Graduados de la UCI, 1855 Ingenieros informáticos. Autor: Roberto Ruiz Espinosa Publicado: 21/09/2017 | 04:59 pm
Todos quieren salir en las fotos. Tal vez estas sean las últimas de su vida universitaria, o mejor, las primeras del largo camino como profesionales. Son 1 855 ingenieros. Se dice fácil, pero si se piensa en facultades, grupos, albergues, materias, sueños... esta graduación, la cuarta hornada de la Universidad de Ciencias Informáticas, roza el delirio.
Está apretado el Carlos Marx, y muchos, que quizá pasaron la carrera sin conversar un día, ahora parecen posesos de una pegajosa euforia. Se abrazan ante el flash, levantan los brazos como en un escenario reguetonero; hacen una ola desordenadamente bella, que termina salpicándonos por completo.
«Aquel es el mío», me dice una madre, y agrega con un timbre rotundo: «título de oro». «A mí se me gradúa el mayor», comenta un señor altísimo, en quien se advierten las marcas del mucho trabajo. «Mira el novio de Yuni», grita una muchacha hermosa casi en el fondo de la platea.
Y uno sabe que este acto, que se parece a tantos otros, es sin embargo único, porque hay miles de familias, y de lágrimas, y de ilusiones, y de maestros que no salen en los diplomas, pero valdrían las medallas inconmensurables de la vida entera.
Es una enorme casa de estudios: con alumnos de Minas de Matahambre, Cauto Cristo, Nuevitas, Barajagua, Güines, Baracoa... de Cuba, todos de Cuba, aprendiendo y produciendo, según el concepto que ha desarrollado con buen tino la institución y que ya ingresa dividendos importantes al país.
Porque cuando un informático contribuye al funcionamiento de un centro médico en Venezuela; o salva de peligrosos virus a una empresa cubana, o hace un reporte de vulnerabilidades para un laboratorio, emplea su talento y su honradez profesional en crear, sencillamente, el bien común, la utilidad suprema del conocimiento.
Cada uno de los que pasan este umbral del tiempo docente y reciben —junto al pergamino de papel alba— su ubicación laboral, puede que se dé cuenta hoy de la mayor enseñanza en estos cinco años: aprender a aprender. Formarse en el teclear diario, para al cierre de la jornada programar el software de la sabiduría.
«Somos amor, somos el mundo», cantaron al final los artistas aficionados de la escuela, en una versión conmovedora del mítico coro de los 46. La platea alta se levantó con los brazos tomados. Algunos padres ahuyentaban de los ojos no sé qué arenisca. En la presidencia, el ministro Díaz Canel, el héroe Jorge Risquet y los demás invitados comenzaron a palmear lentamente.
Es verdad: cada uno, este lunes, fue el amor, levantó el mundo. ¿Acaso no es eso la felicidad?