Lecturas
En 1779 se construyeron en La Habana las primeras edificaciones de dos plantas, y en 1836, al establecerse el uso del coche de alquiler, circulaban por la villa 4 000 carruajes. Las guías turísticas existen desde muy atrás, tanto que la primera que circuló en la Isla se imprimió en 1781. Se titulaba Guía de forasteros, y desde 1793 tuvo carácter anual hasta su desaparición en 1884.
El primer médico y boticario ejerció en La Habana en 1569, y la primera representación teatral tuvo lugar casi 30 años después, aunque antes hubo danzas, invenciones y juegos con motivo de celebraciones religiosas. En 1777 abrió sus puertas el primer teatro habanero, El Coliseo, pero antes la capital dispuso de la llamada Casa de las Comedias. El primer baile público de máscaras se celebró en 1831.
En 1807 se introdujo en Cuba el buque de vapor. Treinta años más tarde se inaugura el primer servicio de ferrocarril, y en 1840 circularon los primeros ómnibus de tracción animal. En 1901 se introdujo el tranvía eléctrico.
La imprenta llegó en 1723. La universidad se inauguró en 1728. El primer periódico apareció en 1764, y en 1790, la primera publicación literaria, El Papel Periódico de La Havana. El primer cementerio, que fue el de Espada, se explotó a partir de 1806, y en 1872 comenzaron los enterramientos en la necrópolis de Colón.
La epidemia de cólera de 1833 ocasionó 11 000 muertos en La Habana.
El hielo, ese gran invento de nuestro tiempo, como le llama un personaje de Cien años de soledad, llegó a Cuba por primera vez en 1771, traído desde Veracruz y Boston, y se le conferían cualidades medicinales. «Las bebidas heladas, se decía, entonan el estómago y todo el sistema nervioso y muscular».
El 23 de septiembre de 1801, Francisco de Arango y Parreño, el llamado «estadista sin Estado», y eminencia gris de la burguesía criolla, recomendó en una memoria al Real Consulado de La Habana la conveniencia de importar hielo a fin de que los habaneros gocen «de su consuelo en el riguroso estío». El marqués de Someruelos, capitán general y gobernador de la Isla, aprobó la iniciativa de Arango y autorizó su importación «como uso medicinal para las enfermedades que originan de la rarefacción de la sangre, que son tan frecuentes en los climas cálidos».
En 1805 estuvo aquí Federico Tudor, el rey del hielo, con 240 toneladas de su mercancía que trajo a bordo del bergantín Favorito. Cinco años después obtenía del gobierno colonial el monopolio de la venta de hielo en La Habana, pero ya a mediados del siglo XIX, el hielo se importaba libre de derechos.
Más allá de sus pretendidos propósitos curativos, el hielo hizo que apareciera, y de manera acelerada, la vida de café en la capital cubana.
«Situado» era el dinero que, por real orden, enviaba todos los años a Cuba el virrey de México a fin de financiar la construcción de fortificaciones. Es sobre la base del cómputo del «situado» que se ha podido conocer el costo aproximado de algunas de aquellas obras, afirma el historiador Gustavo Placer Cervera.
Así, las murallas habaneras consumieron, entre 1674 y 1761, entre un millón y medio y dos millones de pesos fuertes del «situado», en tanto que se calcula que la reconstrucción del Castillo del Morro, muy dañado por el ataque inglés de 1762, y la construcción de San Carlos de la Cabaña, el hornabeque de San Diego y los castillos de Atarés y el Príncipe tuvieron en conjunto un costo superior a los seis millones de pesos fuertes, de los cuales, la Cabaña se tragó la mayor parte: tres millones y medio de pesos. Un dato más ofrece el Doctor Placer Cervera. Desde 1763 hasta 1800 el «situado» enviado por México a Cuba, y que se destinaba en lo esencial a sufragar los gastos de las fortificaciones, alcanzó el fabuloso monto anual de 130 millones de pesos fuertes.
Apunta Cervera al respecto: «Esta cifra supera con creces las remitidas a cualquier otra posesión española, incluso a la propia España, que durante esos años recibió de México casi cien millones de pesos fuertes, es decir, 30 menos que Cuba».
La calle Muralla es el primer escaparate comercial con que contó La Habana. Desde 1832 existieron tiendas que llamaron la atención de los habaneros. Muralla era la calle comercial por excelencia, aunque también tenían importancia Mercaderes y Oficios, así como otras vías transversales y próximas. El entretenimiento de los habaneros de entonces se reducía en lo esencial a las fiestas y las procesiones religiosas y las paradas y los desfiles militares. Un entretenimiento muy recurrido era pasear por la calle de los Mercaderes y de la Muralla, que presentaban, con sus numerosas tiendas alumbradas por lámparas y quinqués, el espectáculo de un gran bazar o una feria.
El origen de Muralla se pierde en la noche de los tiempos, pero ya en 1598 la llamada entonces calle Real se distinguía por ser una de las cuatro de la villa en la que se fabricaba en línea y no al capricho del propietario. Allí radicó la que parece haber sido la primera botica de la ciudad y hacia 1793 el gobernador Luis de las Casas la hizo empedrar. Treinta años antes, otro capitán general, el conde de Ricla, le impuso su nombre sin conseguir erradicar el anterior. Se llamó calle de la Cuna al tramo comprendido entre la Plaza Vieja y la calle Oficios porque allí se asentó en 1710 la Casa Cuna. Corría desde el muelle de la Machina y la Comandancia de Marina hasta la puerta de Tierra de la Muralla, salida de la ciudad hacia el campo.
Fue Muralla la favorita de los comerciantes españoles, centro del integrismo más furibundo. Allí, con mesas dispuestas a lo largo de toda la vía, tuvo lugar el fastuoso banquete con que España celebró el fin de la Guerra Grande, en 1878.
No es extraño que califiquemos como «cuento de camino» el relato que hacemos o escuchamos para matar el tiempo o llenar un vacío. Algo sin importancia, verdad o mentira que no demoremos en olvidar.
Lo curioso es que Camino existió realmente y tenía siempre a flor de labios una historia, un chascarrillo, una alusión a un personaje célebre o no que llevaba a su conversación habitual.
Se llamaba Francisco Camino y se estableció como comerciante en la calle Neptuno en 1875. Sus compañeros de trabajo y su numerosa clientela gustaban de su conversación y no era raro que, un poco en broma, un poco en serio, repitiesen lo que les había dicho haciendo notar que se trataba de un cuento de Camino.
Hubo un Capitán General en Cuba, gobernador de la Isla entre 1853 y 1854, que fue inspirado poeta y consumado traductor y alcanzó a presidir incluso la Real Academia de la Lengua. Cuando Juan González de la Pezuela y Ceballos llegó a Cuba, había sido ya gobernador de Puerto Rico y venía con instrucciones de liquidar el tráfico clandestino de esclavos africanos por lo que debió enfrentarse resueltamente a la oligarquía negrera. Declaró libres a los negros emancipados y ordenó inspeccionar aquellos ingenios y cafetales de cuyos dueños se sospechaba que recibían contrabando de esclavos. Para colmo hizo pública una orden que autorizaba el matrimonio de blancos con negras, y dispuso la titulación obligatoria en estudios de letras para aquellos que escribían en los periódicos. En una ocasión un colaborador le entregó una relación de los más notables conspiradores habaneros y lo instó a proceder con mano dura. Les daré candela, dijo Pezuela. Acercó el papel a una vela y lo quemó sin leerlo.
Tras la llamada Revolución Gloriosa (1868) acompañó a Isabel II en su exilio y se convirtió en su más fiel y celoso servidor. Restaurada la dinastía borbónica en la persona de Alfonso XII, regresó a España y, apartado de la política, se dedicó a la poesía y a la traducción literaria. Desde 1847 ocupaba un sillón en la Academia de la Lengua y desde 1873 presidió esa corporación hasta su muerte, en 1907.
Su traducción de La divina comedia, de Dante, es sin duda una de las mejores versiones que del poema se han hecho en español. La imagen de Pezuela aparece en Los poetas contemporáneos, el famoso cuadro de Antonio María Esquivel, junto a los hombres de letras más destacados de su tiempo.