Lecturas
Federico García Lorca lo visitó alguna que otra vez durante su estancia habanera en la primavera de 1930, y el famoso Dámaso Pérez Prado animó no pocas de sus noches. Tres shows diarios se presentaban en el lugar, el último de ellos a las cuatro de la mañana, y la rumba tenía papel protagónico.
Alude el escribidor al cabaret-bar-restaurante Kursaal, que abría sus puertas en la calle de Paula número 4. Era, por su ubicación, lo que se llamaba un bar del puerto, y de reputación no muy santa, pues además de la auténtica rumba de su programa, aseguraba en sus anuncios la presencia de cincuenta chicas bonitas.
En un artículo insertado en la revista norteamericana Stag, en noviembre de 1950 —copia del cual me hace llegar, desde Miami, el atento y fiel lector Gabriel Valdés—, se lee que las paredes multicolores del establecimiento parecen vibrar al ritmo de las maracas, mientras una pareja baila la rumba de la manera que sus creadores la hicieron; «una danza de aparejamiento africano», precisa el texto.
Añade enseguida la nota que «si usted se sienta solo a una mesa un enjambre de mujeres sensuales se le enciman antes de que pueda ordenar su trago. Aunque venga con su esposa u otra mujer, las B-girls cubanas se le enciman de todas maneras…».
Por lo que dicen los que visitaron el cabaret, no eran solo muchachas las que se encimaban. Vaya, que había para escoger, según los gustos y preferencias de cada cliente.
Una foto del lugar que ha quedado para la historia, muestras a tres mujeres jóvenes, bien vestidas y de buena pinta sentadas en la barra del Kursaal, en exhibición como una mercancía más.
Lo que era tal vez en ese momento el café más antiguo de La Habana y una vieja bodega que acogió a bohemios y políticos, desaparecieron casi al mismo tiempo, a golpe de piquetas, en noviembre de 1951.
Se trata del café Boulevard, uno de los primeros establecimientos de su tipo que existieron en la ciudad. Se hallaba en la calle Empedrado, esquina a Aguiar, y por su ubicación, en las inmediaciones del Gobierno provincial, era un hervidero de gente a toda hora, sobre todo en las mañanas. Supone el escribidor que fue donde se fabricó el edificio del banco Pedroso.
La plaza de San Juan de Dios, frente a la que se hallaba el Boulevard, debe su nombre al hospital que allí funcionó. En el centro del espacio se halla la estatua que rinde homenaje a Miguel de Cervantes Saavedra, gloria de las letras españolas. Había allí, por Empedrado, un paradero de las famosas guaguas de Estanillo que hacían viajes desde esa plaza hasta el Cerro y Jesús del Monte. Un poco más allá, en Empedrado casi esquina a Habana, todavía desafía el tiempo la vieja casa de la compañía de seguros contra incendios El Iris (hoy una escuela) que presidía don Fernando Ortiz.
Una curiosidad. En los albores de la república, la empresa de los tranvías de La Habana puso un tranvía al servicio exclusivo de Tomás Estrada Palma, nuestro primer presidente, que se movía por la ciudad a bordo de dicho vehículo. Para abordarlo, debía el mandatario trasladarse hasta esta plaza, donde el tranvía en cuestión iniciaba y finalizaba el periplo con su ilustre viajero a bordo.
La bodega aludida, más bien la bodeguita, dice la crónica, se hallaba en San Nicolás y San Rafael.
Poco años después, en 1954, era demolido el café de Marte y Belona, en la esquina de Monte y Amistad. Con él desaparecía asimismo la «escuelita» de baile que se mantenía en los altos de ese establecimiento; una escuelita en la que lo que menos se hacía era enseñar a bailar.
Con la demolición de dicho edificio se demolían también cien años de historia. Se situaba en las cercanías del fastuoso palacio de Aldama, hoy lamentablemente en ruinas, y de la plaza de Marte, actual Plaza de la Fraternidad Americana. Un lugar de la ciudad céntrico, si lo hay, por donde desfilaron varias generaciones de habaneros.
En lo que sería la «escuelita» de baile radicó, en los comienzos del siglo XX, el Centro Obrero, y, tras la demolición del edificio, en el espacio yermo que dejó se asentaron los comerciantes provenientes de la plaza del Vapor, cuando esta entró también en proceso de demolición.
Mucho antes, en 1852, en el café de Marte y Belona murió, apuñalado por una mano desconocida, un tal Julián Vieux, conocido como Julián Vió, delator de Narciso López.
Allí, en 1906, en los días de la llamada guerrita de agosto de los liberales contra el presidente Estrada Palma, bebió su última copita de ginebra el mayor general Quintín Bandera, antes de tomar el coche que lo conduciría a Arroyo Arenas para encontrar la muerte alzado en armas contra el Gobierno.
Con la clausura del café La Diana, en la esquina de Reina y Águila, se fue para siempre un mudo testigo de una Habana que pasó para no volver.
Una mañana del fementido invierno de 1940 aparecieron cerradas con el anuncio de que se construiría allí un gran edificio que modernizaría la zona. Había conocido el establecimiento una vida brillante y esplendorosa, amenizada durante largos años por Antonio María Romeu, el llamado Mago de las Teclas, conocido también, por su larga permanencia en el lugar, como El bizco de la Diana, que, ante el piano colocado frente a una de las puertas que daban a Águila, realizaba verdaderos prodigios con aquellos danzones que lo hicieron tan famoso.
Algo curioso ocurría en aquel sitio. Antes de la hora de almuerzo, altos oficiales del ejército español se daban cita en el lugar para tomar el aperitivo. Por la noche, en cambio, el café era de cubanos que en los reservados del establecimiento conspiraban a favor de la independencia de Cuba.
Acogía el café al elemento trasnochador que a la salida de los teatros o al final de los bailes concurrían para beber «la del estribo» o deleitarse con el arroz con pollo emblemático de la casa. Diligentes camareros, con bandejas en las manos, se movían por los estrechos pasillos, mientras que Celestino y Alfonso Menéndez, sus propietarios, alternaban con los marchantes.
En la esquina, una larga fila de coches esperaba a los posibles clientes para conducirlos a sus domicilios, rompiendo con el repiquetear de los timbres de los vehículos el silencio de las desiertas calles habaneras.
Se dice que cuando los españoles salieron de Cuba dejaron como deuda el importe de las bandejas de pasteles que todas las tardes enviaba a comprar el Capitán General para obsequiar a la infanta Eulalia, hermana del rey Alfonso XII, que se desvivía por ellos y decía que le resultaban más sabrosos que los de París. Corría el mes de mayo de 1893.
Eran los pasteles de Blazy, repostero francés con establecimiento propio en la calle Obispo, frente al costado del palacio de Gobierno y al lado del local que ocupaba entonces la droguería Johnson, que al trasladarse a la esquina de Obispo y Aguiar fue ocupado por la droguería Taquechel.
Era, si no la única, la más acreditada pastelería francesa de la cuidad. Allí se daban cita por igual cubanos y españoles, extranjeros residentes y de paso, y también los integrantes de los elencos que participaban en las temporadas de ópera programadas en el teatro Tacón. El pastelero era un francés rubio, de cara amplia y siempre sonriente, con bigotico de punta engomada… «un verdadero pastelero de opereta bufa», según lo describe un periodista de la época.
Cuando la pastelería abría a las ocho de la mañana ya había clientes esperando y las vidrieras quedaban vacías en un decir amén. Los que no llegaban a hacer su compra, debían volver a las dos de la tarde, pues Blazy aprovechaba el resto de la mañana en el despacho de los pedidos de cafés y restaurantes y también de casas particulares.
Asistía Blazy, que dominaba varios idiomas, a todas las funciones del Tacón y conocía como nadie vida y milagros de la farándula.
Un día vendió su negocio y desapareció para siempre. De sus pasteles quedó solo el recuerdo de un momento grato del tiempo viejo.