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Las coronaciones de la Avellaneda

La camagüeyana Gertrudis Gómez de Avellaneda, la más grande escritora de habla castellana en el siglo XIX, fue coronada dos veces en ocasión de su visita a Cuba en el año de 1860. La primera de esas coronaciones tuvo lugar en La Habana,  en la noche del 27 de enero, y de ella dio cuenta Enrique Piñeyro, testigo presencial del homenaje. El acto de la segunda coronación se celebró el 3 de junio, en la ciudad natal de la autora de Sab, y fue reconstruido por el poeta y narrador Roberto Méndez, una de las figuras más brillantes de la intelectualidad cubana, en su libro Leyendas y tradiciones del Camagüey (2003), al que el escribidor ha aludido en esta pagina más de una vez. Un libro disfrutable de principio a fin, para decirlo en pocas palabras.

La presencia de un loco que logró subir al escenario deslució el agasajo de La Habana. En el otro, la escritora solicitó volver a su alojamiento antes de que finalizara el programa. Es de suponer la conmoción que debió significar la retirada de la homenajeada para los patrocinadores del acto que habían previsto cerrar la noche con el tercer acto de Hernani, de Verdi, escogido para halagar a la insigne dramaturga. En la puesta, el papel de Elvira estaría a cargo de Amalia Simoni, y el de Silva, del polifacético y misterioso —así lo califica Méndez— Miguel Adolfo Bello.

Amalia contraería matrimonio con Ignacio Agramonte. El fotógrafo y cantante Miguel Adolfo fue apresado en el campo insurrecto con sus artefactos fotográficos a cuesta. Se le acusó de querer incorporarse al Ejército Libertador y, sometido a un juicio sumarísimo, se le pasó por las armas. En una historia de la ciudad de Camagüey se le da como fusilado en 1871.

Y aquí viene lo interesante. En 1872 y 1873 Bello aparece actuando, primero en el Teatro de lo Pobres, de funciones de teatro bufo, y luego en el Principal. Muchos años después se consigna su nombre en el Boletín Oficial del 9 de julio de 1888, en una lista de correos de Nuevitas.

Escribe Roberto Méndez en sus Leyendas y tradiciones del Camagüey: «Más de un siglo después seguimos llenos de conjeturas: ¿fue el cantante y fotógrafo un mártir de la contienda? ¿logró escabullirse al extranjero y desapareció sin dejar huellas? ¿continuó su vida despreocupada  en la ciudad empobrecida y poco a poco se fue tornando invisible para las autoridades y en fin para todos? No es posible dar una respuesta exacta. Bello se ha convertido en personaje de leyenda y eso lo hace mucho más vital y duradero».

Sus ojos desprendían llamas

Muchos años después del acto de La Habana,  Enrique Piñeyro conservaba como uno de los recuerdos más vívidos de su juventud la imagen de Gertrudis Gómez de Avellaneda. La célebre escritora cubana residente en España, había venido a la Isla junto con su esposo, el coronel Domingo Verdugo, como parte del séquito del nuevo Capitán General, y el Liceo de La Habana quiso rendirle homenaje. Se impondría a la poetisa, en el Gran Teatro Tacón, una corona de laurel hecha de oro. Pese al paso del tiempo mantenía Piñeyro fuertemente impreso en su memoria el rostro moreno de su coterránea, «con ojos negros fulgurantes y labios apretados por la cólera» y de los que pendía una gota de sangre. ¿Por qué esa furia cuando el momento debía ser de júbilo?

Aunque lento, un poco largo quizá, el acto transcurría sin inconvenientes, como todos los de su tipo. La música estuvo a cargo del pianista Luis Gottschalk y del violinista cubano José White, y se representó La hija del rey René, un acto en verso de la Avellaneda que resultó más insípido de lo que realmente era, sin que los actores aficionados que lo llevaron a escena hicieran nada por mejorarlo.

Siguió la parte puramente literaria. En siete sillones dispuestos en el escenario tomaron asiento, de cara al público,  el Conde de Santovenia, presidente del Liceo, la Avellaneda y cinco señoras más. Hubo un discurso  que pudo y debió ser más corto, lectura de poemas y una perorata interminable del  Conde, y cuando se procedería a la coronación, ocurrió lo inexplicable. Sin presentación previa apareció en la escena un sujeto de tez amarillenta, vestido todo de negro y con cabellos largos y mal peinados. Algo fúnebre se evidenciaba  en su figura y, por su palidez, causaba la impresión de haber pasado largo tiempo a la sombra. Leía el hombre algo que, escuchándolo, no se sabía si era prosa o verso, y seguía imperturbable en su lectura pese a las carcajadas estentóreas y los gritos de «¡fuera!» y «¡basta!» provenientes del lunetario. Pronto el escándalo se hizo insoportable y muchos de los presentes, deplorado el desorden, empezaron a retirarse de la sala. El hombre, un empleado del gobierno de apellido Muñiz, no se daba por enterado. Mientras, desde bastidores, Enrique Piñeyro seguía la reacción que el atrevimiento de Muñiz provocaba en la escritora, cuyos ojos desprendían llamas y lanzaban dardos de fuego. Apretaba la Avellaneda, cada vez con más fuerza, los labios hasta que salió de ellos una gota de sangre, arrancada por la impotencia que se debatía desesperada con su inmenso orgullo y su indomable carácter.

Al fin la coronaron. Los periódicos de la mañana siguiente fueron prolijos en el reporte del homenaje. Pero de la interrupción de Muñiz, ni una palabra.

Corona de flores blancas

Tan pronto se supo de la presencia en Cuba de la ilustre escritora, quiso agasajarla la Sociedad Filarmónica de Puerto Príncipe, fundada en 1858 y presidida por Salvador Cisneros Betancourt, Marqués de Santa Lucía. Ya el 1ro. de enero de 1860 se le nombraba por unanimidad Socia de Mérito y se le hacía saber, en una carta, «el placer que tendría esta Sociedad en verla algún día en su seno». Aceptó la invitación la autora de Baltasar, y el 10 de mayo llegaba a la ciudad para, transgrediendo los convencionalismos sociales, alojarse en la casa de su medio hermana, llamada también Gertrudis Gómez de Avellaneda, a fin de compartir, escribe Roberto Méndez, «recuerdos paternos con una hermana que le había sido escamoteada en sus días infantiles».

Aunque pronto corrieron por la ciudad habladurías sobre las singularidades de la escritora, los gestos de reconocimiento no se hicieron esperar. La Filarmónica decidió adquirir un retrato suyo y para el 3 de junio programó el homenaje que se llevaría a cabo en el palacio de los marqueses de Santa Lucía, en las calles Mayor y San Diego, actuales Cisneros esquina a Martí; edificio que ya no existe y cuyo espacio lo ocupa hoy la Biblioteca Provincial. A las nueve de la noche, en coche y escoltada por un grupo de señoras, llegó la Avellaneda a la Sociedad donde la esperaban 12 caballeros con  hachones encendidos. La Marquesa de Santa Lucía y otras damas principales la esperaban en la escalera y le entregaron flores. Ya en el teatro, dispuesto en el primer piso de la morada, se entregó a la homenajeada una corona de flores blancas con el diploma que la acreditaba como Socia de Mérito.

Hubo en el acto música de Rossini y de otros autores. No faltaron los discursos y la inevitable lectura de poemas, entre ellos los que dio a conocer Antonio Nápoles y Fajardo, hermano del Cucalambé, que firmaba con el seudónimo de Sanlope. Mientras que el del poeta esclavo Juan Antonio Frías debió ser leído por un miembro de la Filarmónica porque no se permitía allí la presencia de negros.

Tan largo programa pareció cansar a Doña Gertrudis que luego de hablar sobre su amor por la tierra que la vio nacer y evocar la memoria de su madre, que duerme «su sueño eterno en un lugar que no cubren las palmas ni las cañas del trópico y cuyas flores no serán regadas por las aguas del Tínima», pidió volver a la casa donde se alojaba.

Imaginamos la contrariedad que debió significar para los asistentes y organizadores de tan elaborado homenaje la salida anticipada de la Avellaneda. Pero los principeños, apunta Roberto Méndez, no eran fáciles de desanimar. Aun en ausencia de la homenajeada, cantaron para su propio placer el tercer acto de Hernani, previsto para cerrar la noche, devoraron el suculento bufet encargado para la fiesta y bailaron como locos hasta las dos de la mañana.

El 9 de junio de 1860 la Avellaneda se marchó de Puerto Príncipe para no volver jamás. Su presencia estimuló la vida literaria local y propició que fueran mejor estimadas las mujeres con vocación literaria, a las que dedicó palabras de aliento.

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