Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El ideario martiano

Autor:

Eusebio Leal Spengler

Lo más difícil que hay es tratar de valorar el impacto de una personalidad en la conciencia de sus contemporáneos. Pertenece a los biógrafos la tarea de ordenar las anécdotas y testimonios de las cuales surja —ojalá sea con pasión y verdad— la semblanza de los héroes.

De cualquier forma, lo que desarma y conmueve es la grandeza que se levanta —como una luz— de los hechos cotidianos. Por lo breve que es el espacio de la vida, resulta más asombroso cuando podemos llenarlo, cabalmente, de obras.

En el caso del hombre que nos ocupa, nos hemos acostumbrado a que la sociedad y el Estado sean presididos por un ciudadano de excepción. Su ejecutoria no admite discusión, y ya pertenece por entero al devenir futuro. Corresponderá a la historia pronunciar su veredicto.

Para un observador acucioso, no sería difícil hallar fotos, manuscritos y recortes de prensa que esbozaran el instante cuando aconteció el llamado de la vocación, que vino forjándose desde la infancia y la adolescencia.

Henos aquí ante el político, el orador, el hombre público... Si se le despoja de todo atributo militar o protocolario, estamos ante un carácter, cuyo acervo se nutre de la Biblia o Escritura Sagrada, el ideario martiano y el pensamiento revolucionario universal.

Con un verbo adornado por la llama del carisma, ha vivido bajo la urgencia de los profetas y posee un concepto «ignaciano» de la disciplina, que ha ejercitado en la lectura, la meditación y la vigilia.

Aunque aprecia la buena mesa —y si tuviese tiempo, gustaría de preparar ingeniosas recetas— come poco, cada vez menos, o para ser más exacto, lo necesario.

Sabe tanto del extraño significado del vino y los laberintos que lo conducen al alma, que puede descubrir sus cualidades y virtudes como si recitase los versos de Omar Khayyám.

Pero deja a un lado lo uno y lo otro para paladear como un elixir un sorbo de leche, un jugo de la fruta bomba o una taza de caldo con veinte vegetales.

Su frugalidad ha podido alarmar a sus íntimos colaboradores, porque jamás esta se corresponde con agotadoras jornadas de labor que, en largos períodos, concluyen al alba.

Lee por deber y por placer, nadie osa interrumpir esa abstracción. Las alas de su imaginación le llevan a la ficción literaria, al campo de batalla o a los escenarios más remotos de la historia.

Admira la antigüedad y sus héroes. Somete a crítica la república aristocrática de Pericles, y siendo un idealista, en sentido puro, su ser ha sido fiel al razonamiento aristotélico, a la deducción socrática, o a la elocuencia insuperada de Demóstenes.

Más allá de la imagen propagada por avasalladores discursos y alocuciones, es capaz de poner en pie a un selecto auditorio, con una oración de diez minutos o unas pocas cuartillas.

En la mesa puede charlar horas. Pero, en las butacas del locutorio escucha con paciencia, interroga y espera las respuestas de su interlocutor.

Entonces, permanece callado al extremo de haberse grabado en la madera en que se apoya la mano, el imperceptible golpecillo del dedo. 

No le agrada perder en nada. Su entrenamiento se basa en la información, la duda cartesiana, la deducción... hasta hallar lo exacto o lo razonablemente aproximado a la verdad. Fruto de ello, es su memoria.

Ama la soledad y creo que, vivir casi siempre acompañado, resulta el peor sacrificio que la Revolución le ha obligado a aceptar. Su casa, su familia, su vida... es el deber. Es humano, falible... nada olvida, casi todo lo excusa o lo perdona, excepto la traición. Es severo con el desorden, pulcro en detalle. Nadie debe tocar sus cosas, que son pocas y útiles.

Apegado a sus propias tradiciones, el recuerdo de la casa paterna en tierras remotas ejerce sobre él la seducción del distante y anónimo punto de partida; le sobrecoge el destino, pero se sabe hijo de la providencia que no anticipa los hechos, ni la vida, ni la muerte.

El triunfo es siempre iniciación y, cuando otros creen todo perdido, en su opinión, apenas ha comenzado. Ama y cuida de los suyos —imperceptiblemente— pero su vida personal, solo a él pertenece.

Rechaza y admira a Napoleón, cuyo concepto de lucha ha asumido: estar informado de los pasos del adversario, prever, organizar, entrenar... Escoge el campo de batalla, ataca primero, derrota por separado a los coaligados o a los conspiradores y, en el punto más débil, concentra con energía el fuego de sus armas.

Raigalmente martiano, reserva para el Héroe Nacional cubano un culto que forjó en los años de su primera juventud. Como de la fuente de agua cristalina, recuerda pasajes, versos y epístolas; le llama con propiedad Apóstol.

En años críticos e inolvidables he estado entre sus amigos y discípulos más próximos.

Pero de tantísimas impresiones escojo la del 5 de agosto de 1994 cuando, guiado por su instinto —que rechaza todas las formas de cobardía— encabezó un pequeño destacamento para salir al paso a un motín promovido por la marginalidad en la Ciudad de La Habana.

Previamente, había advertido a los compañeros que nadie usara las armas sin una orden suya; para luego —prescindiendo de ellas y a pecho descubierto— encarar a la plebe que retrocedió ante el estupor de los que le acompañábamos. Avanzó resueltamente y se detuvo al pie del monumento al General Maceo, como quien viene a pagar un tributo; sin haberse derramado una sola gota de sangre de nuestros adversarios.

12 de junio de 2001

Luis Báez: Absuelto por la historia, La Habana, Oficina de Publicaciones del Consejo de Estado, 2005, pp. 58-60.

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