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Promesa

Son varias las generaciones de cubanos que suben cada año el Cerro de Cabras para abrazar al Apóstol, en una hermosa confluencia entre la naturaleza y la historia como la que vivieron recientemente jóvenes pinareños

 

Autor:

Raciel Guanche Ledesma

Fría la madrugada y fría esta mañana cualquiera de enero que absorbe a cuatro hombres en busca de cumplir una promesa necesaria para tocar así el imperfecto busto martiano a 408 metros de altura sobre el nivel del mar. Ni los 11 grados Celsius, ni los 20 kilómetros a pleno caminar, serían impedimento para no llegar a la mayor elevación del municipio de Pinar del Río: el Cerro de Cabras, ubicado en la Sierra de los Órganos.

El cubano es caprichoso por naturaleza, leal a sus instintos y creencias más justas y, cuando se plantea algo, procura que todo le salga bien, incluso, así lo planifique con premura de un día para el otro. Eso sucedió ahora con este viaje «improvisado» que llevaba como trasfondo aquel simbolismo que entraña, en mayúsculas, la Patria.

Confieso que hacía mucho no devoraba tantos kilómetros en tan pocas horas, quizá porque no me lo había propuesto con plena decisión, o por lo enredado que se torna siempre crecer generacionalmente y ajustarnos la vida de forma tal, que el tiempo alcance para disfrutar los pequeños placeres cotidianos.

Esta ruta por carretera, que pasa justo enfrente del Cerro de Cabras, es la misma que de niño recorría junto a mis padres para visitar a los abuelos, y conduce a municipios pinareños intrincados al norte como Minas de Matahambre o Guane.

Ciertamente resulta familiar el trayecto hasta la elevación, pero los años han hecho que descubra al sol y, con los pies sobre el asfalto en esta ocasión, esos nuevos latidos que describen también cada espacio de una Isla reconfigurada y sostenida en pleno por la resistencia, la fe y la batalla constante de su gente.

Basta mirar la ciudad desde el espesor del monte, conversar con la nobleza y el alma guajira para comprenderlo. Y sí, hemos cambiado mucho como nación, hemos pasado de todo. Eso se nota en la mayoría de las fachadas campestres, en las casas que aún recubren el techo con lonas inmensas luego del huracán Ian, en el martilleo de quienes todavía buscan levantarse de a poco, o en los rostros viejos agrietados por el sol de tantos años sembrando y arando tras los bueyes.

Lo conversamos mientras caminábamos por aquellas calles irregulares marcadas, como casi todo lo material hoy, por la mella de los años. Qué sería de nosotros sin la esperanza que sostiene las ideas, sin la rabia de los inconformes, sin el abrazo de los que se van, sin Martí, que al fin y al cabo debíamos venerar en las alturas para cumplir un cometido espiritual, nos preguntábamos. No sabríamos en realidad que fuéramos, digo yo, pero seguramente estaríamos condenados a deponer las alas con que soñamos cada ápice de nuestra cubanidad.

Con el Cerro de Cabras al fondo, imponente, solo tienes una certeza frente a esos sembrados, Cuba puede estar rodeada también de incógnitas, cierto, de nudos no muy fáciles de zafar, mas en el campo se destila con sudor un único sentido, el de luchar aún en tierra árida, con las botas puestas y con la vieja camisa verde olivo a medio abotonar, para salir de todas, todas, adelante.

Bien lo saben eso hombres nobles que suelen saludar entrecortados desde el surco, o mujeres como Gladys, aquella humilde campesina que lucía cautelosa en medio del camino rumbo a la elevación mientras cargaba por una pendiente de alrededor de 15 metros, sola, con su cuerpo menudo, dos cubetas de agua para cocinar, para abastecerse.

Quién sabe cuántas veces realice ese ejercicio desgastante al día. Ella solo mira adelante y sigue, sigue subiendo la pendiente hasta su casa porque no queda de otra en un poblado donde el agua abunda más, sobre todo, en los puntos cercanos a donde nace el río Cuyaguateje. O bajas a buscar el preciado líquido en yunta de buey, a caballo o a pie, o te quedas sin él. Así de sencillo.

Trepar montañas, además de hermanar hombres, tiene eso, te hace descubrir la esencia bruta y a la vez hermosa que se transpira en las venas guajiras, te convence del ímpetu irremediable, pero te lleva a cuestionar cuán duro es el tiempo con quienes entregan su pellejo al oficio de vivir a puro sacrificio entre las lomas.

Descubrir el busto martiano y las realidades no es algo ajeno ni locura nuestra ahora, de los jóvenes que hasta allí fuimos. «Por estos lares pasan todo tipo de personas que buscan llegar a la cima, no solo gente de aquí, también de otras partes», dice una lugareña mientras alerta que, luego del paso del huracán Ian, el camino al Cerro de Cabras se ha tupido por pinares caídos y ramas en el suelo que interrumpen frecuentemente el andar.

Sin embargo, nada detiene la travesía, nada detiene a los más nuevos, ni siquiera la jugarreta que aquí la naturaleza quiso imponer a base de vientos endemoniados el pasado mes de septiembre. Por ello, tal vez, nos quedaba la duda de si el busto fundido en cemento se mantenía erigido, firme, y había soportado los embates de Ian.

El Martí del Cerro de Cabras fue subido a pulmón por jóvenes pinareños, también por masones, por cubanos hace alrededor de cinco años. Era de suponer entonces, intuitivamente, que al llegar a la cima estuviera íntegra allí la figura del Apóstol, sin daños, esperando la deidad y el tiempo para que volvieran como otras tantas veces a alzar la bandera inclaudicable a 408 metros de altura y brindaran. Finalmente, cumplimos.

 

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