Lecturas
Es el bar más famoso de La Habana y uno de los más conocidos en todo el planeta. El más exclusivo. Célebre por su excelente coctelería y por su cocina, especializada en pescados y mariscos. Este establecimiento, ineludible para quien visita la capital cubana, se ufana de ser la «catedral del daiquirí», un trago que nos pone a todos de acuerdo.
Ernest Hemingway inmortalizó el daiquirí y El Floridita en su literatura. «Estás bien donde estás. La bebida no podía ser mejor, ni siquiera parecida en ninguna parte del mundo», dice en Islas en el golfo, para enseguida definir el daiquirí como «un trago de aguas someras» y matar de envidia al lector con la descripción de la bebida que degusta: «… Estaba bebiendo otro daiquirí helado sin azúcar y, al levantarlo, pesado y con la copa bordeada de escarcha, miró la parte clara debajo del hielo frappé y le recordó el mar. La parte frappé era como la estela del barco y la parte clara se veía como el agua cuando la cortaba la proa al navegar en aguas poco profundas sobre fondo de greda. Era casi el color exacto».
El Floridita celebra en estos días su aniversario 205. Se llamó en sus inicios La Piña de Plata, y durante años no pasó de ser una simple taberna a la vera de una de las puertas de La Muralla que rodeaba y defendía la primitiva, modesta, sencilla, patriarcal y pequeña ciudad de San Cristóbal de La Habana.
«Una casona de ventanales buidos, a la que acudían petimetres, músicos, militares, síndicos, faranduleros, milicianos y hombres de toda laya, siempre gente bien, gustosos de saborear la sabrosa ginebra compuesta, el grueso vaso de agua con anís y panales, el típico vermut voluntario, el licor de piña o el sabroso aguardiente de guindas… En sus quitrines, las damas, bajo el quitasol de seda, saboreaban, mientras eran cortejadas por sus galanes, pastillas de frutas, sorbetes, malvasías y sendos vasos de los refrescos naturales de Cuba», rememoraba Frau Marsal en 1939.
Añadía el cronista: «El bodegón La Piña de Plata se transformó en los días de la intervención militar norteamericana en el cuartel general de los buenos bebedores yanquis, Los barmen fueron poniendo una nota de modernidad en las simples bebidas primitivas».
Todavía a comienzos del siglo XX, en Cuba, donde no se conocía o no era popular la palabra coctel, se hablaba de compuestos, meneados y achampañados para aludir a la mezcla de bebidas. La ginebra compuesta era la liga de esa bebida con azúcar, limón y angostura, enfriada con hielo, mientras que el achampañado no era más que ron, coñac o vermut mezclado con agua de seltz y azúcar. El tren, otro de los tragos preferidos de antaño, se elaboraba con ginebra y agua de cebada.
La plazoleta de Albear, frente a La Piña de Plata, era entonces la plazoleta de Monserrate, con su tren (piquera) de coches y, todas las tardes, las presentaciones de los títeres de Sinesio Soler, conocidos como Toribio y Cristobita. El espacio se atiborraba de niños que reían con las ocurrencias de tales personajes. No faltaba un francés bajito, de bigotes caídos y vestido decentemente que, agitando una campanilla, vendía los caramelos que llevaba en un tablero. Caramelos, pregonaba, que curaban el catarro y mataban las lombrices.
En una de las esquinas de la plaza abría sus puertas la sombrerería EL Casino, y en la esquina con Bernaza, la peletería de Manuel Sánchez Cuétaro. Hasta que en 1900 José López Rodríguez (Pote) compró la esquina, liquidó los zapatos —que vendió por lo que le dieran— y llenó el local de libros viejos. Nacía La Moderna Poesía al estilo de barracones de feria: unas cuantas tablas toscas y sin pintar que descansaban sobre burros de madera servían de mostrador, mientras que en estantes, también toscos, se almacenaban los libros, casi todos de relance. Enfrente, cruzando Obispo, en lo que hoy es la librería El Ateneo, Alfredo Zayas, Varona y Carlos de la Torre registraban las pilas de libros y revistas que obstruían la pequeña sala de la librería de Ricoy.
Cruzando Bernaza, en lo que es hoy La Piña de Plata, estaba el café La Cebada, célebre por ese refresco, que era la especialidad de la casa. Al lado, una casa de cambio cuyos dueños se cansaron de ganar dinero.
Seguía, más hacia Monserrate, una bodega que, refiere Federico Villoch en una de sus Viejas postales descoloridas, vendía «a los cocheros de punto la harina que les daban con agua a los caballos en un cubo, para lo cual, en el ángulo interior de la casa mantenían un brocal con una llave de agua siempre corriendo… La bodega estaba poco surtida, pero entre la cantina y el agua harinosa para los caballos hicieron un buen negocio los catalanes dueños del establecimiento, y se retiraron ricos a su país…». Villoch no menciona su nombre, pero aquella bodega debió ser La Piña de Plata.
Después de 1902, cuando se instaura la República, La Piña de Plata recibió el nombre de La Florida, que es el que todavía se ve grabado en los quicios de las entradas del edificio, pero con el fluir de los años los mismos clientes comenzaron a llamarla por el que se le conoce hoy.
La Florida pasó a ser El Floridita, «por dejarse querer», decía Fernando Campoamor, historiador del ron, pero en verdad el cambio obedeció a la necesidad de diferenciarla y distinguirla del bar del hotel Florida, también en Obispo, muy renombrado en su tiempo.
Eso ocurrió en tiempos del catalán Constantino Ribalaigua Vert, el Constante de Islas en el golfo, figura legendaria de la cantina en Cuba y rey indiscutible de los cocteles. Llegó al Floridita en 1914 como dependiente, y junto con dos empleados más adquirió el bar en 1918. Se supone que se avecindara en Cuba antes de 1902, pues pudo acogerse a una ley promulgada por entonces que daba la posibilidad a los extranjeros que así lo solicitaran de hacerse ciudadanos cubanos.
Era emprendedor, de mucha iniciativa, muy trabajador. Llegaba al Floridita a las siete de la mañana y se iba de madrugada, cuando despedía al último cliente. Antes de estar en ese establecimiento había sido cantinero de algunos de los mejores bares de la ciudad y adquirió renombre. Sin embargo, al comienzo las cosas en El Floridita no le fueron bien: debía dinero. Fue así que los almacenistas que proveían el bar se reunieron con él y le dijeron que si reconocía la deuda, ellos le daban crédito.
Hay en este punto dos versiones contradictorias. Una afirma que Constantino convenció a sus socios de que le vendieran su parte. La otra versión aduce que le dio la mala a sus socios. De cualquier manera, quedó como propietario único y supo llevar el bar a lo más alto. Falleció en 1952. Cuando eso ocurrió, Hemingway dijo: «Ha muerto el maestro de los cantineros. Inventó El Floridita».
Constante bebía tan poco alcohol que casi podía decirse que era abstemio. Creaba un coctel de manera especial para determinado cliente y no lo cataba antes de servírselo, ni después. Empleaba mucho en sus creaciones el zumo de limón y el azúcar, y también los jugos de toronja, naranja y piña. El ron era, por lo general, componente esencial de sus recetas.
De los diez grandes cocteles cubanos —Daiquirí, Presidente, Havana special, Mary Pickfords, Saoco, Mulata, Isla de Pinos, Cuba libre, Santiago y Mojito—, los cuatro primeros son obra de Constante, o fue él quien les dio su formulación definitiva.
El daiquirí se ubica además entre los diez grandes del mundo, junto al Old fashioned, el Jack Rose, el Manhattan, el Stinger, el Martini, el Champion costel, el Sherry flip, el Whisky sour y el Scotch on the rocks.