La sencillez y generosidad de Juanito, el último Malagón, eran impresionantes. Autor: Pedro Paredes Publicado: 07/08/2021 | 11:25 pm
VIÑALES, Pinar del Río.— Desde ahora a la comunidad de El Moncada le faltará su risa, su ingenio, su picardía. Le faltará su generosidad, su sencillez, su estatura de gigante. Y en ese ir y no hacerlo, ese marcharse para siempre y quedarse en el cariño de los demás que significa la muerte, encontramos a Juanito: Juan Quintín Paz Camacho, el último de Los Malagones, el más joven, el que se incorporó a la tropa siendo casi un niño y ahora dice adiós.
Las complicaciones renales y cardiovasculares asociadas a la COVID-19 le jugaron una mala pasada.
Quien lo haya conocido no olvidará sus ocurrencias. Juanito juraba haber comprobado en vida que su bóveda —construida en el Memorial junto a la de los otros compañeros de lucha—, tenía espacio suficiente para que sus pies no quedaran fuera y jocoso decía: «Yo me voy a ir cerquita, pero me tienen que llevar», porque de su casa hasta allí apenas hay unos metros.
Se reía así de la muerte. Y lo hacía porque se sabía con el deber cumplido: participó en la lucha contra bandidos, integró la primera milicia campesina de Cuba, fundó una familia, levantó un hogar, trabajó para las Fuerzas Armadas Revolucionarias con la misma dedicación que manejó después una guagua que él consideraría la ambulancia del poblado, y hasta cuidó un huerto.
Juanito andaba siempre esbelto, afeitado y con ropas planchadas tan rectas que a una le parecía que tenían almidón. En su casa te recibían con los brazos abiertos y te ofrecían dulce, café, y hasta una mandarina acidísima, solo por el placer de hacer alguna maldad.
Siempre fue así. Con 21 años se unió a Leandro Rodríguez Malagón para capturar al cabo Luis Lara Crespo, que tenía considerables crímenes a lo largo de la cordillera. Unos 90 días les dio Fidel para cumplir la misión y en apenas 18 lograron concluirla.
Para entender la magnitud de su humanismo, basta con releer un fragmento de una entrevista concedida a esta reportera hace unos años. Al relatar cómo fue la captura del cabo Lara, expresó: «Me arrastré por más de 150 metros, la ropa no se sabía de qué color era, y allí empezó la balacera. Cuando aquello llevaba un buen rato se oyó: “¡Emplacen la ametralladora!”, y desde el flanco respondimos, ¡ya emplazamos el mortero, le vamos a tirar con el mortero! Al momento Lara salió con una niña de brazo, escondido detrás de ella. Creyeron lo del mortero y la ametralladora, ocurrencia de nosotros.
«Cuando salió, Lara nos pidió tres cosas: primero, que no le diéramos golpes; segundo, que no dejáramos llegarle a ninguno de los familiares de sus víctimas, y tercero, que lo llevaran a ver a su madre. Fidel nos había dicho que a los enemigos había que tratarlos bien, ni un golpe, y lo llevé a ver a su vieja, que vivía como a un kilómetro de aquí.
«A mí se me partía el alma con la señora, yo la conocía desde niño, y a Lara también, hasta pelota jugamos alguna vez. Me dijo que no se lo maltratara, y le respondí que no le iba a hacer nada, pero sus deudas, tenía que pagarlas. A 23 ascendían los crímenes de Luis».
Juanito, que en ese entonces vivía de manera holgada, conoció las miserias con las que lidiaba el campesinado. Sus padres le inculcaron esos sentimientos desde pequeño. Por eso, puso su fina puntería, reconocida por todos los habitantes de la zona de Santo Tomás, al servicio de Leandro Rodríguez Malagón. «Si ustedes triunfan habrá milicias en Cuba», les había dicho Fidel. Y triunfaron, y hubo milicias, y Juanito vivió orgulloso hasta el fin de sus días.