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Varona, filósofo del separatismo

Es el 30 de marzo de 1930 y un grupo de estudiantes desciende en tropel la escalinata universitaria. Gritan ¡Abajo la prórroga! ¡A casa de Varona!

En la madrugada de ese día, la Cámara de Representantes aprobaba la reforma constitucional y la prórroga de poderes exigidas por Gerardo Machado para perpetuarse en la presidencia de la República, y quieren los estudiantes expresar su repudio al golpe palaciego. De ahí su determinación de encaminarse al domicilio del filósofo Enrique José Varona, en la calle 8 entre Línea y Calzada, en El Vedado, que, advertido, los espera vestido de blanco, como le es habitual, en el jardín.

Quiere la policía cortarle el paso a la manifestación, pero el grupo la rebasa. ¡Adelante!, gritan y logran penetrar en la casa del Maestro, a quien leen un manifiesto que es una concisa declaración de hostilidades a la tiranía. Entra también la policía en la residencia. Golpea a los estudiantes y destroza el mobiliario. Quieren los estudiantes impedirlo, pero no pueden evitar que los esbirros maltraten a Varona de palabra y de obra. Ven, con el corazón estrujado, cómo aquel anciano menudo, canijo y enfermo se empinaba pasmosamente sobre sus 80 años para indicar la puerta de la casa al jefe de la jauría policial al tiempo que le gritaba: «¡Salga de aquí, miserable! Usted se ha atrevido a hacer hoy lo que no se atrevió a hacer nunca un capitán general de la colonia».

Viejo extraordinario

José Martí llamó a Varona «viviente flor de mármol». Para Julio Antonio Mella era «el admirado Maestro». Pablo de la Torriente Brau le escribía en 1932 desde el Presidio Modelo para contarle, con «el humor de la juventud que no se pierde a pesar de todo», cómo el grupo de jóvenes presos organiza su tiempo en la prisión «y estudiamos y enseñamos de todo».

«Viejo extraordinario», lo llama Martínez Villena, mientras Raúl Roa lo evoca como un hombre que nació y murió pobre, y que, caminando hacia la izquierda a pesar de los años, «fue mucho más revolucionario en la vejez que en la juventud».

Alentó siempre a los universitarios a mantener una actitud valerosa. Decía: «Cuba tiene una juventud capaz de afrontar cualquier situación, por difícil que sea, en defensa de las libertades públicas o individuales». En 1923, invitado por Mella, figura en la presidencia de la asamblea que rompe lanzas contra la vieja Universidad, y más tarde, cuando el líder estudiantil está, tras 15 días de huelga de hambre, al filo de la muerte, su firma encabeza la carta abierta a Machado en la que se protesta rudamente por el encarcelamiento arbitrario de Mella y se demanda su libertad inmediata. Y encabezaría también, a finales de 1926, el primer manifiesto antimperialista de la intelectualidad cubana. «No se puede ser cubano, escribe, sin ser antimperialista».

A Jorge Mañach le dice en una carta que aparecería en Revista de Avance en 1930, y que Roa conceptuaba como su testamento político: «Por curioso contraste, usted en plena juventud y en plena ebullición productora se ladeaba hacia el pesimismo, y su interlocutor, fatigado por la vida, parecía husmear hálitos de esperanza. Y me pedía usted que los transmitiese a esa juventud que busca orientación… «Ojalá pudiera yo señalarle la ruta con dedo seguro. No me arriesgo a tanto. Pero sí a aconsejarle que se fije en las señales de un despertar de la inquietud creadora, que por todas partes se advierte…»

Pasa revista Varona en su carta a Mañach a la situación cubana e internacional. No transcurre una quincena, expresa, sin que se produzca alguna manifestación de desasosiego público, y el pueblo parece convencerse de que sus miembros no están ya agarrotados. Desde los grupos estudiantiles intrépidos hasta las masas obreras, en forma de avalancha, el Día del Trabajo el país ha vuelto a darse cuenta de sus fuerzas.

Prosigue: «La guerra mundial sacudió, y casi derriba, el añoso árbol de la civilización occidental. Sobre el viejo tronco pululan verdes renuevos. La centralización pasará, la dictadura pasará, el fascismo pasará…» porque la forma republicana se extiende por Europa, la confederación soviética se esparce por la inmensa Rusia, China es república, la India se sacude y se pone de pie, el indio se transforma. La sombra del imperialismo norteamericano se proyecta sobre nosotros, pero llegó a su cúspide y en ella no es dable permanecer. La era del imperialismo ha completado su trayectoria. «En pie, pueblos del Caribe». David amaga con su honda a un Goliat atontado. «De donde os va la amenaza, os irá también el aliento». Y concluye el documento: «…el mundo se transforma; hagámonos dignos de vivir en los tiempos que alborean».

Está a las puertas de la muerte cuando recibe la noticia del desplome de la tiranía machadista y la fuga del déspota. Comenta: «Ya puedo morir». Falleció apenas tres meses después, en La Habana, el 19 de noviembre. Fue un viejo, decía Roa, que murió joven.

Fundar, más que agitar

Enrique José Varona y Pera nació en la ciudad de Camagüey el 13 de abril de 1849. No hizo estudios universitarios, pero leyó bastante. En la bien nutrida biblioteca familiar entra en contacto con los clásicos griegos y latinos, los clásicos españoles y con autores modernos.

En 1880, ya en La Habana, imparte el curso de sus famosas Conferencias filosóficas y se aproxima al positivismo. En 1883 publica Estudios literarios y filosóficos. De las Conferencias dirá Martí: «Fundar, más que agitar, quiere Varona, como cumple aun en épocas más turbulentas a quienes el desinterés aconseja el único modo útil de amar a la patria».

Dice además el Apóstol: «Habla el cubano Varona una admirable lengua, no como otras acicaladas y lechuguinas, sino de aquella robustez que nace de la lozanía y salud del pensamiento». Su prosa es tersa, vivaz, elegante, rítmica, serena, dice la crítica. Cada una de sus páginas es una lección de sobriedad, precisión y limpieza. Ya para esa fecha había dado a conocer sus Odas anacreónticas.

Su paso por el autonomismo lo desilusiona. En 1895 sustituye a Martí en la dirección del periódico Patria. Manuel de la Cruz lo llama el filósofo del separatismo. Regresa a Cuba al cesar la soberanía española y participa entonces en la reorganización del sistema de enseñanza como Secretario de Instrucción Pública del Gobierno interventor norteamericano.

Prefiere mantenerse al margen de la política. No figura entre los miembros de la Asamblea del Cerro ni entre los que redactan y aprueban la Constitución de 1901. Se repliega en la enseñanza. Imparte en la universidad las cátedras de Filosofía Moral, Sicología y Sociología, y solo tiene un alumno, el bedel.

Publica, entre otros títulos, Desde mi belvedere (1907), Violetas y ortigas (1917) y De la Colonia a la República (1919). Antes, en 1905, había impartido su conferencia El imperialismo a la luz de la sociología. Entre 1913 y 1917 desempeña la vicepresidencia de la República. A esa etapa corresponde otro libro suyo, Con el eslabón.

Fue muy crítico con la situación de dependencia en que sumió a Cuba la Enmienda Platt. Al escribir en la revista El Fígaro sobre los primeros 20 años de República, dice explícitamente que no ve en torno suyo «ni aun ese poco que pudiera satisfacerme; parece que el país vive con los ojos cerrados como si creyéramos que con no verlos se disipan los escollos y se terraplenan los derriscaderos». Dirá en su discurso ante la Academia Nacional de Artes y Letras, en 1915: «Cuba republicana parece hermana gemela de la Cuba colonial».

Pero hay optimismo en su conducta y proceder. Dirá en el mismo discurso: «Aquí, en mi mesa de trabajo, tengo una famosa escultura: la victoria de Samotracia. Ha perdido un fragmento. No importa. Todo su cuerpo nervioso y musculoso avanza, se precipita con ímpetu irresistible; la túnica se le adhiere a los miembros resistentes y un viento de tempestad la agita y parece trazarle una estela; sus alas aquilinas están totalmente desplegadas. Vuela, ¿a dónde? ¿Quién lo sabe? De todos modos, a conquistar lo futuro que le tiende los brazos».

 

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