Lecturas
Diciembre es el mes más corto del año. Termina, por lo general, sobre el día 15. Pasada esa fecha y hasta bien entrado enero se hace difícil concretar una cita, conseguir una entrevista, empatarse con alguien, cobrar lo que nos deben. Es como si las semanas finales de diciembre y las primeras de enero fueran una interminable y desesperante sucesión de días viernes, en los que, después del almuerzo, no se encuentra a nadie en su puesto de trabajo. Los jefes acudieron a una reunión fuera del centro, y los subalternos, aunque sean solteros, tuvieron que acompañar a la suegra al médico.
El año es ejemplo de evento cíclico; guarda una relación analógica con procesos tales como el día, la vida humana, el devenir de una cultura… todos con una fase ascendente y otra descendente.
El fin de un año es siempre para el ser humano ocasión de balance y recuento; momento propicio para repasar éxitos y fracasos, y contrastar lo conseguido con lo que no se alcanzó. A las 12 de la noche del 31 de diciembre se cierra una etapa que da paso enseguida a otra, que se abre con nuevas metas que a veces vienen de antes, como esos siempre anhelados e invariablemente incumplidos propósitos de abandonar el cigarrillo, visitar a la vieja tía enferma o rebajar el peso corporal.
Las fiestas de fin de año comienzan con bastante anticipación. Desde que entra diciembre los grandes comercios nos recuerdan, con motivos alegóricos y tímidas rebajas de precio, su cercanía, y la puesta del arbolito, con sus luces y bolas de colores, es una fiesta para la familia. Crece el júbilo y el ritmo laboral decrece. Las enfermedades dan un respiro. O la gente da un respiro a sus enfermedades y, aunque los males sigan ahí, se aplaza hasta enero la visita al médico. Los que muy de tarde en tarde prueban las bebidas alcohólicas, no vacilan entonces, por aquello de que «un día es un día», en darse su trago, y a veces más de uno, y el que mira hacia otro lado para no saludar a nadie, hay que aguantarlo para que no apurruñe entre los brazos al vecino. Llegan las tarjetas de felicitación. Dicen más o menos lo mismo: «Felices Pascuas y Próspero Año Nuevo».
Son las fiestas por el nacimiento del Niño Jesús. Pero en Cuba, al igual que sucede en otros muchos países, la celebración se ha desacralizado y esos días pasaron a ser grato motivo de reunión familiar y de rencuentro de amigos, aunque los templos católicos se llenen de feligreses, no siempre devotos, para escuchar la Misa del Gallo, que se oficia a las 11 de la noche del 24 y que ahora puede ser a las nueve o a cualquier otra hora según la agenda del sacerdote disponible.
La cena del día 24, la nochebuena propiamente dicho, es el centro de la celebración. Ese día —puede ser también el 31— para muchos es importante estrenar una pieza de ropa, sea una chaqueta o un calzoncillo. La familia cubana no tiene en la ocasión una hora fija para cenar. Se impone, sí, en la mayoría de la Isla, hacerlo en familia, y se espera tenerla toda sentada a la mesa para empezar a degustar los frijoles negros dormidos y el arroz blanco desgranado y reluciente, la yuca con mojo, el puerco asado o el guanajo relleno o sin rellenar que, junto con los postres caseros, como los buñuelos de Navidad, y una amplia gama de dulces en almíbar y turrones españoles, son los platos —también el guineo en salsa negra— que conforman la comilona de la fecha que, en un país sin tradición ni cultura vinícola, se riega por lo general con cerveza helada. No son frecuentes en la nochebuena cubana el cordero, los pescados, o los mariscos, tampoco el bacalao, habituales en otras latitudes.
En una fina evocación de la cocina cubana escribía el poeta Miguel Barnet: «No escapan a mi memoria las nochebuenas de mi casa marina, con el lechón al pincho, el pavo gigante o el pargo asado a la catalana, todo acompañado de plátano maduro frito, tostones rubicundos o yuca con mojo de ajos».
Sabe el escribidor que en la Cuba de hoy no todos comen siempre lo que quieren. Pero está convencido de que no hay familia cubana que se acueste sin comer. Por modestos que sean sus recursos, siempre se reserva algo especial o al menos distinto para esa noche.
Decía uno de nuestros grandes costumbristas, que para el cubano promedio no es tan importante lo que llevó a la mesa en la nochebuena, sino lo que sobró, a fin de poder comentar que hubo tanta comida que en su casa no se hizo necesario cocinar al día siguiente. En realidad, la cubana —¡y la habanera, ni hablar!— no suele meterse en la cocina el 25, que es el día de la llamada montería, esto es, de comer lo que quedó de la noche anterior. Se quiere un 25 lo más tranquilo posible, ideal para la visita, acabar la botella que quedó mediada de la noche o para aliviar el ajetreo de jornadas anteriores. Aunque ha ganado espacio en los últimos años la cena del 31, se prefiere una comida ligera en casa para celebrar la fecha en grande en la calle y recibir el año y empezar un nuevo ciclo con el almuerzo del 1ro. de enero.
Cuando yo era niño, el lechón, que era como le llamábamos, o, en su defecto, el pernilito, se asaba en la panadería. Llegado el 24, la familia sacaba del cuarto de los trastos la plancha, guardada desde el año anterior, que el panadero metería en el horno y que, ya asado el animal o su pata, oficiaba como una especie de parihuela para trasladarlo a la casa. La cosa se ponía fea cuando el reloj empezaba a correr, llegaban las ocho o las nueve de la noche, la ansiedad comenzaba a hacer estragos y el lechón no regresaba de la panadería, aunque desde temprano en la mañana se había solicitado el servicio. Y es que debía esperar su turno. De aquella época vienen a mi memoria los nombres de algunas panaderías, todas en el reparto Lawton: El Buen Gusto, en Concepción esquina a Armas; San Francisco, en la calle del mismo nombre entre Delicias y Diez de Octubre; La Princesa, en 16 esquina a Concepción, y El Bombero, en Porvenir esquina a B.
Tanto si se asaba en la panadería o en la casa, el proceso tenía sus complejidades. Se mataba el animal el día antes y se recogía la sangre para las morcillas. Se le echaba agua hirviendo, y se frotaba con un ladrillo para sacarle la piel y blanquearlo. Se afeitaba y enjuagaba. Se abría y se extraían las vísceras. Se enjuagaba entonces por dentro y se colgaba para que escurriera. Se adobaba por la noche y al día siguiente se escurría ese adobo y se ponía el cerdo en la parrilla. Si se había decidido asarlo en la casa una opción era la de abrir en la tierra un hueco rectangular de medio metro, abastecerlo de carbón o leña suficientes, y colocar la parrilla sobre cuatro estacas. El asado iba acercándose a la candela a medida que el fuego se consumía. Mientras el puerco se asaba, las vísceras fritas, que eran lo primero que se comía, acompañaban el ron o la cerveza. Todo eso era parte del folclor.
En algunas localidades del país se quema, llegado el 31, un muñeco de trapo a fin de eliminar lo malo del período que termina. Hay personas que, maleta en mano, dan por lo menos una vuelta a la manzana, costumbre que hoy se va extendiendo con la esperanza de asegurar un viaje o propiciarlo. Tirar a la calle un cubo de agua en el último minuto del año que finaliza, también para alejar lo malo, es una tradición que ha resistido todas las épocas, mientras que el aguinaldo reaparece con timidez.
Se aproximaban las fiestas de fin de año y los recogedores de basura y los barrenderos tocaban a las puertas de las casas para felicitar a las familias. Las habían servido durante los meses precedentes y con su saludo sugerían una pequeña recompensa, el llamado aguinaldo. La sugería también el cartero, que dejaba, al igual que los otros, una pequeña tarjeta con un mensaje amable y esperanzador. Todo a cambio de la clásica peseta, los 20 centavos que era lo que por lo general se obsequiaba. Llegada la fecha, el bodeguero recompensaba a sus clientes: una lata de dulces en almíbar, un turrón o una botella de ron o de vino, una dádiva que estaba en proporción con el gasto en que el cliente hubiera incurrido durante el año y que aseguraba que el sujeto siguiera haciendo allí sus compras. Entonces, aún no éramos usuarios.
Todavía hasta los primeros años de la Revolución se anunciaba en la prensa el saludo del cuerpo diplomático acreditado al Presidente de la República y el coctel con que el mandatario correspondía al saludo el día 1ro. del año en el fastuoso Salón de los Espejos de Palacio. El 31 de diciembre de 1966 se celebró el aniversario del triunfo de la Revolución con una cena gigante en la Plaza, a la que asistieron los principales dirigentes y funcionarios del Estado. El Comandante en Jefe despidió 1959 durante una cena con los carboneros de la Ciénaga de Zapata, región que comenzaba a conocer entonces una intensa transformación.
Hemos tenido fines de año mejores que otros. El 31 de diciembre de 1898 cesó en Cuba la soberanía española. La nueva situación provocó sentimientos encontrados en el cubano de a pie. Unos lloraban, otros reían, escribía el cronista Federico Villoch. Era una conmoción nerviosa difícil de contener. No se luchó durante tantos años para que al final fuera la bandera norteamericana la que tremolara en la Plaza de Armas y en El Morro. Pero la salida de España, luego de 400 años de dominación, ocasionaba alivio y alegría.
Sesenta y un años después, en 1958, el agua del cubo del fin de año arrastraba a Batista y a su camarilla, y a todo un régimen social. Por primera vez en la historia la frase «Año Nuevo, Vida Nueva» empezaba a ser una realidad para los cubanos.
Chirrín chirrán
Basta ya de lata. Se acaba el año y como el escribidor también es hijo de Dios, quiere cogerse un diez, con la certeza de que volveremos a encontrarnos el primer domingo de enero. De manera que chirrín chirrán, no sin antes desear lo mejor a los lectores que han tenido la paciencia de seguirlo hasta aquí.