Lecturas
La Fuente de la India o de La Noble Habana es, se dice, la primera imagen de la ciudad atrapada en una fotografía. Parece haber sido obra del fotógrafo francés Antonio Rezzonico en la década de 1840. Rezzonico anuncia su estudio, dotado de tres máquinas especiales, en la calle Muralla número 54, hoy 481. Poco antes, el 3 de enero del mismo año, el fotógrafo norteamericano George Washington Halsey había abierto su estudio —el primero en Cuba y en toda Latinoamérica— en Obispo número 26, hoy 257.
Consignan Grethel Morell y Arturo Pedroso en su libro O’Reilly, calle de los fotógrafos (Boloña, 2018) que aunque una tarja conmemorativa ubica el estudio de Halsey en el espacio que ocupa el Hotel Ambos Mundos, en Obispo esquina a Mercaderes, ese primer estudio estuvo en verdad en la misma calle Obispo número 257, en el espacio que ocupó después la casa central de The Trust Company of Cuba, banco cubano pese a su nombre en inglés.
La Fuente de la India está situada en el extremo sur del Paseo del Prado, a unos cien metros del Capitolio. Ejecutada en mármol de Carrara, mide unos dos metros de alto y descansa sobre un pedestal cuadrilongo con cuatro delfines, uno en cada esquina, de cuyas bocas sale —o salía— un chorro de agua que cae sobre unas conchas en su base.
La india luce una corona de plantas y sobre el hombro un carcaj con flechas. En la mano izquierda sostiene el cuerno de la abundancia, con frutas criollas, y en la otra el escudo de La Habana.
Es obra del escultor italiano Giuseppe Gaggine, el mismo de la Fuente de los Leones, en la Plaza de San Francisco, y fue un regalo de Claudio Martínez de Pinillos, Conde de Villanueva, al pueblo de La Habana.
Se emplazó en 1838 en la puerta este del Campo de Marte, en sustitución de la de Carlos III, situada al comienzo del Paseo de Tacón.
Ha sido una estatua viajera. En 1863 la trasladaron al Parque Central, y diez años más tarde fue llevada a su actual ubicación, aunque, una vez allí, cambió varias veces de posición.
Cuba fue el segundo país de América y el cuarto en el mundo que dispuso de la navegación a vapor, cuando en 1819 Juan Montalvo y O’Farrill decidió organizar una empresa de cabotaje. Esa maravilla de la técnica se conoció diez años antes, y en el momento de introducción en la Isla solo se encontraba en uso en Estados Unidos, Inglaterra y Francia.
En ese tiempo, Matanzas era el gran productor mundial de azúcar y el mar era la vía más segura y casi única para llegar a dicho territorio desde la capital de la Colonia. Montalvo recibió la autorización exclusiva para mover carga y pasaje entre los puertos de La Habana y Matanzas, concesión que incluyó después los puertos de Mariel y Cabañas. Dispondría para ello de tres embarcaciones, Neptuno, Megicano (sic) y Quiroga.
El vapor Neptuno arribó a La Habana en los primeros días de febrero de 1819 y ya el 21 efectuaba su primer viaje, un paseo fuera de la boca del Morro, lo que constituyó una fiesta para la ciudad.
Ese hecho fue también motivo de inspiraciones líricas de algunos habaneros, las cuales no fueron muy meritorias, puesto que, salvo excepciones contadísimas, parece haber habido un acuerdo tácito entre los historiadores para ahorrar a los lectores su apreciación, escribe la doctora María Teresa Cornide en su libro De La Havana, de siglos y familias (2008).
Semanas después, el 24 de marzo, el Diario del Gobierno daba cuenta de que el vapor Neptuno había comenzado a prestar servicio. En 1843 cesó el privilegio exclusivo concedido a la empresa de Montalvo y se establecieron otras líneas.
La Plaza del Vapor, enmarcada entre las calles Reina, Águila, Galiano y Dragones —actual parque de El Curita— debe su nombre al Neptuno. Allí, en una fonda de su propiedad, situada en la esquina de Galiano y Dragones, don Pancho Marty colocó como parte de la ornamentación del establecimiento una imagen del Neptuno, el célebre vapor que a partir de ese momento dio nombre al espacio.
Al comenzar la década de 1950 se imponía la necesidad de mejorar las comunicaciones viales con los repartos existentes al oeste de La Habana. La vía tendría que cruzar el río Almendares de manera que no interrumpiera el tráfico de embarcaciones. Se pensó en dos posibilidades: un puente o un túnel.
Como la envergadura de los yates veleros podía llegar hasta los noventa pies, se imponía la construcción de un puente de 1300 metros de largo con una pendiente de cinco por ciento, lo que significaba que saldría de la calle 14, en El Vedado, y llegaría hasta la calle 10, en Miramar. Esa obra, de acometerse, costaría más o menos lo mismo que un túnel, por lo que se decidió adoptar esa variante.
Obviará el escribidor detalles técnicos de la obra. Baste decir que por las características del terreno y la profundidad que debía buscarse, la construcción resultó dificultosa. Dice Juan de las Cuevas que el llamado Túnel de Línea se concibió con una capacidad de 2 500 vehículos por hora por cada una de sus sendas. En su construcción se emplearon 35 000 metros cúbicos de hormigón, 1 276 toneladas de acero, 18 300 pilotes de madera dura y 2 650 toneladas de tablestacas y vigas de acero.
Además, se inyectaron 10 000 metros cúbicos de mortero de cemento y 21 800 metros cúbicos de membrana impermeable. Se excavaron 65 400 metros cúbicos de tierra y 19 800 de roca. Se hicieron 725 pozos tubulares y se emplearon diez bombas de entre seis y doce pulgadas. El proyecto fue del ingeniero cubano José Menéndez, el mismo que actuaría como ingeniero facultativo en el Túnel de la Bahía, en 1958.
El costo total de la obra fue de 5 395 000 pesos, tomados del empréstito que el presidente Carlos Prío había solicitado en 1950. Sin embargo, ese mandatario no pudo inaugurarlo. Se inauguraría ya en tiempos de Batista.
Una curiosidad: el estreno del viaducto se retrasó por veinte días. Hubo que esperar a que Amadeo López Castro, presidente de la Comisión de Fomento del gobierno batistiano, quien quería participar en el acto, se repusiera de la enfermedad que lo aquejaba.
Con la demolición del cabaret Rumba Palace desaparece de la Quinta Avenida habanera el último vestigio de las llamadas Fritas, nombre con que era conocida la hilera de bares y centros nocturnos asentados entre las dos rotondas de esa vía, frente al Coney Island Park —actual Isla del Coco— y el Havana Yacht Club —Círculo Social Obrero Julio Antonio Mella— en la zona de la Playa de Marianao.
Eran establecimientos de tercera o cuarta categoría —Los Tres Hermanos, La Taberna de Pedro, El Niche…— pero muy animados y con espectáculos que, en sentido general, convencían al público y hacían de la zona una de las más atractivas y frecuentadas en la ciudad por cubanos y visitantes.
Por allí, en calidad de espectador, pasó todo el mundo, desde García Lorca hasta Libertad Lamarque y Marlon Brando, Spencer Tracy y Ernest Hemingway. Agustín Lara y Cesare Zavattini. Jorge Mañach, Lino Novás Calvo y Nicolás Guillén.
Por allí estuvo también George Gershewin, el autor de la célebre Rapsodia en azul, quien por las noches salía del lujoso hotel Almendares, donde se alojaba, para buscar nuevas inspiraciones en las Fritas. Delante de esos establecimientos, en las aceras, había todo un tinglado de puestos en los que se elaboraba y expedía una larga gama de entrepanes, entre ellos, la sabrosa frita cubana —de ahí el nombre del lugar—. Dos mundos bien diferentes con solo cruzar la Quinta Avenida.
La agonía y muerte de las Fritas de Marianao comenzó en julio de 1963, cuando el Instituto Nacional de la Industria Turística (Init) inició un llamado saneamiento de la Playa de Marianao, con lo que desaparecieron lugares como La Taberna de Pedro y El Niche, entre otros establecimientos de la zona, por no reunir las apropiadas condiciones para ofrecer espectáculos decorosos.
El cabaret Pennsylvania aguantó un poco más, pero a la postre perdió la razón que le había dado vida, como la fueron perdiendo, uno a uno, los establecimientos restantes, hasta que, inexorable, le llegó el turno al Rumba Palace, dotado en sus últimos años de una inexplicable y anacrónica techumbre de guano, como para acentuar la ruralización de la ciudad. Lo que fue El Niche, uno de los escenarios de aquel gran percusionista que fue El Chori, es hoy el baño público de la Playa.