Almeida y otros jóvenes revolucionarios que participaron en la lucha contra la dictadura de Batista. Autor: Juventud Rebelde Publicado: 21/09/2017 | 04:51 pm
Creo que nadie puede poner en duda el coraje y valor personal del Comandante de la Revolución Juan Almeida.
Cuando vi una foto suya por primera vez al lado de Fidel en el Vivac de Santiago que tenía de fondo una imagen descolorida de Martí, la figura de aquel negro flaco, bajito, con cansancio evidente, cuyo nombre no recuerdo que apareciera en el periódico, al lado de otro negro bien negro, lustroso, que era Armando Mestre y del flaco, casi esquelético, Oscar Alcalde, me impresionaron todos por las miradas altivas y los ojos relucientes.
Aunque entonces era un mozalbete sin convicciones políticas definidas la foto llamó mi atención. Fue mucho después cuando me identifiqué con la causa que los llevó vivos, casi por milagro, a aquel Vivac.
La lectura de La Historia me Absolverá y el recuerdo de mi pariente lejano Marcos Martí fueron el motor pequeño que me hizo incorporarme, como uno más, al llamado motor grande que desencadenaron. Ya en la cárcel identifiqué la imagen de aquella foto con la del capitán y luego Comandante Almeida y me dio la idea de asociarlo con José Maceo.
Lo conocí personalmente después del triunfo de la Revolución. Me agradó siempre no solo por su historia sino por su sencillez y su forma directa y precisa de plantear las cosas, y por algo innato, su pulcritud.
Buen conversador y ameno en círculos pequeños, no se sentía cómodo si tenía que hacer un discurso o hablar en público.
Estuve bajo su dirección pocos meses en Camagüey durante la zafra del 70 y aprecié que rechazaba a los compañeros que con la excusa del trabajo tremendo que tenían andaban con las ropas sucias y sin afeitarse, casi con la pretensión de simbolizar así su laboriosidad. Además de criticarlos mirándoles a los ojos siempre estaba limpio y afeitado. Recuerdo que decía que cuando antes del Moncada era albañil y solo tenía una camisa, la lavaba, tendía y planchaba, pero que siempre salía limpio aunque tuviera que hacer lo que llamábamos «la paloma».
Cuando fue designado para dirigir la zafra en Camagüey indicó que convocaran a todos los cuadros de dirección de la provincia en el teatro del Comité Provincial del Partido. Esa era parte de mis responsabilidades y preví suficientes cintas de grabar pues pensé, como muchos otros, que sería como solíamos hacer, una extensa reunión donde se examinarían todos los aspectos negativos que estaban incidiendo en el atraso de las metas de la provincia.
Esa fue la reunión más rápida que he visto. No hubo discursos o intervenciones previas. Llegó, se sentó en la presidencia, me indicó que no pusiera el himno y sin que lo presentaran se paró y en una intervención de apenas dos o tres minutos nos dijo que le habían encargado esta tarea, la división en cuatro de la provincia y que esperaba que todos cumpliéramos lo que nos correspondía y nos envió de inmediato a nuestras posiciones.
Ese que gritó en medio del desastre de Alegría de Pío cuando los conminaban a rendirse la frase que por años se atribuyó a Camilo y que nunca reclamó su paternidad: «¡Aquí no se rinde nadie, c….!» se atribulaba y preocupaba antes de entrevistas oficiales y rehuía hablar en público.
Lo acompañé en varios recorridos por países africanos. Uno de ellos fue en abril y mayo de 1990 en que asistió al X aniversario de la independencia de Zimbabwe, visitando luego Zambia, Tanzania, Uganda y Congo con escala técnica en Burundi, que se convirtió también en visita, y también con escala en Nairobi, Kenya. Antes de llegar a Uganda se entrevistó con los presidentes de esos países y además en Zimbabwe con los presidentes de Namibia y Bostwana, Nujoma y Masire. Para todas esas entrevistas le preparaba proyectos de los asuntos más relevantes de las relaciones con esos países. Al excelente traductor que nos acompañaba lo alertaba lo mejor que podía del estilo del Comandante.
Me daba cuenta de que eso le servía para romper el fuego pues siempre lograba sentirse cómodo a los pocos minutos, particularmente con estos líderes africanos que también eran dirigentes de origen popular, y entonces añadía muchas cosas de su cosecha. Tenía que estar muy atento para los informes que había que hacer pues esos añadidos no eran de mi elaboración.
En Uganda sostuvo una extensa y fraternal entrevista con el presidente Museveni y fuimos invitados al acto central por el Primero de Mayo que se iba a celebrar en un central azucarero en el distrito de Lugazi, a unos 40 km de la capital, Kampala.
Aceptó la invitación y preguntó si tendría que hablar y con alivio recibió la respuesta de que solo requerían su presencia representando a la Revolución Cubana.
Antes de partir y al inicio del propio acto me insistió en que verificara esa información. Su instinto de guerrillero le indicaba que una emboscada se preparaba. Con nosotros viajó el primer viceprimer ministro Eriya Kategaya a quien le pregunté y me confirmó que no estaba previsto que hablara.
Presentaron la presidencia del acto y la presencia de Almeida produjo una sentida ovación.
Vinieron los discursos. Primero la Secretaria General de los Sindicatos, el Ministro del Trabajo y finalmente Kategaya leyó un mensaje de Museveni a la nación. Al finalizarlo se produjo la emboscada que estaba presintiendo el Comandante. Reiteró que se encontraba Almeida en representación de Cuba y de Fidel, hizo una breve sinopsis de su historial de combatiente y dijo que a nombre del pueblo ugandés le pedía un saludo.
Comenzó entonces un desfile militar y de bloques de obreros y también representaciones culturales.
Yo estaba detrás del Comandante que se volteó molesto y me dijo que me había insistido en que lo verificara, que debía haberme preparado para esa eventualidad, en fin, un desastre para mí como responsable de los detalles de la visita. Lo veía que se movía en la butaca intranquilo. Todos los demás acompañantes también estaban tensos.
Las invitaciones para la ceremonia no eran las usuales. Eran de cartulina casi del tamaño de una hoja de papel. Cogí la mía y la de Burgos y comencé con letra de molde grande a escribir un breve proyecto de saludo para ese acto a una velocidad supersónica. Me inspiraban los dioses o el temor a la segura reprimenda ulterior.
Este hombre, al que un balazo en el pecho del que lo salvó su cuchara, y que no se detuvo por ello en el asalto al cuartel del Uvero se ponía intranquilo ante esta escaramuza. Felizmente el desfile no era muy organizado y se demoró y las piruetas danzarias de nuestros ancestros también se dilataron y cuando tenía escritas tres hojas lo toqué en el hombro y se las di diciéndole: «Comandante, quizá esto lo pueda ayudar». Las ojeó y se viró y me dijo algo así como que era un bárbaro.
Cuando lo llamaron a decir unas palabras fue acompañado del traductor y comenzó a leer lo que le preparé, pero a la segunda o tercera frase bajó los papeles y siguió improvisando. Pienso que se preparó mentalmente presintiendo que ocurriría lo que sucedió. Fue una intervención muy sencilla, sin frases altisonantes, que llegaban hondo y le salían del corazón, que aquella bala del primer gran combate victorioso del Ejército Rebelde no logró paralizar.
(Este artículo forma parte de un libro en proceso de edición)