Entre los tantos altares de la Patria, algunos casi desconocidos, hay dos que nos parecen fundamentales. Sin ellos quizá la nacionalidad cubana no se hubiera fraguado como lo hizo. Sin ellos, es posible que ese basamento moral que ha sustentado los ideales más avanzados del pensamiento político cubano, el de actuar en aras del bien y la justicia común, a lo mejor no se hubiera concretado ni con la profundidad de su contenido ni en la poesía expresada en los más disímiles documentos.
El primero de ellos es el edificio que acogió el Colegio de San Carlos y San Ambrosio. Allí hay un aula, sobria y llena de dignidad, a donde se desliza el murmullo del mar en los días de invierno a pesar del grosor de sus muros.
El otro lugar se encuentra en el interior sagrado del Aula Magna de la Universidad de La Habana. Al extremo derecho del podio de los rectores hay un osario de mármol, sin adornos, con un aire de orgullo espartano, casi oculto por la magnificencia del recinto, como si no se quisiera llamar la atención de nadie. En ese espacio pequeño, recogido en toda su dignidad, descansan los restos gloriosos del padre Félix Varela y Morales.
De cuerpo sencillo, aquel sacerdote siguió el camino de su maestro, el presbítero José Agustín Caballero, y en su magisterio derrumbó los dogmas del pensamiento escolástico al poner en el centro de sus enseñanzas el ejercicio de pensar con criterio propio.
El magisterio realizado por Varela adquirió una trascendencia mayor cuando en 1821, a raíz de los cambios políticos en España y con el apoyo del obispo Espada («aquel obispo español, que llevamos en el corazón todos los cubanos», diría José Martí) fundó la Cátedra de Constitución y desde su púlpito de docente disertó sobre las ideas políticas más avanzadas de su tiempo para llevarlas a la realidad palpitante de la Isla.
Sus criterios se pudieran resumir en una idea: el respeto a los derechos individuales y a la observancia no a un gobierno o a una persona, sino a una ley, capaz de revindicar tales principios en aras del bien y la justicia común.
Llevados a la realidad de la época, esas lecciones implicaban el cuestionamiento al señorío de clase y el desprecio al pobre, a la arrogancia del tener por encima del ser y a la esclavitud que hacía escuchar «el crujir execrable» del azote, como escribiría José María Heredia en su poema A Emilia.
Era un pensamiento que invocaba al respeto y la rebeldía sobre un fundamento ético, y que adquirió su mayor trascendencia a partir de 1823 cuando Varela se convirtió en un independentista.
Es conocida su prédica libertaria. Pero la simiente principal de su obra iniciada en el Seminario se podría encontrar en ese sentimiento del patriotismo, de pensar la cubanía a partir de su realidad, de sus paisajes, de sus gentes.
A partir de esa labor, preguntar qué es lo cubano ha sido una interrogante que ha apuntado a los misterios más infinitos y que distinguen a los nacidos en este lado del mundo en su manera de reír, cantar, llorar y hasta de amar.
Muchos ejemplos se pudieran poner de la enorme trascendencia de su legado. Sin embargo, a riesgo de ser injustos, pondríamos que dentro de lo más grande en su vida no se puede dejar de mencionar la impronta de la humanidad en su magisterio.
Esa herencia sublime sería continuada por sus discípulos directos y seguidores, uno de ellos sería un maestro de ademanes tranquilos que un día de 1866 tocó a la puerta de un humilde sastre español para solicitar, con voz pausado, el permiso para ser él y no la familia quien costeara los estudios del niño de la casa, un adolescente de ojos muy negros y profundo, el único vástago varón del hogar.
Aquel maestro de barba cuidada y gestos corteses se llamaba Rafael María de Mendive, y el joven era José Martí. Desde aquel día, bajo esa idea sublime del bien, con ellos andaría para siempre, con su sonrisa santa y apacible, la figura luminosa del padre Félix Varela y Morales.