Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Historias de vidas (debidas)

El último firmamento del siglo XX alcanzó nueva luz hace apenas un año. Hay que seguir —como Él— viviendo

Autor:

Ernesto Eimil Reigosa

Es el mejor de los tiempos, es el peor de los tiempos, es el tiempo de la sobreabundancia de información, y también de la desinformación; de las creencias y las incredulidades; una era de luces y sombras. Caminamos horizontalmente hacia el futuro... Estos tiempos son parecidos a aquellos, pero no son iguales. El 2016 marcó un hito en la modernidad cubana. Y tan grande y cabal ha sido esa época que para algunos solo vale el grado superlativo.

Encontrar historias que hagan oídos sordos a convenciones es más difícil que buscar la aguja en el pajar. Encontrar historias sobre Él, que sean iconoclastas y que, a la vez, no lo sean, resulta más difícil aún. Es misión imposible representarlo en pocas líneas; las cuartillas, que ahora emborrono, apenas son un minúsculo muestrario.

***

Mientras enciende una vela a la Virgen de la Caridad del Cobre, Maggie cuenta con el dedo las monedas que deposita en un pequeño plato de café a los pies de la Patrona. Camina encorvada, despacio. Tiene 89 años. Se sienta en el borde de la cama y toma una foto en blanco y negro. Es ella de joven. En la foto no mira a la cámara, sino hacia el vacío, a la vieja usanza de las fotografías cincuenteras. Acaricia el marco. Tienta con la yema de los dedos el vidrio. Se queda en silencio.

Maggie es peluquera. Debido a su avanzada edad y la falta de clientela está en un retiro semiforzado. Corta los mechones de alguna amiga de los años por casi nada. Cada vez son menos las señoras que buscan algún tinte para disimular las canas o algún chismorreo con el que alegrar la tarde. Es la segunda vez en su vida que se queda sin clientas. No siempre fue así. Maggie, de joven, tocó el cielo.

Maggie no me mira. Habla conmigo, pero no me mira. Mira hacia el frente. Desconfiada, recelosa, con ojos rasgados por el poco dormir. Los años le han enseñado a desconfiar.

—¿Qué puedo decirte yo de ÉL que no pueda decirte un escolta, un oficial del Ministerio?, me pregunta.

—Eso es precisamente lo que busco, le replico.

Si algo caracteriza a nuestros mayores, además de la centralizada e impuesta caligrafía Palmer de antaño, es la añoranza por esos tiempos. Es una nostalgia diluida en años, en consignas, en trabajos voluntarios, en cordones de café y zafras millonarias.

Maggie fue hija de su época, de los 50. Un tiempo en el que la clase media y alta veía en el futuro una esperanza utópica, basada en un ideal de consumo vacío. Maggie no tenía forma de saberlo.

En la calle Calzada, al frente de la funeraria, se encontraba la mejor peluquería de toda la Isla. Eran asiduas visitantes las señoras de actores, músicos y políticos, que encontraban en el corte y acicalamiento del cabello el leitmotiv necesario para olvidar de manera consciente su papel de mujer-florero. Las más importantes, las amantes y esposas de los pejes gordos, pasaban por las tijeras de Maggie, quien se convirtió en el principal atractivo del recinto.

—¿Qué se decía de Él antes del triunfo? ¿Salía en los periódicos, en la radio?, inquiero.

—Sí. Daba mítines. Estaba metido en marchas con los universitarios. Cayó preso. Los periódicos decían que era un fanático.

Cuenta Maggie que muchas de las que iban a la peluquería estaban en contra de Él. A pesar de ello, afirma que una cantidad considerable de gente adinerada lo apoyaba. Relata que iban recogiendo dinero, bonos, comida, latas de leche condensada… Queda pensativa un rato y vuelve a hacer hincapié en la leche condensada.

—¿Colaboraste con Él?

—Sí.

—¿Por qué?

—Yo vengo de abajo. Yo sé lo que es pasar hambre. Vivir alquilada en un cuartucho. Mi mamá vivió mucho tiempo en uno de esos cuartuchos y cuando mi hermana iba a visitarla con su marido tenían que dormir en una colchoneta. Yo sé lo que es la pobreza. En ese tiempo lo apoyé porque pensé que era bueno para los campesinos y para nosotros, los pobres.

Llegó el año 1959 después de Cristo y Batista huyó. La Revolución llegó afanosa, masiva, esperanzadora, quimérica. Maggie se subió al carro. También la peluquería de Calzada.

Giros dramáticos ocurren en esos días de sol en los que parece que la vida no va a cambiar. Hubo un escándalo cerca de la peluquería. Él estaba de visita por la zona. Pidió hablar con Maggie, la estrella. La saludó con un beso. Pasó su mano derecha, esa diestra acusadora, impartidora de justicia, por la cabeza de Maggie como si fuera una niña.

—Tú estás preparada para cualquier cambio que pueda ocurrir, le inquirió.

—Comandante, mientras yo tenga manos para trabajar, no tengo miedo a nada, respondió categórica.

Maggie quedó de administradora de la peluquería por unos meses. Las esposas de los burgueses huyeron junto a ellos y esa fue la primera vez que se quedó sin clientas. Les pagaba a las otras peluqueras de su bolsillo. El negocio no daba más. En los albores de 1960 fue nacionalizado. Maggie dio tumbos hasta Miramar, donde aún reside.

—¿No lo viste más?

—Sí, otra vez. Al frente del cine 23 y 12 había un restaurante chino. Ese día andaba solo, sin escoltas. Al yo entrar me reconoce y me convida a sentarme y tomar una sopa china.

—¿Y qué pidió Él?

—Otra sopa china. Al igual que yo.

***

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Esta es la inscripción que hay en una de las tantas oficinas del Centro de Neurociencias de Cuba (Cneuro), pero naturalmente solo se ve así cuando se mira al pasillo, a través del cristal, desde el interior.

Todos le dicen Arrojas. Los centros de trabajo son Cuba, pero en miniatura, reflejos cuasi freudianos de un país que, con no pocas trabas, saca adelante el plan económico del año.

Arrojas fue, ya no es, dirigente —o director— del ICID (Instituto Central de Investigación Digital). Afirma que fue nombrado de forma «temporal», para llenar un vacío, y «temporalmente» permaneció en el cargo 23 años, cuatro meses y tres días. Si en diciembre de 1990 te designan responsable de una industria destinada a reportar al país ganancias de millones de dólares, lo menos que te puede pasar es una leve asma acompañada por una no menos leve hipertensión arterial. El muro caído. La Perestroika haciendo de las suyas. No, no eran buenos tiempos para ser director de nada.

El ICID es, de acuerdo con la enciclopedia cubana EcuRed,  «una experimentada y moderna entidad cubana que trabaja en los campos de la automatización y los sistemas integrados, sistemas médicos de tecnología avanzada, computación, desarrollo y producción de equipos electrónicos y circuitos impresos (…) se fundó en 1969, subordinada a la Universidad de La Habana». Su objetivo inicial fue la creación de la primera computadora digital de América Latina.

Arrojas el Arrojado (sinónimo de audaz). Pienso mientras converso con él. Un juego de palabras un tanto predecible y fuera de tono, pero que seguía viniendo a mi cabeza como una idea recurrente. Y con razón.

—«El Jefe» era un hombre con luz larga. Todo lo que hacía era por algo. En los 90 visitaba el ICID. Sabía que la ciencia podía aportar mucho, afirma.

Arrojas no es delgado. Más bien todo lo contrario. Tiene la cara surcada por cicatrices de acné. Viste una camisa azul, muy propia de ambientes formales, y pantalón negro, ancho. Ya no dirige, pero aún mantiene las viejas formas del liderazgo. Me habla coloquialmente, en tono jocoso, como si fuera subordinado suyo y estuviéramos en la hora de almuerzo, tomando un break.

Ahora que la Lenin vuelve a ser noticia, Arrojas me cuenta que la primera vez que lo vio fue allí. «Yo era estudiante de último año de Ingeniería», rememora. Corría 1974. Leonid Brézhnev visitaba, en compañía de Él, la prestigiosa vocacional capitalina, que por aquellos años, en pleno apogeo, era también símbolo de agasajo para visitantes ilustres. Arrojas se encontraba allí para supervisar la impresión —gracias a la magia de la informática— de un cartel en cirílico de bienvenida para Brézhnev.

—¿Y qué pasó?

—Me pidió que se lo tradujera y con los nervios se lo dije en ruso: ??????????????? o Dobro pozhalovat (bienvenido). Me volvió a repetir: «Pero, ¿qué dice?», y yo de nuevo a hablarle en ruso. «El Jefe» imponía y era consciente de ello.

El salto temporal nos devuelve nuevamente a los 90. Muchas anécdotas anegan nuestra conversación. Anécdotas sobre presupuestos aprobados con prontitud. Visitas para ver cómo marchaban las obras del ICID. Las mismas anécdotas que una decena de directores de centros científicos tienen con Él. Rebusco en su memoria a la caza de algo más especial y propio.

—Bueno —continúa y me complace— recuerdo que nos vimos mucho en esos años. Hasta me citaba en su oficina. Un despacho amplio, con un buró de madera reluciente. Demasiados papeles. Pero nunca me ponía tan nervioso como cuando me montaba en su carro.

Más aún, si dicho vehículo es el de Él y está protegido por otros dos, exactamente iguales, en la vanguardia y en la retaguardia. «A la derecha, en la parte de atrás, se sentaba El Jefe; delante iban los guardaespaldas.

—¿Y Usted qué hacía mientras?

—Me sujetaba muy fuerte de las agarraderas del carro, no fuera a ser que cogiéramos un bache y chocara con El Jefe. Me hubiera muerto de la vergüenza (risas).

***

Lleva barba como Él. «No es igual —me dice— la mía es más oscura». Usa gorra de tapa plana y un short con ripios. Los vellos de las piernas y brazos, depilados, asoman amenazantes. Está sentado junto a mí en un sofá de madera. Se toquetea el lóbulo de la oreja izquierda. Intenta corregir la díscola punta de un cojín ennegrecido por la humedad. Está nervioso.

Hace poco le pasó a un amigo por Zapya, invento que parece hecho por los chinos para los cubanos, un video donde se ven raperos y deportistas extranjeros haciendo gala de cierta «humildad hedonística». Los protagonistas no pierden la oportunidad de retratarse con fajos de billetes, abanicarse con ellos y acariciarlos viciosamente. Se disculpa por el video, como si tratara de redimirse (los periodistas tenemos fama de hacerle ascos al género urbano).

Desconoce muchas cosas. Por desconocer, hasta ignora la existencia de este periódico. «Creo que mi papá lo ha llevado a la casa», se excusa. Pero sabe quién es Él. Nos encontramos en el patio trasero de una vivienda. Patio que hace las veces de gimnasio y de local de venta de audiovisuales. Hay cinco o seis personas, aproximadamente, que ignoran nuestra conversación.

Frente a los desafíos del futuro, la «nueva luz» de Fidel marca el camino a seguir. Foto: Archivo de JR

Se llama Miguel, pero en el barrio nadie lo conoce por ese nombre. «Farándula» le dicen, debido a su inclinación por las artes. Artes que no tienen nada que ver ni con la pintura expresionista ni con el canto lírico. En su currículum solo figuran conocimientos de informática a nivel de usuario y un curso de flauta dulce que tomó en la Casa de la Cultura.

—Sí, brother, nosotros, todos los cubanos, le debemos mucho. Si no fuera por Él ahora estuviéramos esclavizados. Y todavía los «yumas» estarían aquí, aprovechándose, afirma ya menos nervioso y dejando en paz la punta del cojín.

Ha hecho de todo, pasando por el dibujo, el baile y la actuación. Sus últimas peripecias lo han llevado a incursionar en el rap y el reguetón. No ha estudiado en la ENA ni tampoco en el ISA. Estuvo unos meses en la escuela de instructores de arte, pero la abandonó. «Soy un espíritu libre, un soñador como Él y John Lennon», afirma con cierto aire neohippie.

Es de esos que salen religiosamente los sábados hasta las tantas de la noche, y duermen —religiosamente— los domingos hasta las tantas de la tarde. Frecuenta los bares de Miramar y el Vedado (cuando la billetera no hace aguas). Es un juerguista delgaducho y zanquilargo con más ambición que talento, y, sin embargo, más talento que prudencia —rencorosas cicatrices de tamaño variable marcan su pierna derecha—. Famoso en el barrio por encontrar, entre los sonidos de la lengua española, motivo de diversión más que de erudición. «Sí, rap es lo que quiero cantar ahora. Esa es mi meta».

No tiene anécdotas con Él. Al menos no directamente. Pero tiene mucho que decir y le gusta ser escuchado. Se considera reflejo de la juventud cubana.

—Brother, mira —me toca el hombro—, en cualquier país del mundo la salud y la educación cuestan un billete. Yo tengo a la «pura» enferma con neumonía, y eso ya es una preocupación grande. Gracias a Él no tengo que «quemarme» por el precio de las medicinas.

Es su turno para copiar. Camina en dirección al dueño del local y me hace una seña para que me acerque. «Lo que busco son las películas de estreno, algún documental que esté bueno y los resúmenes de los partidos de fútbol», me comenta sin yo preguntarle. «Ah, y las novelas para la “pura”.

«Todo lo hizo por nosotros», repite como un mantra durante toda la conversación. «Yo fui a la plaza aquel día, el día que estaban los presidentes. No porque me obligaran, y quiero que pongas eso. Cuando la gente importante muere el pueblo va a velarlos. Yo soy el pueblo también. Yo soy Él también». De pronto, se lleva el dedo índice a los labios y besa un anillo gordísimo con una calavera en el centro. Acto seguido apunta al cielo.

***

Las tres historias convergen de manera figuradamente literal en la Plaza de la Revolución, el 29 de noviembre. Algo los impulsa a ir hacia aquel lugar. Algo más que simple curiosidad antropológica.

Nos iniciamos en una época esencialmente desafiante, aunque no como lo anunciaron ciertos «profetas». Aquellos que auguraron —desde noviembre de 2016— que viviríamos entre ruinas, construyendo hábitats diminutos. Sabemos una cosa: no existe camino fácil hacia el futuro. El último firmamento del siglo XX alcanzó nueva luz hace apenas un año. Hay que seguir —como Él— viviendo.

Foto: Abel Rojas Barallobre

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