue, había estudiado latín, griego, inglés, hablaba perfectamente el francés y el italiano.  Eso le permitió, cuando concluye su carrera en Barcelona titulándose de Abogado del Reino, realizar un largo viaje que lo lleva a Inglaterra, Francia, Italia, Turquía…

(…) Céspedes era un excelente equitador, buen esgrimista, un jugador de ajedrez que solía a veces terminar las partidas de espaldas, por su conocimiento del tablero. Era un orador apasionado. Cuando se le permite ejercer y realiza los ejercicios profesionales en Cuba, al regresar a Bayamo convertido en abogado, llega a ser uno de los más solicitados letrados defensores de determinadas causas.

«Debo recordar que antes había realizado sus estudios en la capital, en el Seminario de San Carlos y San Ambrosio y en la Universidad de La Habana. Quiere decir, estuvo en los dos espacios donde se debatía el pensamiento cubano en esta ciudad.  Y todos los días, en su camino desde la Universidad al Seminario, o desde el Seminario a la Universidad, debía pasar por el Liceo Artístico y Literario donde se reunía la flor y nata de la intelectualidad del país.

Desde el año 1850 figura como un hombre peligroso para la autoridad española, como alguien que es asiduo a tertulias culturales que enmascaran un proyecto político.  Sufre numerosas prisiones: prisión en Manzanillo, desterrado a Baracoa, en el Morro de Santiago de Cuba, en las húmedas cámaras del navío Soberano, anclado en el puerto santiaguero como reliquia de la batalla de Trafalgar.

Finalmente, empiezan a fundarse las logias masónicas. La masonería fue la institución más progresista y amante de la libertad de ese tiempo;  el gran legado liberal  ―y yo diría casi romántico― de la masonería que aspira en esa época en Cuba a una sociedad sin esclavos. Céspedes lo expresa en su poema autobiográfico Contestación.

Me faltó este detalle: es también un poeta.  Y hay que ver cómo influyó la poesía y la literatura en la forja de un sentimiento nacional: Heredia, la Avellaneda;  los que rodean a Céspedes, José Fornaris, Francisco Castillo, son poetas.  Ellos tres van a ser los creadores de La Bayamesa, que se cantó al pie de la ventana de una muy bella bayamesa y que constituye La Marsellesa de los cubanos.

Algunos historiadores refieren que hubo un momento en el cual  sacrificó su protagonismo en la Revolución por esa unidad necesaria. ¿Coincide con esa visión?

—A él lo apartaron  cuando la Cámara dejó de estar representada por los hombres ilustres de Guáimaro y viene esa especie de idealismo que analizó Enrique José Varona con tanta profundidad; un idealismo que a veces, no dejando de ser puro y de tener aspiraciones nobles, se apartaba de la realidad.

La realidad era ―y Céspedes lo dijo― que cada discurso y cada reunión constituían un tiempo perdido, que lo que había que hacer era luchar para triunfar.  Esa es su visión. Él también fue muy idealista.

Céspedes es la figura que en Guáimaro ―no podía ser de otra manera― fue elegido Presidente de la República constituida.  Pero en nombre del idealismo que teme a la tiranía ―como el propio Martí lo va a definir―, el temor a César o a los generales de Alejandro, lo lleva a subordinar el poder ejecutivo al legislativo; quiere decir, el Presidente a la Cámara.

Eso se explica porque Céspedes no era solo el Presidente;  era el líder de la  Revolución y no necesitaba cargo ni título alguno para serlo; ¡lo era!  Pero, no obstante, cede.

Hay quien ha visto en ese instante político una lucha generacional.  Como decíamos, Céspedes asiste a aquellos actos cuando está ya en los 50 años. Da vergüenza haber vivido uno mucho más y pensar en el tiempo que le tocó vivir a él. Y en esas discusiones, él cede;  cede la bandera, a partir de que se coloque, porque esa fue la bandera con la cual se tomó las armas, por una  idea que está en su manifiesto: «Cuba quiere ser un pueblo libre e independiente para extender una mano a todos los pueblos del mundo».

Pero, además, está el acto tremendo ―que es como echar un fuego al polvorín― de libertar a aquellos esclavos suyos. Los veintitantos que estaban en La Demajagua. Está la presencia de un hombre importantísimo, que es José Joaquín  Palma, amigo y primer biógrafo de Céspedes; biografía que el propio Céspedes corrigió, en la cual dice que una Cuba libre ya nunca más podrá ser esclava ni tener esclavos. Este es el concepto, más que la letra.

Entonces, no cabe duda de que en Guáimaro se impone el criterio democrático de este idealismo doctrinario, a veces un poco delirante y apartado de la realidad.

—¿Cuánto pudo haber influido esa contraposición que algunos refieren que existió entre Céspedes y Agramonte?

—Se trató siempre en los que encendieron  la candela de la pugna, de contraponer a Céspedes con Agramonte. Y eso no es cierto.  Los dos procedían de cunas similares. Cuando vas a Camagüey, la casa de Agramonte es la más importante de la ciudad, de dos plantas, un palacio; una casa patricia, frente a la Iglesia de La Merced. Pero la casa que se conserva de Céspedes es también una mansión principalísima en Bayamo. Aquella en que estuvo su residencia y bufete, la de las columnas y el pórtico, ardió irremisiblemente.

Ambos tenían mucho que perder, y lo sacrifican todo por la idea.  Es lo primero. Ambos estudiaron en espacios similares: en la Real y Pontificia Universidad de La Habana, con todo su ámbito cultural, incluyendo el Seminario, a donde se asistían a oír clases, charlas, y a escuchar a intelectuales que ofrecían conferencias eruditas en la sede antigua de la Universidad.

Es precisamente en esta Universidad —en ese momento una universidad laica—, donde van a escucharse las voces tan importantes de ambos.

Céspedes estudia después en Barcelona; Agramonte, también, donde estaba la parte más avanzada económicamente de la España de su tiempo, y donde había un gran movimiento autonomista e independentista. Por cierto, la bandera catalana se va a inspirar mucho en la bandera de la estrella solitaria.

Los dos eran abogados.  En un país como Cuba, las dos profesiones determinantes en su historia han sido la abogacía y la medicina. Céspedes,  abogado;  Agramonte, abogado;  Martí, abogado;  Fidel, abogado.

Hubo un choque. Eso era inevitable. Sí existió. Inclusive, hay un momento en que Céspedes decide ―creo yo que con un sentimiento de gratitud― ayudar a la familia de Agramonte, y solicita que le pase una pensión por la orfandad en que habían quedado y Agramonte responde a eso…

En torno a Céspedes pasaba lo mismo: siempre había corifeos, cortesanos, a quienes les gusta encender la candela, y es posible que la encendieran, tanto es así que se produce algo insólito: un reto a duelo de Agramonte a Céspedes, lo cual era terrible porque Céspedes era el Presidente de la República; la solicitud de un duelo al Presidente por parte de un Mayor General del Ejército no solamente era inconstitucional, sino que era también un acto de rebeldía.

Sin embargo, ¿cómo maneja Céspedes eso? ¡Con qué sentido de su experiencia vivida comprende el sentimiento herido de Agramonte! ¿Y cómo se soluciona? ¿Y cómo actúa cuando Agramonte renuncia a su mando, un mando para el cual estaba tan dotado?  Agramonte es como el Sucre de esta historia;  el hombre más preparado después de  Céspedes, porque tenía las cuatro cualidades: el conocimiento cultural, el conocimiento del Derecho, la aspiración al Estado de derecho y el culto por la libertad.  Era más joven, muere a los 31 años.

Agramonte era extraordinariamente elocuente.  Se convierte en un jefe militar capaz de hacer cosas tremendas, como lo fue el combate del Cocal del Olimpo, como fue el rescate de Julio Sanguily, acto de una gran osadía.  Pero además, era un hombre muy respetado, un gran organizador. Había organizado la guerra en Camagüey, las fábricas, prefecturas para abastecer al ejército…

Todavía en esa etapa la región tiene un papel determinante, y muy pocos lograban superar la visión de ir más allá.  Por eso es que cuando, al regreso de Agramonte, Céspedes lo nombre jefe de Camagüey y de Las Villas, cuando lo designa, primero, queda reparado el pasado; segundo, toma la dirección de la Revolución en Camagüey, donde el enemigo había hecho estragos y persecuciones sin límites, había  convertido la ciudad en un cuartel general prácticamente de sus tropas,  y las familias cubanas y raigales como la suya estaban siendo perseguidas y humilladas.

(…) La muerte de Agramonte es la muerte de Céspedes, porque le precede.  Si Agramonte hubiera estado vivo, Céspedes no hubiera podido ser depuesto, creo yo, de la forma en que lo fue.  Bijagual no habría existido, que es el lugar geográfico donde se produce la deposición por parte de la Cámara. Hoy ese sitio está borrado del mapa. Lo cubre una presa que lleva el nombre del Padre de la Patria. Esas fueron como las aguas del Jordán. Fueron días muy amargos. Y comienza la destrucción de la Revolución que había sido capaz de liberar a las clases populares, porque su gran mérito fue desencadenar no solamente a los esclavos, sino a las clases populares.

(..) Cuando muere Agramonte se mata la sucesión de la Revolución, y lo demás fue como la bola que viene bajando por la ladera de la montaña. Céspedes es depuesto, e inmediatamente comienza una sucesión frágil de la dirección de la Revolución, que no hizo más que chocar con la realidad.  Y por último, viene el gran crimen, que es la soledad de San Lorenzo y lo que ocurre allá arriba el 27 de febrero de 1874, es decir, la muerte de Céspedes, en lo alto del monte.

Antes, su familia quiso rescatarlo, se urdió un plan para buscarlo. Él vacila. Y finalmente, acepta su destino, que fue aceptar la gloria. El hombre del 10 de Octubre no hubiera podido morir en los Estados Unidos o en Jamaica, donde estaban su hermano Manuel Hilario y su hermana Francisca de Borja (Borjita);  el hombre del 10 de octubre no puede olvidar a su hermano Pedro… Cuando Pedro de Céspedes es fusilado en Santiago de Cuba, el Gobernador de Oriente, que había llegado en noviembre de 1873 con la expedición del Virginius, Céspedes se presenta a la  Cámara diciéndole que ahora que han muerto su hermano y su sobrino político Herminio ―que venía también en la expedición―, pone una vez más su vida al servicio de la causa de la Revolución.  Ahí es donde el gigante va creciendo.
Cuando recordamos que se corta el pelo y lo manda a sus hijos que han nacido en los Estados Unidos ―los gemelos que nacen de Ana de Quesada: Gloria de los Dolores y Carlos Manuel―; cuando conocemos que envía la bandera del 10 de Octubre en un pequeño canuto, en una caja que preparan para salvar esa enseña  que hoy está en la Sala de las Banderas, y que Ana de Quesada devolvió a Cuba personalmente poco después de proclamada la República infeliz de 1902, la historia se va uniendo.

Y finalmente, el Presidente Viejo ―como le llamaban los campesinos―, que recorre la parte del monte donde está cautivo, es dejado en un punto llamado San Lorenzo sin más escolta que su propio hijo, algunos fieles que le acompañaban y algunos vecinos de aquel lugar.

Ahora, qué cosa tan impresionante: Céspedes está vestido como puede, él dice que grotescamente pero que no le hace falta nada. Le escribe así a su esposa, quien le dice que van a mandarle ropa y asegura no querer nada, pues ha aprendido a prescindir de todo. En el diario confiesa que un día, cruzando un río, se le cayó una espuela de plata que llevaba desde el comienzo de la Revolución y se alegró de ser cada día más pobre. Todo el pasado de su señorío, como lo describe Martí, con el diamante en el anillo, el bastón de carey y oro, preciosamente vestido, ha desaparecido.  Ahora hay un hombre que, siendo muy joven todavía, va cabalgando o andando en agotadoras jornadas por la sierra, por aquellos lugares;  que baja religiosamente a bañarse en la charca en San Lorenzo. Es impresionante, porque eso está muy  conservado. Celia Sánchez mandó a conservar aquel lugar, ordenó que se ascendiera al risco adonde él subió por una pequeña escalinata y allá en lo alto, desde donde se desplomó, está su busto.

Los biógrafos, la propia Hortensia y Rafael Acosta, que es el más joven y brillante de los cespedianos, eluden el tema del suicidio. Leonidas Raquín, el confidente de Céspedes en Santiago de Cuba, le responde a Ana de Quesada, que le pregunta cómo estaba el cuerpo de su esposo cuando lo sacan del barranco y lo exponen en Santiago de Cuba, y  él se refiere a una pequeña herida que tenía en el pecho y la ropa chamuscada, que a mi juicio no se correspondía con un fusilazo a quemarropa de sus perseguidores.

Él aseguró que de las tantas balas en su revólver todas eran para los españoles, excepto una que se reservaba para él, si acaso en el último momento cayese prisionero, vejado, porque era la Revolución, no solo él, la que iba a ir encadenada a Santiago de Cuba, a un proceso vejaminoso, como mismo llevaron a Pedro Figueredo que, sin embargo, en el momento de ser ejecutado, confirma que irá con Carlos Manuel de Céspedes a la gloria o al cadalso.

Entonces, un acto extremo de su parte no habría sido indigno de su carácter. El Padre de la Patria cae del barranco hacia abajo, y hay que sacarlo de allí. Esa imagen que Cintio y Fina describen del hijo cuando llega, tras escuchar los disparos en el monte, y su padre ya no está allí. Entonces recorre la huella de su sangre y de sus cabellos —los va recogiendo— a lo largo de la loma; va siguiendo el trazado que se ha sembrado en la tierra de Cuba; es el abono fértil para una nación que ha de nacer, así lo afirmó José Lezama Lima.

Si el hombre de Yara y de La Demajagua hubiese muerto en los Estados Unidos con su familia, no sería el Padre de la Patria;  sería una anécdota, sería el iniciador y nada más. Pero el sacrificio de San Lorenzo, su acatamiento de la ley, su juramento de que por su responsabilidad no se derramaría sangre cubana, su visión de estadista que alcanzó el futuro, lo convierte en tal.

¿Y qué hizo en San Lorenzo en los últimos días de su vida? Con una cartilla pasaba horas alfabetizando a los niños campesinos.  El día de su muerte, abrió el baúl y sacó la ropa elegante que había conservado, se vistió con sus mejores atuendos.  En el diario está todo escrito.  Pocas horas antes tiene un sueño premonitorio en el cual se da cuenta, como hombre hipersensible e inteligente que fue, que el fin está próximo. Y ese fin se consuma el 27 de febrero de 1874 cuando cae de lo alto del risco, y Manuel Sanguily, al que debo citar, escribe que «cayó en un barranco, como un sol de llamas que se hunde en el abismo».

(Fragmentos de una entrevista realizada a Eusebio Leal  Spengler publicada en 2021)

 

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