Lecturas
Hace ya más de 20 años, en esta misma página, el escribidor definió el caso como «el crimen del siglo».
Mucho más atrás, el doctor Israel Castellanos, gloria de la Policiología cubana en la República, le llamó «el crimen perfecto». Noventa y tres años después del suceso, solo se sabe que Rachel Keigester, la linda francesita, la Rosa de Francia, como se le llamó, una prostituta codiciada en La Habana por tirios y troyanos, apareció, ya descompuesta, completamente desnuda y con el cráneo destrozado flotando en la bañera de su apartamento. No se sabe quién la mató ni por qué y tampoco apareció el arma homicida. No pudo precisarse incluso si fue asesinada en ese lugar o puesta allí cuando ya era cadáver.
De cualquier manera, la mujer, de unos 30 años de edad, no había opuesto resistencia a su agresor, y el robo no fue el motivo del crimen. Joyas y dinero de la occisa eran perfectamente visibles en su habitación y la casa estaba en perfecto orden. La sangre en el baño no concordaba con las heridas. Las gotas de sangre y el mechón de cabellos que aparecieron en la escalera no condujeron a ninguna parte, y pronto se desestimó que el alcohol, cuyo olor emanaba del cadáver, hubiese sido la causa de un resbalón. Para hacer más misterioso el asunto, la puerta del apartamento estaba cerrada por dentro, lo que obligó a la Policía a echarla abajo.
La mirilla, sin embargo, estaba sospechosamente abierta. Ese detalle y las luces encendidas en pleno dia, hicieron suponer a Alberto Jiménez Rebollar, que llevaba días tratando de localizarla por teléfono, que algo le había sucedido a su amante, y no demoró en dar parte a la Policía, para convertirse, como suele ocurrir en esos casos, en el primer sospechoso.
Desestimado el móvil del robo, la investigación se centró en la azarosa vida de la muerta. Nada entusiasma tanto a algunos como hurgar en sábanas sucias, sobre todo si son de una mujer, y las de Rachel ofrecían bastante tela por donde cortar. Pronto se supo de su dedicación al oficio más viejo del mundo, y se conoció además que no era raro que captara a muchachas vírgenes o casi para satisfacer a personajes poderosos. Los vecinos hablaron de orgías y fiestas, con presencia de connotadas figuras de la política y la cultura, tanto en el apartamento de Rachel, en el tercer piso del edificio de San Miguel y Amistad, al lado del hotel Astor, como en el del segundo, ocupado por Mario Mendoza, miembro de una de las siete ramas de la opulenta familia de ese apellido y representante a la Cámara, machadista por añadidura, que tenía aquel local como un garçonniere para sus canas al aire.
Cuatro hombres habían estado cerca de Rachel en sus últimos tiempos. El ya aludido amante, Jiménez Rebollar; Oscar Villaverde, con quien, pese a estar ya divorciados, mantenía una relación amistosa; el norteamericano Roy C. Clark, representante en Cuba de la marca Ford, y Mario Mendoza. Clark fue interrogado por la Policía, y Rebollar y Villaverde guardaron prisión preventiva. Mendoza, beneficiado con la inmunidad parlamentaria, no fue molestado, ni la autoridad registró su garçonniere, pese a saber de la orgía que tuvo lugar allí el 4 de diciembre de 1931, la misma noche de la muerte de Rachel.
No en balde, el periódico El País dejaba entrever que la Policía hacía pocos esfuerzos por descubrir la verdad.
Rachel Keigester llegó a La Habana en 1925. Era atractiva, rubia, de ojos verdes y cuerpo de escultura. Bailaba y cantaba, tocaba el piano y dominaba varios idiomas. Quería ganar dinero… Era la época en que las prostitutas más codiciadas y mejor pagadas por la clientela criolla eran las importadas, y dentro de ellas, las francesas, que introducían las prácticas más refinadas y enloquecedoras en el arte del amor tarifado.
Aseguran algunos que viajó a la Isla como parte del elenco de la compañía francesa del Bataclán de París, de madame Rasini. Otros afirman que fue traída por Oscar Villaverde, que aparte de regentear el cabaret Tokio, en la esquina de San Lázaro y Blanco, se ocupaba de traer muchachas de Europa para prostituirlas aquí. Probadas sus actitudes artísticas, fue Rachel contratada en el Tokio por 17 pesos diarios, suma nada desdeñable cuando en la época con 25 pesos podían vivir cuatro personas durante un mes.
Fue entonces, se dice, que ella volvió a Francia y regresó con su hijo, Luciano. Otras fuentes son de la opinión que hizo ese viaje junto con Villaverde, allá contrajeron matrimonio y regresaron con el niño, a quien Villaverde reconoció. Cuando se divorciaron, la guarda y custodia de Luciano fue para Villaverde.
Trabajó Rachel en el Cinódromo, de 23 y P. Cuando quebró ese negocio y Cuervo, el propietario, apareció ahorcado en la misma instalación, pasó a ofrecer su arte al cabaret Montmartre, radicado en el mismo edificio del Cinódromo, y también en el Summer Casino, del Country Club.
Las relaciones «horizontales» de Rachel fueron varias y simultáneas, lo que Villaverde no quiso aguantar. Jiménez Rebollar era compañero de trabajo de Rachel en el Montmartre y en el Tokio. Era alegre y simpático, un magnífico corner de la orquesta de José Antonio Curbelo, que se presentaba en las dos salas de fiesta. No veía con buenos ojos la relación de Rachel con Clark, aunque la soportaba, mientras que Mendoza, después de meses de intimidad, no toleró el romance de Rachel con Rebollar y cortó por lo sano. Se buscó a otra amante, francesa también que, llegado el caso, se comportó como cualquier mujer de orilla, y fraguó la desgracia.
Rebollar no podía ser el asesino porque el día y la hora en que, según el forense, Rachel fue asesinada, él, en compañía de amigos, cenaba en un lugar distante de la casa de la occisa. Pero el fiscal insistía en mantenerlo preso. Lo de Villaverde era complicado. El día del crimen había sido visto frente al edificio de Rachel y el empleado de un café cercano que acudió con un encargo lo vio, aunque de espaldas, en la sala de estar del apartamento. Lo incriminaba aún más el hecho de que al tener la custodia de Luciano, le pertenecían las propiedades y el capital que Rachel había logrado gracias al ejercicio de su oficio. Tenía su «caca». Lo habían procesado por robo y se decía que una mujer lo había llevado a juicio por haberla dejado en la calle y privada de todas sus pertenencias, que quedaron en la casa que ambos compartían. Quiso ella abrir la puerta y no pudo porque el cerrojo estaba corrido por dentro, pese a no haber nadie en el interior de la morada. Villaverde, gracias a una ingeniosa operación, se las arreglaba para mover el pestillo mediante un cordel que accionaba a través de la mirilla. No se pudo encontrar una prueba en su contra y quedó absuelto, al igual que Rebollar. Clark había sido exonerado. Quedaba la cuarta pata de la mesa, Mendoza.
La noche fatal, Rachel, invitada a la fiesta que devino orgía, bajó al apartamento del segundo piso de su edificio. En el garçonniere estaba la nueva amante de Mendoza, que ni de lejos competía en gracia y belleza con Rachel. Alguien, tal vez por indiscreción o con una intención perversa, le comentó de los amores de Mendoza y Rachel, y alguien más, metiendo el dedo en la llaga, se enfrascó en una comparación entre ambas mujeres. Rachel brillaba en medio de la euforia general. Era toda una showgirl; ninguna se le igualaba. Subió de tono la noche, bajó la intensidad de la luz del salón y tras los desnudos llegó el sexo colectivo. La roña se comía a la nueva amante de Mendoza que, aturdida por el alcohol y la droga, le rompió el cráneo a Rachel con un trozo de hielo.
Hicieron los presentes un pacto de silencio. Se limpió a la carrera el apartamento de Mendoza y subieron a Rachel al suyo, ya cadáver. La asesina, sin apelaciones, sería embarcada con destino a Francia. A Rachel la inhumaron en el pequeño panteón que Villaverde poseía en la necrópolis de Calabazar, a donde también, andando el tiempo, fueron depositados sus restos. Ese panteón ya no existe. Se desconoce qué fue del pequeño Luciano. De pie, ante el edificio de San Miguel y Amistad, puede suponerse que el último de los que subió el cadáver, cerró la puerta por dentro y pasó desde el balcón a la ventana de la escalera. Si, como se supone, ultimaron a Rachel con un trozo de hielo, no pudo encontrarse el arma homicida; se derritió.
Nadie fue condenado. El caso, aún en el misterio, da pie a que el escribidor llene la página de hoy con el recuento de este crimen perfecto.