Ese año ningún jurado de poesía cubano ni internacional le otorgó el premio. Sin embargo él había escrito el poema más corto, más auténtico y más trascendental en la historia de este país.
Quizá porque no fue hecho para un concurso. Quizá porque él no era miembro de la UNEAC ni de ningún taller literario, ni siquiera un filántropo confinado a la soledad de la torre de marfil de sus palabras.
Tal vez porque le salió de un solo plumazo, en una noche de insomnio, cuando el poeta se sintió herido y agonizaba ante su país estoqueado. Y convocó a la Isla toda a acudir a sus venas y a navegar unida hasta el horizonte para rastrear la injusticia.
A nadie leyó su verso. O puede ser que una mujer, una especie de musa verde olivo que siempre revoloteaba a su alrededor, haya sido la única cómplice y testigo del parto, de aquella esquirla de poesía disparada al mismo corazón de lo atroz.
El poeta no estudió poses. No engoló la voz. No estructuró su discurso para un premio, aunque bien merecía un Nobel.
Lo grandioso estaba, y está, en su simple estructura, como la humildad misma del poeta y de su pueblo.
Lo grandioso estaba, y está, en la ira misma y el deseo de justicia que le dieron aire a sus palabras para que volaran sobre la plaza atestada de palomas iracundas.
El poeta no era Gandhi, pero había bebido en las propias márgenes de su poesía. No era Bolívar, pero aquel verso lo acercaba a su estatura. No era Martin Luther King, pero también tenía un sueño.
El poeta nunca se propuso serlo, ni siquiera creo que haya pensado en la seriedad que implica la poesía, aunque no descarto que, en las enamoradas noches de cualquier mortal, haya echado mano a Bécquer, a Góngora, a Neruda.
El poeta, por raíz propia, ha sido hermano e hijo de Martí.
Sí sé que la lectura le desvela el desvelo de no tener el tiempo que quisiera.
Sí sé que, como todo poeta auténtico, unos le odian y muchos le quieren.
Sí me atrevo a afirmar que él no tuvo la dimensión de lo que escribió en aquel momento de ira y dolor insondables; esos auténticos sentimientos que le tejen con fibra de oro el corazón y la lengua a las pléyades.
Estoy convencido de que no necesitó la luna, ni del retruécano, ni del encabalgamiento del verso para escribir su mejor poesía.
Un verso que, por sí solo, necesita un libro para sí. Un enorme libro que al abrirse cada mañana, recuerde a los sin alma que la dignidad de un pueblo no se mata con misiles de largo alcance ni con bombas atómicas.
Un verso que nos hace estremecer a todos cada vez que se repite, o lo repetimos nosotros mismos, porque no es arenga política ni poética, sino un corazón puesto a latir sobre el mundo para que no se olvide la injusticia.
Octubre 15. Año 1976... Y Fidel, EL POETA, sobre la enardecida plaza, gritando a todo pulmón, conmoviéndonos hasta el infinito, haciendo temblar, en su madriguera, al monstruo y sus pequeñas bestias con aquel sencillo, pero amenazante verso, hoy repetido, igual de vigente: ¡Cuando un pueblo enérgico y viril llora, la injusticia tiembla!