Los jóvenes cubanos llevan presente al Che en todo momento. Autor: Roberto Ruiz Espinosa Publicado: 21/09/2017 | 05:02 pm
Muchas anécdotas del Che se perdieron en los primeros tiempos revolucionarios, pero dejó constancia de muchos de sus pasos por la vida y de sus ideas, con esa costumbre de hacer diarios y escribir cartas o contestarlas puntualmente.
En una a su progenitora, desde Bogotá, Colombia, el 6 de julio de 1952, se declara con ciertos temores y complejos que nos lo revelan de carne y hueso.
«Durante una de mis guardias me anoté un punto en contra, ya que un pollo que llevábamos para el morfi (almuerzo), cayó al agua y se lo llevó la corriente. Y yo, que antes en San Pablo había atravesado el río, me achiqué en gran forma para ir a buscarlo, mitad por los caimanes que se dejaban ver de vez en cuando, y mitad porque nunca he podido vencer del todo el miedo que me da el agua de noche. Seguro que si estabas vos le sacabas y Ana María creo que también, ya que no tienen esos complejos nochísticos que me dan a mí».
No obstante su aparente impenetrabilidad al primer golpe de vista, y su carácter calificado de ríspido, era una persona muy bromista y alegre. Incluso su padre declaró que «Generalmente tomaba a chacota todas las cosas (…) y no aparentaba tener esa profunda sensibilidad de la cual dio amplias pruebas en su vida».
Uno de sus compañeros de la guerra en las montañas orientales cubanas, recordó:
«A los nueve meses de mi matrimonio nacieron mis hijas, jimaguas. Al Che le gustaba verlas y un día me dijo: “Alberto, ¿cuál de las dos es la tuya y cuál la de Cancino?”.
«Cancino era —precisa el testimoniante— un compañero amigo mío de Amancio Rodríguez, que había venido en la guerra y no tenía dónde vivir y lo alojé en mi casa. El Che rio a más no poder».
Uno entre nosotros
Hernando López Martínez ilustró la primera edición del libro Guerra de Guerrillas, escrito por Guevara, y este le dedicó así uno de esos ejemplares: «Al más gruñón de mis colaboradores en la tarea de consolidar el poder conquistado, con cariñoso saludo, del Che».
«Su humor era cáustico, en eso nadie le ganaba. Muchas anécdotas tengo en mi memoria y en mi alma sobre él», argumentó Hernando.
Cita que en el poblado de Fomento, en la antigua provincia de Las Villas, en un aparte en que el jefe guerrillero comía algo, lo miró y el Che le preguntó si quería un poco, y entonces le dio una parte de su propia comida.
Años después, en el Ministerio de Industrias, el Guerrillero leía en una revista extranjera un artículo que comentaba lo equitativo que era el Comandante argentino, y al leer ese párrafo, Hernando le dijo en broma:
«Oye, Che, yo no creo que tú seas tan equitativo como dice ese reportaje, pues aquel día en Fomento, ¿recuerdas cuando estabas comiendo, yo te miraba y tú no acababas de darme un poco para saciar mi hambre…?».
Entonces lo miró y le repuso, sin pensarlo apenas: «Chico, no te quejes, que tú estabas con una rubia lindísima aquel día y ni siquiera me brindaste».
Enseñaba a todos sus combatientes, por ejemplo, que de un cigarrillo, cuando no hay más, fuma una escuadra completa: que de una latica de frijoles come un pelotón, y a partes iguales, entre jefes y combatientes, sin ningún tipo de diferencia.
«Además de las abundantes virtudes conocidas, tenía la de amar a los animales y dio muchas muestras de eso. Me acuerdo —contaba su padre— de una perra en Alta Gracia que tenían los chicos. Se llamaba Bolita. Un día que había mucho frío, se metió en la chimenea y apareció chamuscada; había un olor a perra quemada terrible. Ernestito la cuidó y no se murió. Él era muy tierno con los animales y muy tierno con las personas».
Alberto Granado, sobre el recorrido en moto de ambos, contó que llegaron un día a Los Ángeles, pero con muchos líos en el camino. En ese pequeño poblado trabajaron como bomberos. Como allí hay mucho bosque, los bomberos son voluntarios, gente de la zona.
Los dos durmieron donde se guardan los carros-bomba y les tocó en suerte o en desgracia que aparece un fuego y allá fueron para ayudar a sofocarlo. Los bomberos se dividieron en dos grupos. Granado fue con el de las mangueras y el Che, como siempre, fue a donde le parecía más difícil la cosa, según precisó el propio Alberto.
Cuando se terminó aquella jornada regresó muy contento y le enseñó al amigo un par de gaticos que se habían quedado encerrados allí y que él había rescatado de las llamas.
Entre la ternura y la energía
«El 11 de septiembre de 1967 —anotaron Adys Cupull y Froilán González— Inti Peredo escribió que el Che reinició con fuerza su educación sobre el grupo, especialmente para mejorar algunas debilidades que se estaban notando. Sus charlas, retos o descargas —como las llamaba— tenían a veces el carácter de consejo de padre a hijo y en otras era enérgico y duro como correspondía a las circunstancias».
También sabía ser tierno, especialmente cuando se acordaba de su familia o de los compañeros que formaron parte de su vida militar, como el Tuma o Rolando.
Un día, al recordar a sus hijos, contó con un sentimiento de cariño y nostalgia la última conversación que había sostenido con su hija Celita. Próximo a partir definitivamente de Cuba, fue a su casa para ver por última vez a los niños y despedirse de ellos. Como es natural, iba caracterizado de Ramón, el hombre maduro con fachada de comerciante que recorría buena parte del mundo, burlando la vigilancia de la CIA. Su disfraz era tan bueno que no lo reconocieron ni la posta que estaba en su casa, ni su propia hija.
Che la tomó en los brazos, después la sentó en las piernas y le acarició la mano. La niña le dijo a Aleida, su esposa, que presenciaba la escena: «Mama, ¡este viejuco me quiere enamorar!”».
Tenía debilidades. El escritor soviético Levrestski señala varias y así lo dice: «De todas las debilidades humanas, quizá solo tuviera tres: el tabaco, los libros y el ajedrez».
El Comandante Guevara era duro, sí, inflexible con lo mal hecho, pero no déspota. Y sabía lo importante que era criticar los errores sin perder tiempo y de modo ejemplarizante. Un compañero de la guerra ha contado algo que él le narró.
«Luego se realizó el fusilamiento simbólico de tres de los muchachos que estaban unidos a las tropelías del chino Chang, pero a los que Fidel consideró que debía dárseles una oportunidad. Los tres fueron vendados y sujetos al rigor de un simulacro de fusilamiento; cuando después de los disparos al aire se encontraron los tres con que estaban vivos, uno de ellos me dio la más extraña y espontánea demostración de júbilo y reconocimiento en forma de un sonoro beso, como si estuviera frente a su padre», contó el Che..
Otro guerrillero narró una anécdota que revela muy bien su firmeza:
«De pronto allí frente a nosotros, vimos una faralla enorme, separada de otra por un espacio de metro y medio aproximadamente. Y esa faralla había primero que escalonarla, para luego saltar el espacio entre ambas (…) ¿Y qué sucedió? Pues la gente no quería continuar, miraban la faralla y no querían dar un paso.
«Ahí el Che se quedó observándonos a todos. Y enseguida dijo que él subiría primero, y diciendo y haciendo comenzó a escalar por aquel pedregón enorme, arañando la piedra como un felino de la selva (…) Y uno lo veía subiendo y pensaba: ese es Ramón, ese es Fernando, ese es el Che (…) y subió la faralla y venció aquel obstáculo y luego todos lo seguimos».
En el combate de Bueycito, donde perdiera la vida Ciro Redondo, el refuerzo del ejército de la tiranía logró pasar la línea de fuego de los rebeldes. Estos entonces tuvieron que retirarse. En medio del combate, alguien le gritó al Che que se tirara al suelo.
«¡Tírense ustedes!», fue la respuesta. Y de pie sobre la loma descargó sobre el enemigo su último cargador de municiones.
El primer encuentro
Una trabajadora del Ministerio de Industrias —cuando aquello con 19 años— dio su visión del Comandante Guevara:
«Mi primer encuentro directo con él fue en el teatro del Ministerio, en una reunión con todos los jóvenes. Cuando lo vi de cerca, tuve una impresión imborrable y maravillosa, escuché su conversación como la de un joven hablándole a otros jóvenes, un hombre de un extraordinario talento, amplia cultura, sencillez exquisita, gran capacidad de transmitir lo que quería decir, capaz de hacerse entender de forma clara y precisa por todos, convincente, bello y cautivador, con aquel acento argentino y melodioso que tanto nos gustaba».
Manuel Escudero, considerado el primer mensajero del Che en la Sierra Maestra, refirió algo que ejemplifica la rectitud del Che.
Una mañana —fenómeno nunca visto en países del Tercer Mundo y mucho menos del Primero— el Ministro de Industrias se monta en la parte trasera de un camión de su organismo y parte, mezclado con sus trabajadores, para realizar una jornada productiva directa en los campos.
Se ha escogido el día de descanso predilecto: un domingo. Cuando el vehículo pasa frente a un puesto donde se está colando café para su venta al público, se detiene y los movilizados descienden alegres para probar un buchito.
El hecho tiene lugar en la ciudad de Güines, en La Habana. El Che, como los demás, se ha colocado ante el mostrador de la cantina y espera que le sirvan su olorosa tacita. Justamente cuando lo hacen, él se vira hacia el que está a su lado y se le oye decir, con humildad y cierta dosis de pena: «Por favor, pagá vos, que no traje dinero».
Nota: Estas anécdotas se recogen en el libro inédito del autor El hombre de la casa rodante.