«Me alojé en casa de una familia del movimiento de solidaridad con Cuba; gente maravillosa, que me ayudó incluso a enderezar la cobertura», cuenta Raimundo. Autor: Yuliet Gutiérrez Publicado: 21/09/2017 | 04:57 pm
Todo fue muy rápido. El jueves 25 de junio de 2009 le anunciaron que debía viajar a Honduras para cubrir la Cuarta Urna; el sábado 27 voló desde La Habana a Tegucigalpa y el domingo 28 despertó con la sorpresa de un golpe de Estado.
Y como en esas películas míticas en que el periodista, cual jinete solitario, abre paso a la verdad desafiando a los más poderosos, Raimundo López, enviado especial de la agencia Prensa Latina, siguió los acontecimientos en esa nación hasta que, a los cuatro meses de su estancia allí, se le venció la visa.
Para quienes estuvimos atentos a su labor, ha sido una muy buena noticia que la Unión de Periodistas de Cuba le entregara recientemente el premio ramal de Periodismo Guillermo Cabrera Álvarez, en la categoría de Prensa escrita. No podía pasarse por alto una cobertura que, no exenta de riesgo para la vida del corresponsal, ayudó a romper el cerco mediático común en estas componendas oligárquicas.
Quiso Raimundo volver a Honduras, pero las gestiones resultaron infructuosas. Ahora se encuentra en los preparativos para viajar a San Salvador, donde Prensa Latina abrirá una corresponsalía. Desde luego, no lo dejamos escapar y antes de poner los pies en otro avión nos cuenta de sus vivencias en la tierra del Copán.
—Si los militares cortaron las comunicaciones desde el inicio del golpe, ¿cómo pudo reportar los hechos?
—Ese día me desperté muy temprano, de madrugada. Estaba viendo el canal 8 cuando empezaron a pasar los cintillos de que había un golpe de Estado. Me sorprendió. ¡¿Quién se lo esperaba?! Averigüé entre los compañeros de la Embajada cubana dónde había una conexión a Internet y envié los tres primeros párrafos de una nota, lo que en agencia llamamos urgente. La otra información, mucho más extensa, no pude transmitirla; ya habían cortado la electricidad y las comunicaciones.
«Me salvó la cobertura del 28 y del 29 un celular que me prestó un periodista hondureño, amigo de Cuba, que tuvo la gentileza de irme a ver el día de mi llegada. En Prensa Latina tenían el número y me llamaban con cierta frecuencia, para que yo les dictara mi nota o les pasara los datos y ellos la redactaran».
En medio de una situación tan tensa, el cubano se dirigió al escenario cardinal. La casa presidencial estaba tomada por los militares y a la vez cercada por una convulsión popular. Llegó como a las ocho de la mañana; entonces empezó a conversar con las personas y a identificar dirigentes y entrevistarlos. El día se le fue como en una vuelta de página, y no pudo separarse del libro de la vida que se levantaba ante sus ojos.
—Descríbanos esa noche…
—Decidí quedarme con la multitud; quería ser testigo de lo que aconteciera. Fue una larga madrugada. Estaban las barricadas como a 300 o 400 metros de un lado de la avenida y al otro extremo grupos de jóvenes tratando de proteger a los manifestantes que se incorporaban y vigilando para avisar por si venían el ejército o los antimotines. Había unas 5 000 personas. Cantaban, coreaban consignas, exigían el regreso de Mel (el presidente constitucional Manuel Zelaya).
«Hubo un momento muy emocionante para mí, cuando por el altavoz dijeron: “Prensa Latina está aquí con nosotros”. Eso me gustó; sentían nuestra presencia. También conversé mucho con Juan Barahona, el líder del Frente de la Resistencia. Recuerdo que, como yo estaba perdido en Tegucigalpa, él bromeaba con que una de mis primeras preguntas debió ser por dónde salir si atacaban y que la respuesta me la daría yo mismo».
Con los días, siguió persiguiendo la noticia, auscultándola en el terreno, porque a los medios hondureños contra el golpe los mantuvieron cerrados o bloqueados. Ni el tiempo ni la premura le impidieron colaborar con la prensa progresista de numerosos países. «Llovían las llamadas y nunca dije que no; era otra forma de denunciar lo que estaba pasando en Honduras», nos ratifica.
Como desconocía los vericuetos de la ciudad, más de una vez se vio atrapado en el caos de las revueltas, en las que miles de personas se enfrentaban como podían a sus represores. El terror reinaba, y en sus predios los asesinatos eran selectivos, con el actuar disimulado de los escuadrones de la muerte.
—¿Sintió temor?
—Preocupación a veces sí, sobre todo por las noches, cuando tenía que regresar solo de lugares muy apartados, donde cualquier cosa podía pasar. En esas circunstancias no tienes tiempo para pensar; actúas intuitivamente.
—¿Nunca fue molestado o amenazado por los golpistas?
—Realmente no. Solo tuve una vez un roce con la policía; pero en cuanto me identifiqué, me dejaron continuar. La represión fue contra los fotorreporteros o camarógrafos, porque lo que más les preocupaba a los golpistas era el testimonio gráfico de su brutalidad. Algunos compañeros fueron golpeados, a otros les robaron sus cámaras.
«Tengan en cuenta también que es un régimen que acababa de romper con el orden establecido y todavía no estaba muy bien organizado en algunos aspectos como el control de la prensa extranjera, porque han tenido que ocuparse de otros asuntos más urgentes, como la resistencia popular y el aislamiento internacional».
—¿Un momento difícil?
—El 5 de julio, en que estaba previsto el regreso de Zelaya por el aeropuerto. Un certero disparo de fusil de alto calibre le reventó la cabeza a un pobre muchacho. Logré atravesar la multitud diciendo que era periodista cubano y llegué hasta él. Ya la gente lo había rodeado de piedrecitas y cantaba el himno. Ver aquel cuerpo ensangrentado y parte de su masa encefálica tirados allí, en el piso, fue muy duro, impactante…
—¿Quedará impune el golpe de Estado en Honduras?
—Creo profundamente en que la rebeldía de un pueblo es muy difícil de derrotar. Y lo que con más emoción recuerdo es cómo esa gente se levantó de manera espontánea y ha resistido durante tanto tiempo, a pesar de la represión. Los golpeaban salvajemente y al día siguiente salían a la marcha pacífica con el mismo entusiasmo y ánimo de lucha, sin importar los moretones, los palazos en la espalda o las manos hinchadas.
«Había quienes no iban a las marchas porque no tenían dinero para pagar el transporte o tenían otras limitaciones. Con ellos se logró crear una red de voluntarios que aseguraban agua y comida a los manifestantes. El movimiento popular casi resurgió de la nada, pues allí la izquierda fue muy golpeada en los años 80, y también el neoliberalismo acabó con los sindicatos. Ha sido una respuesta increíble, en la que se han agrupado muchos sectores, desde los comunistas hasta los grupos gay.
«Lo sucedido en Honduras no es un hecho aislado de lo que acontece en el continente. Es la respuesta de Estados Unidos al destape del movimiento progresista que, como una mancha, cubre América del Sur y se ha expandido a América Central —considerada siempre su retaguardia segura—, con gobiernos como los de Daniel Ortega en Nicaragua y Mauricio Funes en El Salvador. La experiencia nos demuestra que hoy más que nunca tenemos que estar alertas».