A pesar de sus 90 años, Felo sube con asombrosa rapidez hasta el copito de un cocotero. Autor: Isairis Sosa Hernández Publicado: 21/09/2017 | 05:31 pm
Gracias a unos buenos amigos pude conocer por fin la cinco veces centenaria ciudad de Baracoa; y esa, mi primera visita, superó toda expectativa previa. Solo con ojos propios puede uno comprobar que allá las plantas son de un verde prístino y que esa presencia de lo real-maravilloso que Carpentier halló a cada paso en los pueblos de Nuestra América, habita también en la más antigua de las villas cubanas.
Rafael Jiménez Fuentes, «Felo», es parte de ese caudal real y maravilloso. Cuando lo conocí, ya sabía que tendría ante mis ojos a quien es, probablemente, el hombre más longevo de Cuba que sube y baja una mata de coco como quien se quita y se pone un sombrero. Pero lo que no imaginé es que este cubano, vital y lúcido a pesar de sus 90 años, pudiera presumir también de otro privilegio no menos singular: un monumento a Antonio Maceo se yergue en su patio.
A su casa llegamos cerca de las diez de la mañana. Para esa hora, ya Felo había traído de su finca la cosecha de coco del día. Cuando esta reportera lo vio y lo escuchó hablar —¡y cantar!—, apenas creyó que sobrepasara los 70. Así que, mientras me narraba la historia de su vida, Felo buscaba su carné de identidad dentro de una gaveta donde guarda fotos, medallas y recuerdos diversos.
«Nací en Sagua de Tánamo. Lo primero que hice fue alzar caña, además de las labores de la casa. Éramos 12 hermanos y yo era el mayor. Vivíamos en un lugar que se llamaba Ramayo, pero un día llegó un tío mío a buscarnos y nos trajo para Playa Duaba».
Tras una pausa breve, como recorriendo las galerías de su memoria, Felo se remonta a ese pasado de pobreza extrema, dictadura e injusticia que tan bien recuerda, a pesar de los años.
«Cuando llegué a este lugar, para mantenernos y sobrevivir, pescaba con cordeles y buscaba cangrejos. Hasta que triunfó la Revolución y me dieron un pedacito de tierra de dos carós*, que sembré de coco.
«Pero antes de eso, aquí en Baracoa no había niños con zapatos. Los muchachos andaban descalzos, así como estoy ahora, con la diferencia de que ellos no tenían más remedio, y yo ando así porque me gusta.
«En el tiempo de Batista, hice un ranchito para arreglar culetas de escopetas e iba al pueblo a buscarles tabacos a los rebeldes. Y en una de esas me agarraron los casquitos (así le llamaba el pueblo a las tropas de la Reserva Militar). Me llevaron para El Castillito (antigua fortaleza colonial que durante la seudorrepública se convirtió en un centro de represión y tortura), me amarraron y me vistieron con ropa de guardia. Creo que para matarme. La suerte mía fue que un señor llamado Pelayo Simón, a quien yo le preparaba los jardines, me sacó de allí. Si no hubiera sido por él, ahora mismo no estaría aquí haciéndole el cuento a usted.
«Por eso le digo a la juventud que esto hay que cuidarlo y defenderlo, y que hay que escuchar al Comandante, porque Fidel es mucho Fidel.
—Mire, ¡apareció mi carné de identidad! Compruebe usted misma la edad que tengo. Y ahora venga, que le voy a mostrar mi finca.
Y me llevó primero a lo que intuyo es uno de sus grandes orgullos en toda aquella porción de tierra que le pertenece: el monumento al Titán de Bronce que la Delegación de Veteranos de la Independencia colocara allí en 1924, como homenaje al desembarco que el 1ro. de abril de 1895 hicieron en aquellas aguas Antonio Maceo, Flor Crombet y otra veintena de revolucionarios, con el noble propósito de incorporarse a la Guerra Necesaria.
«Yo llegué aquí con ocho años, y enseguida me llamó la atención esta columna de mármol. “En este lugar parece que murió alguien”, pensé. Luego me dijeron que era en honor a un tal Maceo que había luchado por la patria. Entonces me dije que si él peleó por Cuba, yo iba a cuidar su recuerdo aquí en Playa Duaba.
«Eso fue de muchacho. Con el tiempo supe mejor quién era Antonio Maceo, pero mire la edad que tengo y no he dejado de cumplir mi palabra».
Felo es pequeño agricultor y vive de vender coco en la cooperativa Perucho Figueredo, de Baracoa. Cerca de 400 de esas plantas pueblan su finca, donde la corriente del río Duaba se mezcla con las aguas saladas de la playa.
De tanto trepar los cocoteros toda una vida, hasta le ha cambiado a Felo la forma de sus pies. Y para no dejarle terreno a la duda, y de paso registrar la imagen en una cámara amiga, en segundos escaló para nosotros una de las tantas palmeras que rodean su hogar.
Sin salir del asombro por la agilidad con que a sus 90 años sube hasta el copito de un cocotero, muy pronto nos inquietó la idea de una caída desde tan alto; pero enseguida una de sus hijas calmó nuestra preocupación con la certeza de que «no pasa nada, está acostumbrado». Y en un abrir y cerrar de ojos, ya estaba este hombre nonagenario otra vez en tierra, caminando y contándonos con gusto la historia de sus tierras.
«Esto era un bejuquero lleno de avispas y cangrejos. Esos cocos que usted ve ahí los sembré yo con estas manos, y hace poco sembré 120 más, para asegurar el relevo.
«A mí siempre me ha gustado trabajar, y hasta el momento no pienso jubilarme. Dejé de ir a la cooperativa porque tengo los ojos muy malos y me da pena, pero cada dos o tres meses entrego 2 000 o 3 000 cocos».
En uno de los extremos de su propiedad, a Felo se le ha formado un islote. Una porción de su tierra, sembrada absolutamente de cocoteros, ha sido separada alrededor de 40 metros del resto de la finca por las aguas caprichosas del río Duaba. Y aunque a los ojos de cualquier visitante puede parecer una imagen paradisíaca —¡porque lo es!—, Felo se queja de este inusual privilegio que no pidió.
«No me gusta nada que el río me esté llevando la finca. Ahora solo me queda un caró. Luego de los últimos ciclones, el río creció y me acabó con muchas matas de coco, y hasta donde llegó el agua, ahí está todavía».
A su «isla» hay que llegar con la ayuda de un bote, si quiere uno mantenerse seco de pies a cabeza. En los pocos minutos que duró la travesía Felo aprovechó para hablarnos con sumo placer de su esposa, Carmen Paumier, a quien le unen 60 años de vida compartida.
«Mi señora tiene una patente para vender dulces: el mejor cucurucho de Baracoa lo hace ella. Tiene 80 años, pero está bien fuerte y hermosa todavía».
En cuanto arribamos al islote, nos condujo hasta otra de sus reliquias: un fragmento del tronco de la que fuera la primera planta de coco que sembró seis décadas atrás. Dice que lo recuerda como si fuera hoy, y que cada vez que se muere una planta, hay que sembrar otra al lado.
«¿Usted ve los 90 años que tengo? Pues ahora mismo yo quisiera tener una finca más grande para seguir sembrando».
Felo recoge del suelo un puñado de tierra con su diestra, y al tiempo que se le escurre de entre los dedos dice: «De aquí sale todo: la caña, el azúcar, el arroz… Esto es vida. La tierra es la que nos da todo».
¿Y el mar?, le pregunto con picardía.
«Ah sí, es verdad, también el mar..., que nos da el pescado y la sal», remató pensativo este hombre dichoso, dueño de la sabiduría que proporcionan la vida y el trabajo, y a quien Raúl llamó una vez —según cuenta Felo orgulloso— «el mambí de Playa Duaba».
*Caró: Según explica Fernando Ortiz en el Nuevo catauro de cubanismos, este vocablo es un galicismo haitiano que se usa como medida agrométrica en el oriente de Cuba. Es la décima parte de una caballería, la cual equivale a 13,42 ha.