«El 70% de la buena literatura es lenguaje», afirmaba el ya inmortal escritor que contribuyó como pocos en la última centuria a la afirmación de las letras lusas en todo el mundo. Autor: Internet Publicado: 21/09/2017 | 04:58 pm
A la entrada, junto a la puerta marcada con el número 3, un discreto grabado indica que allí viven Pilar del Río y José Saramago. No hay mucha diferencia entre esta y las viviendas vecinas de la comarca de Tías, en Lanzarote, salvo el cartel que la nombra, «A Casa» —«la Casa»—, y que recuerda esas denominaciones que le da el escritor portugués a muchas de sus criaturas: «el Rey», «el Hombre», «la Mujer», «el Centro», «la Caverna», «la Balsa»...
Es Pilar, periodista y traductora de la obra de su esposo, quien nos invita a ver un video sobre la visita que en 1999 hizo el Premio Nobel a Cuba y que reseña también el encuentro de toda la tribu Saramago-Del Río con Fidel. También, hará notar el cuadro con la imagen de La Bodeguita del Medio, que cuelga a la entrada de su despacho. Y contará detalles de la presentación del último libro del Nobel, El hombre duplicado, en el Teatro Colón, de Buenos Aires, ante 4 200 personas. Allí, en un cartel gigante habían escrito: «Saramago, te queremos, pero queremos a Cuba también». Pilar recuerda lo que comentó José cuando lo vio: «Yo también quiero a Cuba».
Pero me enteraré de todo esto después. Antes, se produce la entrevista. En ese largo diálogo descubro que el ser humano esencial que escribe sus libros, es el mismo que tengo delante. En la despedida, nos abrazó uno a uno, y cuando me tocó el turno, solo atiné a decirle muy bajo: «no deje de querernos, no deje de querer a Cuba». Todavía me estremece ese «nunca» que escuché con la cabeza apoyada en su hombro.
—He visto que todos los relojes de esta casa siguen detenidos a las cuatro de la tarde...
—Es la hora en que Pilar y yo nos dimos cita por primera vez. Pilar es el centro de mi vida desde que la conocí hace 17 años. Fue idea mía parar los relojes de esta casa a las cuatro de la tarde. Eso no significa que el tiempo se haya quedado ahí, sino que es como si el reloj marcara la hora en la que el mundo empezó.
—En El año de la muerte de Ricardo Reis usted desliza una frase que no se puede escribir sin haber sentido profundamente lo que está diciendo: «La soledad no es estar solo; la soledad es estar donde ni uno mismo está».
—Hay una soledad ontológica —el ser está ahí—, que nos dice que somos islas, quizá en un archipiélago, pero islas de todos modos. En las islas de un archipiélago se puede establecer comunicación, fuentes, correos, pero la isla está ahí, frente a otra isla. Tal vez el símil es fácil, banal. Las personas viven con esa soledad sin darse cuenta, o dándose cuenta de ella a ratos.
«Hasta ahora hay dos únicas formas que hemos inventado, que a veces funciona y, otras, no funciona más, pero que nos sacan de la soledad: la amistad y el amor. Pero el amor tampoco es una cosa que pueda ocurrir a los 18 años, y mantenerse de la misma forma hasta los 80. Uno tiene dos, tres, o cinco, y a veces más amores en su vida, y todos son eternos.
«Pero a los 63 años, cuando he conocido a Pilar, todo lo que antes había llamado amor —incluso cuando fuera apasionado, loco, imbécil, tonto, disparatado—, todo eso en el fondo era nada, si lo comparaba con lo que me estaba ocurriendo tras el encuentro con esta mujer, extraordinaria desde todos los puntos de vista. Aunque parezca un poco dura, es la bondad en persona, en un sentido muy claro para ella: está en el mundo para ayudar.
«Hay un detalle de su biografía que podría explicar esta postura: ha sido monja, teresiana, durante seis o siete años. Lo dejó poco después de los 20 años, y yo he tenido la suerte de encontrarla.
«La verdad es que, a los 63 años, ¿qué espera la gente de la vida? Nada. Lo que ha vivido lo ha vivido y punto, y ahora a aguantar. Se tiene la idea de que lo que la vida tenía para dar, ya lo dio. Y en este caso, lo que la vida tenía para dar, finalmente, lo dio a partir de esa fecha. Y nuestra relación no es solo amorosa, sino de trabajo».
—Usted ha dicho que no tiene ninguna ilusión en la familia como institución...
—Ninguna, y no es porque en mi caso particular mi familia en el sentido biológico ya esté reducida a una hija que nació en el 1947, prácticamente contemporánea de Pilar, y a dos nietos. Por tanto, esa es la familia. Pero esto me ocurrió desde antes, aun cuando tenía mis abuelos —el abuelo Jerónimo Melrinho y la abuela Josefa Caixinha—, que se han convertido en las figuras míticas de mi vida...
«Fui un niño muy serio, melancólico. Yo salía de mi casa, solo, y me iba por los olivares que coloreaban Azinhaga, mi pueblo —que ya han sido arrancados y sustituidos por otros cultivos. Me iba hasta el río que pasa cerca de mi casa, y hasta más allá, al Tajo. Solo, siempre solo. ¿Qué ha sido verdaderamente mi familia? Mis padres me querían muchísimo, como es natural, pero siempre he tenido la sensación de que la familia no es esto, que no debe ser solo esto.
«Nuestra vida no fue, materialmente, fácil. Y eso crea tensiones. Por otro lado, la adaptación de mi padre, saliendo de un pueblo para irse a vivir a Lisboa, tampoco fue fácil. Dejó el pueblo como una especie de nuevo rico y descubrió otro mundo. Eso complicó un poco su personalidad, con reflejos en la vida íntima de la familia.
«Yo, que a la vez tengo una muy fuerte necesidad de una familia, no tengo el sentido de una familia.
«Por tanto, si hablamos de soledad, puedo decirte que en mi vida nunca he vivido solo y que, por lo tanto, podría decirse que no he tenido la experiencia real y efectiva de la soledad. Pero aún así yo la conozco».
—En su literatura, el Sur no es solo un espacio con el que Europa está en deuda, sino un referente ético. Por cierto, el Sur latinoamericano ha sido especialmente receptivo a su obra...
—Todo en mi vida sucedió tarde, pero como tuve y sigo teniendo la suerte de una vida larga, me ha permitido vivir lo que en circunstancias distintas no habría sido posible. Salí por primera vez de las fronteras de mi país a los 47 años, y he logrado viajar a toda la América y descubrir esa otra isla desconocida que yo quería tener. La relación que tengo con los lectores latinoamericanos es extraordinaria. En México ya no soy Saramago; soy José.
«La última novela, El hombre duplicado, se presentó en Buenos Aires, en el Teatro Colón, que es uno de los más grandes del mundo. Caben más de 4 000 personas. En la presentación de un libro que no es más que eso, un libro, y no hay copas y yo no canto, y tampoco bailo, el teatro estaba totalmente lleno y quedó gente fuera, sin poder entrar. ¿Se imagina lo que es entrar en un teatro y encontrarse 4 000 personas solo por un libro? Eso generó en mí un sentimiento apabullante de responsabilidad. No puedo defraudarlos. Lo que escribo, por tanto, es para ellos».
—Creo que fue en México donde fundamentaba la idea de que está en armonía con un mundo que no le gusta. Y, efectivamente, usted es de los pocos intelectuales que dice abiertamente lo que piensa.
—No creo que seamos tan pocos, lo que pasa es que somos pocos los que, siendo muy conocidos, tenemos esa postura. No faltaron escritores que criticaron abiertamente la guerra contra Iraq, pero eso no trasciende, no es noticia internacional. Se ha creado una opinión engañosa de que solo esos tres o cuatro que aparecen en la prensa, son los que están contra el poder. Detrás de ellos hay muchísimos. Lo que pasa es que solemos comparar fácilmente los tiempos de ahora con los de los años 60...
—Saramago sigue siendo «un comunista recalcitrante», como lo llamó L’Osservatore Romano.
—Así me llamaron, pero yo diría mejor que soy un comunista libertario. Alguien que defiende la libertad de no aceptar todo lo que venga, sino que asume el compromiso junto con tres preguntas que deben ser nuestras guías en la vida: ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Para quién? Esas son las tres preguntas básicas, y efectivamente, uno puede aceptar un conjunto de reglas, y disciplinadamente acatarlas, pero tiene que mantener la libertad de preguntar: ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Para quién?
—Y habiéndose hecho las preguntas, ¿ha prefigurado a partir de ahí alguna utopía?
—Le confieso que hay dos palabras que no me gustan nada: «utopía» y «esperanza». Y no me gusta «utopía» porque la misma palabra lo está diciendo: es algo que está en algún lugar que no se sabe dónde. Es algo que siempre se está posponiendo, algo así como: «llegará el tiempo en que uno será feliz, no habrá hambre y la justicia respetará la dignidad humana». Todas esas cosas tontas, toda esa retórica que ya cansa. Eso no es para ahora. Lo vas a tener. ¿Y cómo sabes tú que lo vas a tener? ¿Por qué me prometes para el año 2400 algo que tú no sabes? No digas que está ahí, esperándome. Dime mejor qué estás haciendo hoy, ahora, y si lo que estás haciendo hoy, ahora, va en esa dirección. Si es así, estupendo. Vamos a trabajar, sabiendo que hay árboles que plantamos y que tal vez su sombra no nos acoja, porque su crecimiento es muy lento, y que tal vez tampoco comeremos de su fruto. Pero, no obstante, lo plantamos porque esperará algún día por otros.
—Eso significa, que usted de todas formas no es tan pesimista como lo pintan...
—El problema, Rosa, es que el mundo no muestra ese espíritu del cual te hablaba. Digo que hemos llegado al final de una civilización, y sobre lo que viene después no tenemos ninguna idea. Puede incluso que en el futuro sobrevenga un nuevo arrianismo. ¿Quiénes se van a beneficiar, por ejemplo, de la ingeniería genética? ¿Los que se están muriendo de hambre en este mundo? —por cierto, ¿sabe que cada cuatro segundos se muere alguien de hambre? ¿Se beneficiarán los hambrientos con la ingeniería genética, o los otros, los altos, los guapos y los rubios?
—Terminemos esta entrevista rescatando algún sentido para las palabras que nos han sido robadas, como dice Eduardo Galeano. Quiero invitarlo a que las recomponga o le dé su propio significado...
—Bien...
—Izquierda.
—Duda.
—Derechos Humanos.
—Te doy una respuesta más larga. Le diría a los partidos de izquierda que todo lo que se le puede proponer a la gente está contenido en un documento burgués que se llama Declaración de los Derechos Humanos, aprobado en el año 1948 en Nueva York. No se casen con más propuestas. No se casen con más programas. Todo está dicho allí. Háganlo. Cúmplanlo.
—Libertad.
—A por ella.
—Saramago.
—Hace lo que puede.