Si al morir uno se aferra a los más intensos recuerdos, Pablo de la Torriente Brau murió pensando en el 30 de septiembre de 1930. Estaba en España, peleando contra el franquismo, pero su memoria habría viajado hasta ese día, en el entonces Hospital de Emergencias de La Habana, y específicamente hasta la última sonrisa de Rafael Trejo.
¿Se puede sonreír mientras se muere? ¿Se puede alentar a la vida cuando inevitablemente uno la pierde? Quizá la mejor respuesta a esas interrogantes la dio Trejo aquel día de plomo y sueño.
Desde algunos balcones de la calle San Lázaro debió presentirse la tormenta. Amanecer nublado por encima y lleno de policías por debajo. Algo se tramaba en la Colina universitaria. Y las fuerzas de Gerardo Machado lo sabían.
Cuenta Raúl Roa que el ánimo estudiantil estaba aguijoneado por las recientes declaraciones de Enrique José Varona. Que el viejo patriota se lamentaba de la «pasividad» de la juventud ante el desgobierno machadista, y por tanto ellos se disponían a reivindicar la savia joven.
Machado, tristemente conocido por la fraudulenta «prórroga de poderes», ya había mostrado el calibre de su veneno asesinando a Julio Antonio Mella. Ahora posponía el curso académico para después de las elecciones parciales de noviembre. «Era una manera efectiva —según creía el gobierno— de mantener a los estudiantes alejados de la nueva farsa».
Pero la rebeldía a veces abandona sus cauces subterráneos y estalla.
Ir a la casa de Varona y allí manifestarse contra el Gobierno. Ese era el plan inicial de la vanguardia universitaria. Mas, «la loma de la Universidad amaneció manchada de azul». Entonces era más rotundo concentrarse en el parque Alfaro y de ahí partir hacia el mismísimo Palacio Presidencial, a demandar la renuncia del tirano.
Lo que sobrevino únicamente cabe en los prismas de la aventura y la epopeya. Un clarín y una bandera desplegada. Gritos. Palos. «¡Muera Machado! ¡Abajo la Tiranía!». Trejo lanzando piedras junto a Pepelín Leyva desde una azotea. Luego los dos en el torrente que bajó por San Lázaro. Pablo, con Pepelín, defendiendo a puñetazos el avance de la marcha. «Confusión, ira indescriptible se produjo en la esquina de Infanta y San Lázaro». Disparos. Toletazos. Gritos. Pablo cayendo de un golpetazo en la cabeza. Trejo en un cuerpo a cuerpo con un policía. El forcejeo. La descarga. La sangre. La sangre.
En la Sala de Urgencia, en camas contiguas, yacen Torriente Brau y Trejo. El primero vomita incesantemente. El segundo, en apariencia tranquilo, se está muriendo. «...No hay quien lo salve», habían dicho los galenos. Y sin embargo, Pablo recuerda haberlo visto sonriéndole, «como dándome ánimos para pasar ese momento doloroso».
Años después, cuando desde España Pablo escribía a sus amigos: «de veras hay que morir para acabar con la guerra» puede que no estuviera pensando en la muerte. Sino más bien, en la sonrisa.