Lecturas
Sin ley, autoridad ni orden, La Habana ardía aquel 12 de agosto de 1933 mientras el dictador Gerardo Machado volaba en un pequeño avión anfibio hacia Nassau, primera escala de un exilio sin regreso. Su sustituto, el general Alberto Herrera, antes de esconderse en el Hotel Nacional, designaba secretario de Estado a Carlos Manuel de Céspedes, hijo del Padre de la Patria, a fin de allanarle el camino hacia la Presidencia de la República. La multitud arrasaba las viviendas de los machadistas y ajusticiaba o ponía presos a los que encontraba a su paso. El esbirro Julio Leblanc era ultimado a ladrillazos en Prado y San José mientras que su esposa e hijo contemplaban la espeluznante escena desde un balcón del hotel Pasaje, y un poco más abajo, en la esquina de Prado y Virtudes, el soldado Heráclito Duvet fulminaba con un tiro de fusil en el rostro al coronel Antonio Jiménez, jefe del grupo paramilitar La Porra, que, pistola en mano, se enfrentaba a sus perseguidores desde la farmacia del doctor Lorié.
Había gritos de muerte, incendios, saqueos, suicidios, disparos y, en medio de ese aquelarre, Céspedes, el hombre de la embajada norteamericana, la rueda de repuesto del carro de la injerencia, quien fuera ministro y embajador de Machado, se empeñaba en que el Congreso lo proclamara presidente. Pero, ¿a qué congresista convocar a esa hora? Al fin, cuatro senadores y siete representantes a la Cámara lograron darse cita en el Hotel Nacional y, asumiéndose con la mayoría necesaria, reformaron a la carrera la Ley Orgánica del Poder Ejecutivo y proclamaron a Céspedes. A las 12 meridianas, 21 salvas de artillería saludaban, desde la fortaleza de La Cabaña, al nuevo mandatario, que lo sería solo por 23 días.
En Boyeros, en el Sikorsky N. M., de color negro, de seis plazas, perteneciente a la Pan American, hallaron espacio, junto a Machado, el exalcalde habanero Pepito Izquierdo, los exministros Octavio Averhoff, de Hacienda, y Eugenio Molinet, de Agricultura, y los capitanes Villa y Crespo Moreno. En la pista quedaron, entre otros, el exministro de Educación Carlos Miguel de Céspedes —no confundir con el Céspedes anterior—; el brigadier Antonio Ainciart, de la Policía, Colinche, jefe de la escolta presidencial, y el senador Wilfredo Fernández, aquel que en un acto de guataquería insuperable dijera a Machado: «Gerardo, ha comenzado tu milenio».
No parece que el viaje del dictador a Nassau obedeciera a una decisión no meditada. Machado se había asegurado del trato que le dispensarían las autoridades coloniales británicas en las Bahamas. Lo cierto es que una representación de estas aguardó su arribo en la noche del 12 de agosto, pero el expresidente llegó a Nassau el 13, lo que quiere decir que las cinco horas previstas para el vuelo desde La Habana se convirtieron en 15.
En el alud informativo que provocó en Cuba la caída de la dictadura, poco espacio hubo en la prensa nacional de entonces para los detalles de la fuga. Los pormenores los ofreció el diario Daily Tribune, de Nassau.
A causa de la oscuridad y de una pequeña avería, el avión tuvo que amarizar sobre las siete de la tarde del 12 cerca de Nicholls Town, isla de Andros, donde los fugitivos pasaron la noche sin salir de la aeronave anfibia. Solo el capitán Crespo bajó a tierra en busca de algo de comer y regresó con pescado frito. Al día siguiente, a las 5:30, reparada la avería, el aparato cobró altura y a las seis amarizó en la base de la Pan American, en Nassau.
La llegada provocó, por lo infrecuente de la hora, la sorpresa de los funcionarios de la aerolínea y llamó su atención porque el avión no se acercaba al punto de desembarque. Un inspector de Aduanas y el médico del puerto se dirigieron entonces hasta el anfibio y regresaron en compañía de Crespo Moreno, que se identificó como el secretario privado del expresidente de Cuba y pidió que se abreviaran los trámites para llevar a tierra a los pasajeros del Sikorsky, solicitó dos automóviles para moverse hasta un hotel y explicó que todos necesitaban ropas presentables. Todos viajaron sin equipaje y la Aduana les retuvo los cinco revólveres que portaban. Los capitanes Villa y Crespo manipulaban ocho saquitos de lona, pesaditos. En ellos iba la platurria de Machado, en oro. Avisado con urgencia, el gobernador inglés llegó a tiempo para presentar sus respetos al «ilustre» viajero.
Machado se instaló en la suite 119 del hotel Royal Victoria y pidió protección policial. Ordenó té y whisky y se acostó a dormir. Al día siguiente, con ropas nuevas, visitó al gobernador colonial.
Muchos años después de su paso por las Bahamas, todavía se decía que nunca hubo tanto oro en Nassau como cuando estuvo Machado. Permaneció poco tiempo en esa ciudad. A comienzos de septiembre del propio 1933 está ya en Montreal. Llega desde las Bahamas en un barco platanero y se aloja en el mejor hotel de la ciudad. La prensa no le quita el ojo de encima a él y a su comitiva que consume lo más caro y mejor a costa «del benemérito de la patria cubana». El exdictador apenas sale de su habitación. Pasa horas y horas, derrumbado en una butaca, sumido en un silencio sospechoso.
Con una indiferencia de piedra recibe Machado en Montreal las noticias que le llegan de la Isla. Averhoff y Molinet, que lo conocen bien, saben que mantiene sus pretensiones de recuperar el poder. De cualquier manera, la maquinaria machadista no ha sido destruida del todo y no es imposible echarla a andar. «Yo soy un hombre de acción, no de palabras», dice, y en esa expresión cifran sus acólitos la voluntad de retorno. Pero el golpe de Estado batistiano del 4 de septiembre del 33, que derroca al presidente Céspedes, cierra cualquier posibilidad en ese sentido.
Entra ilegalmente en Estados Unidos y, perseguido por la policía de Emigración que quiere echarle el guante, sale clandestino de Nueva York y se establece en Santo Domingo para radicarse, sin que nadie vuelva a molestarlo, en la Florida, donde en la localidad de Alapata hace sembrar, se dice, una carrilera de palmas reales que todavía se conserva. El escribidor ha tratado de ubicar, en vano, la casa donde vivió en Coral Gable.
Machado murió el 29 de marzo de 1939. Padecía de un cáncer de colon y falleció en el curso de la intervención quirúrgica a que lo sometía, en el French Hospital de Miami Beach, el doctor Ricardo Núñez Portuondo, su médico de cabecera, que viajó a la Florida con sus ayudantes para atenderlo. Escribió sus memorias que, con el título de Ocho años de lucha, aparecieron finalmente en 1982. Se le calculó una fortuna de 12 millones de dólares. Fue inhumado en un nicho del edificio principal del Woodlawn Memorial, de la calle 8, de Miami. El nicho contiguo lo ocupan los restos de su esposa, Elvira Machado —eran primos— fallecida en 1969.
Sus acólitos también tuvieron un final nada feliz. El rastro de Colinche se pierde después de aquel 12 de agosto. Debe haber vuelto a Canarias, de donde llegó antes de la Guerra de Independencia, en la que tomó parte como ayudante de Machado. El brigadier Ainciart se suicidó en la casa de Lozano número 20, en Marianao, cuando, vestido de mujer, trataba de eludir la persecución a la que se le sometía. El senador Wilfredo Fernández, pese a contar con el salvoconducto otorgado por el Gobierno de Céspedes, fue obligado a descender del carguero alemán Erfurt, surto en el puerto de La Habana, donde esperaba salir al exterior, y conducido a la prisión de La Cabaña mientras la multitud gritaba insultos y trataba de lincharlo. Preso, se partió el corazón de un balazo, el 27 de febrero de 1934. Crespo Moreno se instaló en Santo Domingo y, recomendado por Machado, estuvo al servicio de Trujillo. Sus memorias se publicaron en Bohemia en marzo y abril de 1964. A partir de 1936 comenzaron a regresar los machadistas. Elvira Machado se instaló en la residencia de 5ta. Avenida esquina a 16, en Miramar, donde se halla la Casa del Habano. De ahí volvió al extranjero. Averhoff fue a vivir en 17, esquina a L. Carlos Miguel de Céspedes se reinsertó en la política y llegó al Senado. Molinet consiguió un modesto empleo como jefe de la agricultura urbana en el Ayuntamiento habanero. Murió en 1959 y fue enterrado con los honores militares inherentes a su condición de general del Ejército Libertador. Pepito Izquierdo, que lo perdió todo, terminó sus días como empleado de una bolera.
Por disposición del Congreso de la República los restos de Machado no pueden ser traídos a Cuba.