Lecturas
Una tarde del ya lejano 1981, mientras conversábamos en su estudio, me dijo Juan David: «Durante muchos años los directores de periódicos ambicionaron disponer en sus publicaciones de un caricaturista que reuniese dos condiciones esenciales: una, que fuese capaz de crear un personaje que prendiese en el pueblo, tal como sucedió con El bobo, de Abela, y dos, que tuviese la facilidad de Conrado Massaguer para realizar un número indeterminado de caricaturas en un día… Massaguer fue un extraordinario caricaturista personal. Hacía un trazo y ya estaba hecha la caricatura».
Miguel de Marcos habló de las caricaturas agudas y afiladas de Massaguer, mientras que para Jorge Mañach el dibujante fue nuestro más cabal fisonomista, dueño de un quehacer, decía Max Henríquez Ureña, ajeno al sistematismo didáctico y fruto del talento y la espontaneidad. Todos nosotros, expresaba René Portocarrero, debemos algo a Massaguer, a quien el tenor Enrico Caruso, aficionado a la caricatura, llamó maestro, y cuya trayectoria, asevera el crítico Jorge R. Bermúdez, marca una época en la caricatura, la edición y la publicidad en la Cuba republicana. «La difícil revelación del caricaturista la obtiene Massaguer como verdadero predestinado y señalado por el índice de Dios», aseguraba, en 1923, Ramón Gómez de la Serna.
Su caricatura El doble nueve, en la que sienta ante un tablero de dominó a Roosevelt, Hitler, Mussolini y Churchill, que, ante la mirada del emperador Hirohito y de Stalin, que sigue alborozado la escena, se dispone a tirar la ficha que da título al dibujo, es la más conocida mundialmente de todas las que ejecutó el artista y se consideró el cuadro más popular de la II Guerra Mundial. Una caricatura que despertó el elogio del Primer Ministro británico y del Presidente norteamericano y que figuró en la oficina de Nelson Rockefeller, en Washington.
De la enorme popularidad de la que llegó a gozar en un momento da cuenta él mismo en sus memorias. Dos o tres días después de conocer a Charles Chaplin en un animado party en Nueva York, se topó con el genial actor en la esquina de la Quinta Avenida y la calle 42. Inmersos en una amena plática caminaron hasta la calle 57, donde se separaron, el cubano para dirigirse al Carnegie Hall, y el actor al hotel Plaza, frente al Parque Central, donde visitaría a un amigo.
Escribe el artista en su Massaguer, su vida y su obra (1958): «Durante el trayecto me saludaron cerca de diez personas: Hello, Massaguer; Hi, Massi; Bonjour, Monsieur Massaguer, How are you, Conrado… Al formidable histrión nadie lo reconoció. Sobre eso hizo un gracioso comentario. Luego prometió algo que no ha cumplido todavía (ni cumplió): venir a Cuba».
Conrado Walter Massaguer nació en Cárdenas, provincia de Matanzas, el 3 de marzo de 1889, un Domingo de Carnaval. Tiene tres años cuando viene a La Habana y aquí Juana Borrero (la virgen triste, de Julián del Casal) ve sus dibujos y recomienda a su padre que le dé lápiz y mucho papel porque sería un gran artista. Las simpatías del padre de Conrado por la independencia de Cuba hicieron que la familia tuviera que salir de la Isla, en 1896. Pasa el artista 12 años en el extranjero, nueve de ellos en Yucatán y tres en Nueva York, donde cursa estudios en una academia militar y egresa con grados de primer teniente.
Allí vivió en «el famoso boarding house de la inolvidable Carmen Miyares», viuda de Mantilla y madre de María, y se empapa de pormenores de la vida del Apóstol. Viene a La Habana, en 1902, a las fiestas de la instauración de la República y regresa a Yucatán. Quiere ser arquitecto y, de nuevo en La Habana, y por sugerencias del caricaturista Ricardo de la Torriente, matricula en la clase de Antiguo Griego en la academia de San Alejandro. Pocos días después, Torriente le dice cortésmente que no tiene nada que hacer allí y que se vaya a pintar a la clase de Leopoldo Romañach, en la misma academia.
La guerrita de agosto de 1906, cuando los liberales se insurreccionan contra don Tomás Estrada Palma, lo saca de Cuba. De nuevo en Yucatán le ofrecen la plaza de caricaturista personal en el bisemanario La Campana, y allí se anota su primer gran éxito. Le encargan la «triste figura» de un cobrador de impuestos. La ejecuta en un gran papel y la envía al grabador. Ardió Troya cuando llegó al periódico la tabla en la que en alto relieve aparecía el grabado.
El maderón no cabía en la primera página de La Campana y sus directivos lo amenazaron con la cesantía. Debía buscar una solución rápida, pues solo faltaban dos horas para que el periódico fuese a la imprenta. Consiguió un serrucho, cortó la tabla al medio, y él mismo encajó en la primera página la parte superior de la figura y la inferior en la última, donde añadió: Viene de la primera. El éxito fue instantáneo.
Otra vez en La Habana, entra, de la mano de Víctor Muñoz, en el periódico El Mundo, y trabaja para otras publicaciones, entre estas El Fígaro. En 1910 abre su propia agencia de publicidad y, al año siguiente, presenta con éxito de público y de crítica su primera exposición personal. En 1913 aparece su primera revista, Gráfico, y dos años más tarde se lanza en lo que él llamó «la más bella aventura de mi vida periodística»: la revista Social. Funda la revista Carteles en 1919.
Compra imprenta propia y tira en offset y a todo color la primera revista impresa en el mundo por ese procedimiento, y en su Instituto de Artes Gráficas hace folletos y carteles para toda Cuba. Organiza el 1er. Salón Nacional de Humoristas. Social se consolida y alcanza un puesto cimero entre las publicaciones americanas, mientras que el artista, con estudio en Nueva York, colabora con las más importantes publicaciones norteamericanas.
Contrae matrimonio con una sobrina del presidente Menocal y pasa la luna de miel en el Waldorf-Astoria. Antes, con el título de Guignol da a conocer una selección de sus caricaturas, y en su estudio habanero utiliza como asiento de trabajo la silla que Estrada Palma usó durante su presidencia. Triunfa en Europa.
Pese a que sus amigos machadistas le aconsejan que «no se pase», critica en sus dibujos a la dictadura y Machado le hace saber que le tiene reservada una celda en el llamado Presidio Modelo, de la Isla de Pinos. Se instala otra vez en Nueva York. Corre el año de 1932 y grandes revistas norteamericanas le abren sus puertas. El pintor Clemente Orozco lo presenta en Delphic Studios y vende casi todo lo expuesto. Pero la situación ya no es la de antes.
Social sigue apareciendo de puro milagro, Massaguer ya no recibe un centavo desde La Habana y Nueva York vive la gran depresión. Se agota su crédito y del lujo de los grandes hoteles pasa a residir a un apartamento modestísimo donde lo visitan Pablo de la Torriente, Raúl Roa y Eduardo Chibás. Cuando regresa, en 1934, descubre que sus socios le dieron «la mala»; ya no es dueño de sus talleres impresores ni tampoco de Carteles ni de Social, revista que en vano se empeña en revivir.
Y hace, con la revista Desfile, su postrer empeño editorial. Organiza e ilustra el libro Gusta usted, donde señoras de la alta sociedad habanera compilaron sus recetas de cocina con vistas a recaudar fondos para la sala San Martín del hospital Calixto García, y que es hoy una rareza bibliográfica que se expende a más de mil euros en las librerías de relance de Madrid.
Trabajó para el periódico Información, y poco después su regreso a El Mundo, donde comenzó 40 años antes, es evidencia, escribe el profesor Bermúdez, de que «su círculo existencial y creativo empieza a cerrarse». Su dibujo ha envejecido. Dice Rafael Soto Paz en el Libro de Cuba: «El notable caricaturista, gran innovador de la prensa cubana, no cuenta hoy con una sola de sus grandes publicaciones. Más artista que hombre de empresa, pugna hoy por vivir en un medio duro como la roca».
Es así que acepta el puesto de director de relaciones públicas del Instituto Nacional de Turismo de la dictadura batistiana, y ese acto lo convierte en un apestado, pese a su libro Voy bien, Camilo, que dio a conocer en 1959. No tiene pensión ni entrada alguna. Su amigo Juan Marinello acude en su ayuda y le gestiona un empleo bien remunerado para la época en el Archivo Nacional de Cuba, donde el artista deposita su papelería. Falleció en La Habana, el 18 de octubre de 1965.