Zoraida Montiel Alfonso. Foto: JOPA El muchacho llegó al aula con los puños crispados. Ella lo miró firme, pero bondadosa. Lo mandó a sentarse. Él dudó y luego obedeció... ¡total, le haría talco la paciencia como había pasado con el resto de los maestros!
Sonó el timbre. «Todos se pueden ir, menos tú», dijo la pequeña mujer con la rectitud de una regla y la suavidad de un pétalo. El muchacho parpadeó, quedó tenso, aquella muchacha lo retaba y él asumiría el combate. De seguro lo iba a amenazar, como los otros profesores; le hablaría de penitencias y halones de orejas.
El aula quedó en silencio. Ambos se miraron sin bajar la vista. Ella comenzó su estrategia de desarme: «Serás el jefe de esta hilera donde estás sentado, pero tendrás que ser ejemplo. Cuando toque el timbre revisarás que estén bien peinados, las uñas limpias y recortadas, el uniforme planchado y los zapatos como un espejo...».
La maestra, descubierta bajo la pintora que ha surgido en ese estado de gracia llamado jubilación, sonríe al mismo ritmo de los balancines del sillón desde donde me cuenta: «Eufemio, al otro día, vino que era un pincel. ¡Traía hasta una libreta y un lápiz para anotar las incidencias de su jefatura...!» Sus ojos se achican por el cariño y dice en un susurro cómplice: «Te confieso que fue el alumno que más me quiso».
Tras esos ojos y esas canas de una mujer que nació en Punta Alegre, el 14 de diciembre de 1926, y creció en Chambas, se esconde el orgullo por una profesión que le ha tallado el alma. «De niña siempre soñé con ser maestra. Mis padres eran pobres, pero yo sabía que lo lograría», afirma al recordar que, a los 13 años, se fue a estudiar a Santa Clara y ya a los 17 regresaba graduada.
Hacía tres sesiones diarias porque, además de la escuelita primaria, impartía sus conocimientos a los jóvenes trabajadores. Era una maestra integral, pero confiesa: «La asignatura que más me gustaba era la Literatura; al punto que me fui a Matanzas un día y le toqué en la puerta a la misma Carilda. Recuerdo que acababa ella de escribir Me desordeno amor y, con la mayor afabilidad del mundo, me mandó a pasar, me brindó una limonada y me leyó el poema: «porque tú eres tan romántica como yo», me dijo. Tenía, entonces, unos 23 años. Era una mujer hermosísima, muy blanca y de un pelo precioso. A partir de ese momento la tuve como mi escritora preferida junto a Dulce María Loynaz.
«Me gustaba la poesía de ambas porque lograban una extraña mezcla. Eran la ternura y el carácter en el molde del verso. Amén de que leía mucho porque crecí a la sombra de un gran amigo y un gran escritor que nació en La Habana, pero pasó toda su infancia y su juventud aquí: Jaime Saruski».
La insto a que no se me extravíe más por todos esos amorosos trillos de su vida. Le pido que regrese al camino y me cuente qué pasó con aquel alumno travieso:
«El fracaso del maestro está en contentarse con el éxito del estudiante bueno. El reto no está en el malo, porque no hay niño malo, sino en el travieso, en el maldito, en el que pone a prueba todas tus herramientas y todas tus fibras como educador, porque no resiste estar sentado en un aula. Frente a él es cuando te gradúas de verdad...
«¿Que qué pasó al final con él? Hoy es un hombre de bien, viene a visitarme y me confiesa que cuando está a punto de perder la paciencia con sus hijos, aparezco en su memoria, yo, Zoraida Montiel Alfonso, su maestra, y la dura mano del posible golpe se transforma en paloma para posarse sobre la cabeza de sus muchachos, para pasarle la mano y repetir la lección que le enseñé cuando ningún maestro lo quería».