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Martí en Cuba libre

No había transcurrido un mes del desastre de Fernandina cuando José Martí llega a Santo Domingo a fin de reunirse con el mayor general Máximo Gómez. El 10 de enero de 1895 autoridades norteamericanas se incautaron el cuantioso material bélico acopiado para la revolución que debía iniciarse en Cuba, con lo que se echaba por tierra tres años de paciente y callado trabajo organizativo dirigido en persona y de forma totalmente compartimentada por el Delegado del Partido Revolucionario Cubano, y financiado, en lo esencial, por los cubanos radicados en Estados Unidos.

La catástrofe llevó a Martí a la desesperación. «Yo no tengo la culpa», «yo no tengo la culpa», repetía entre sollozos ante un grupo reducido de colaboradores en la habitación de un hotel de Jacksonville, en Florida, donde se alojaba con un nombre supuesto. Los que meses atrás lo criticaban por el secreto con que asumía su trabajo, se conmovían, ahora, ante sus lágrimas. No demorará en darse cuenta de que la ocupación del armamento, valorado en unos 65 000 dólares, fue consecuencia de una delación. ¿Cómo podía él haber sospechado de un hombre de la Guerra Grande, que Serafín Sánchez y Carlos Roloff recomendaron sin reservas? Creyó haber hecho de su fe un escudo invulnerable, escribe Jorge Mañach, y lo hirieron bajo el escudo.

No todo, sin embargo, está perdido. Aunque en ese momento no se sabe, las armas y pertrechos incautados podrían recuperarse y de hecho se recuperaron en gran parte y se enviaron al país en expediciones posteriores. Y algo mejor: el fracaso vino a demostrar lo que Martí era capaz de hacer. Cuando algunos en la emigración lo tenían como un hombre que solo sabía hacer discursos y pedir, descubrieron que, con centavos, había sido capaz de arrendar tres barcos y cargarlos de hombres y armas para enviarlos a Cuba.

Si bien es cierto que Fernandina alertó tanto a las autoridades norteamericanas como a las  españolas, sobre quién era Martí, avivó los ánimos patrióticos de los cubanos en la Isla y en la emigración. Tabaqueros de Tampa y Cayo Hueso comentaban sobre el hombre en quien depositaban su confianza: «¡vean, vean lo que es Martí… Lo que se tenía callado… El golpe que iba a dar a los españoles». El Plan de Fernandina era para ellos bueno y amplio y, más que nunca, pese al fracaso,  tuvieron fe en su autor.

Hay entusiasmo, pero las finanzas del Partido están exhaustas. Martí apela de nuevo a los tabaqueros; escribe  a Cuba y de la Isla le remiten más de 5 000 pesos acopiados, centavo a centavo, en pocos días. No es suficiente. Aun así, la angustia mayor era para Martí imaginar cómo reaccionaría Máximo Gómez ante el golpe fatal. ¿Persistiría el viejo caudillo en su voluntad de salir para Cuba pese a la cortedad de las finanzas? Mayía Rodríguez calma las preocupaciones de Martí. Gómez está dispuesto a ir a Cuba de cualquier manera; así sea en un bote. El mayor general Antonio Maceo, en Costa Rica, pide 6 000 pesos para alistar su expedición, y se niega a aceptar los 2 000 disponibles.

Martí le escribe: «…El patriotismo de Ud., que vence a las balas, no se dejará vencer por nuestra pobreza…». Y Máximo Gómez, tajante, en carta en que se suscribe como «Su General y amigo», dice a Maceo: «Después de lo de Fernandina, y después de lo que en este mismo instante… nos comunica el cable, y es que ya hay humo de pólvora en Cuba y cae en aquellas tierras sangre de compañeros, no nos queda más camino que salir por donde se pueda y como quiera». Bajo el mando del mayor general Flor Crombet viene Maceo en una expedición que trae veintiún hombres y solo nueve fusiles.

El 24 de febrero se había dado en Cuba el grito de ¡Independencia o Muerte!

Para mí ya es hora

Desde el 6 de febrero, en que llega a Montecristi, debe Martí moverse con suma cautela. Estrechamente vigilado por el cónsul español y rodeado de espías por toda partes, puede, junto con Gómez, ocultar sus movimientos gracias a la protección de las autoridades dominicanas.

El 25 llega Mayía Rodríguez. Porta los 2 000 pesos que el presidente de Santo Domingo dona a la causa cubana y asegura que el día anterior estalló la Revolución en Cuba.  Martí no cabe en sí de gozo. «Lo hemos hecho, aún me parece un sueño», exclama, aun cuando las noticias dejan entrever que la guerra no nació con la fuerza necesaria. Su júbilo dura poco: en junta militar, los jefes deciden que Martí salga de inmediato para Nueva York. Martí calla y acata. Pero esa misma tarde, llega a Montecristi un ejemplar del periódico Patria en el que se asegura que Martí y Máximo Gómez combaten ya en Cuba Libre. «Iré», exclama Martí, enfático, y no hay militar que se atreva a disuadirlo.

Con Gómez firma el 25 de marzo el histórico Manifiesto de Montecristi que más que una declaración de guerra, es un esbozo de lo que debe ser la República. A Federico Henríquez y Carvajal escribe: «Yo evoqué la guerra: mi responsabilidad comienza con ella en vez de acabar. Para mí la patria no será nunca triunfo, sino agonía y deber… Yo alzaré el mundo. Pero mi único deseo sería pegarme allí, al último tronco, al último peleador: morir callado. Para mí ya es hora». Y a su madre: «Usted se duele, en la cólera de su amor, del sacrificio de mi vida, y ¿por qué nací de usted con una vida que ama el sacrificio?».

Salir de Santo Domingo no es fácil. Con Martí y Gómez hacen el viaje el brigadier Francisco Borrero, el coronel Ángel Guerra, César Salas y el dominicano Marcos del Rosario. Logran llegar a Inagua, en las Bahamas, pero allí los traiciona el capitán de la goleta contratada y deserta la tripulación. Gracias al cónsul haitiano consiguen que un frutero alemán los tome como pasajeros para dejarlos caer al mar en un bote a su paso por Cuba.

Es 11 de abril. A las cinco de la tarde divisan a lo lejos las montañas del sur de Cuba. Martí, emocionado, no puede hablar. Se acerca el frutero a tres millas de la costa. Es noche cerrada, llueve, hay viento y el mar bate embravecido. El capitán vacila, pero Gómez se impone y ya en el bote asume el timón y Martí lleva el remo de proa, mientras los demás bogan desesperadamente y Borrero, que otea, cree ver el parpadeo de luces hacia las que ponen rumbo. Mejora el tiempo. Escampa. Sale la luna. Gómez logra ver la hora: son las 10:30. Raspa el bote el suelo rocoso del bajío y Guerra, Salas y Marcos lo empujan hasta una playuela. Gómez besa la tierra cubana. Martí mira las estrellas recién nacidas. Están, lo sabrán después, en Playitas, cerca de Cajobabo, en Baracoa.

Gómez lleva su brújula de bolsillo y caminan tierra adentro, hacia el norte. Olfatea Gómez en el aire el olor a candela y ordena a Marcos que cante como gallo. Lo hace y contesta al instante un gallo cercano. Tocan a la puerta de un bohío, donde se reconfortan con el café que les brinda la familia, y tras un breve descanso continúan la marcha hacia la Sierra guiados por un niño, Saturnino, dueño en ese instante, dice Benigno Souza, de los destinos de Cuba. Pernoctan en una cueva, que Gómez llama el templo. Esperan a un práctico, conocido de Gómez de la Guerra Grande a quien mandan aviso con el niño. Reanudan al fin la marcha.

Martí y Gómez se dispensan cuidados recíprocos. Martí pasa el jolongo del General al práctico, que va descansado, y el Viejo toma el fusil de Martí y lo carga con el suyo. «Nos vamos halando desde lo alto de los repechos. Nos caemos riendo», escribe Martí en su diario. Y Gómez apunta en el suyo: «A pesar de la carga que llevaba pude contemplar lo radiante de orgullo y complacencia de Martí por andar metido en estas cosas con cinco hombres duros».

El coronel Félix Ruenes, jefe mambí de la zona, ve con alegría y asombro al Chino Viejo y al Doctor Martí en su campamento. Miran a este con curiosidad. Le traen agua con miel, plátanos asados, una naranja agria. Ruenes y sus oficiales lo llaman Presidente.

El día 14, todavía en el campamento de Ruenes, el general Gómez convoca a una junta de jefes en el fondo de una cañada y pide a Martí por señas que se mantenga a distancia. Piensa este que tratarán de alguna acción militar  y no quieren darle participación, y se amohína.  Mas al rato ve venir hacia él, corriendo a Ángel Guerra.  A propuesta del Viejo, el consejo de jefes acordó no solo reconocer a Martí como Delegado del Partido Revolucionario Cubano en la guerra, sino conferirle el grado de Mayor General del Ejército Libertador. Escribe Martí: «¡De un abrazo igualaban mi pobre vida a la de sus diez años!».

 

Fuentes: Textos de Jorge Mañach, Benigno Souza y Minerva Isa—Eunice Lluberes.  Diccionario Enciclopédico de Historia Militar de Cuba, T. III.

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