Lecturas
En Francia, Inglaterra, Estados Unidos, España, Bélgica y, desde luego, en Cuba, el gran esgrimista cubano Ramón Fonst retó a más de cien personas a duelo, pero solo una de ellas aceptó enfrentársele en el campo del honor.
Erguido a pesar de la edad, alto, fornido, con los brazos largos como ramas de almendro, confesaba en una entrevista que concedió a fines de 1958:
«Siendo un esgrimista de vocación, actitud que heredé de mi padre, Filiberto, quien sin duda manejó la espada y el florete mejor que yo, aunque no obtuvo los honores que alcancé, muchas personas, por envidia u otras razones, quisieron hacerme daño. Yo respondía invariablemente con un reto».
Añadió que cuando enviaba a sus padrinos a alguien, lo que sucedía con cierta frecuencia, era porque se veía obligado a defender su dignidad profesional. Los retados entonces se retractaban y ofrecían al cubano las satisfacciones más cumplidas. Puntualizó:
«Siempre estuve dispuesto a batirme con cualquiera. Claro, en aquellas circunstancias en las que creía que yo tenía la razón».
¿Cuál fue su lance más importante? El entrevistador lo hace evocar un pasado que el esgrimista, caballeroso, preferiría olvidar. Complace al fin al reportero.
«Con el esgrimista francés Adolfo Kerchoffer había tenido yo ciertas diferencias en Francia. Supe de su estancia en La Habana y aproveché la ocasión para que me diera explicaciones o me acompañara al campo del honor y dirimir así nuestros problemas por medio de las armas.
«¡Sorpresa! Recibí del señor Kerchoffer una repuesta inesperada. En un acta que suscribieron mis representantes, los señores Carlos Mendieta y Orestes Ferrara, ambos coroneles del Ejército Libertador y figuras prominentes de nuestra vida política, se deshacía en explicaciones y disculpas».
Días después de que se firmara el acta mencionada, el francés dijo algunas cosas desagradables acerca del cubano, palabras que llegaron a oídos de Fonst.
Ocurrió lo inevitable. Volvieron Mendieta y Ferrara al hotel Inglaterra, donde se alojaba el sujeto, y lo encontraron en el vestíbulo del establecimiento. Kerchoffer ofreció a los padrinos de Fonst una explicación improcedente y se precipitó escaleras arriba a fin de encontrar refugio en su habitación. Mendieta y Ferrara le dieron alcance y lo fulminaron con esta frase: «Usted es un cobarde, señor Kerchoffer».
Enseguida los padrinos remitieron una carta a su representado en el que daban cuenta del incidente y precisaban: «Tú comprenderás que ante la vergonzosa retirada del señor Kerchoffer no nos queda más remedio que darte cuenta de hecho tan anormal entre nosotros y dar por terminada nuestra misión, autorizándote a que de esta carta hagas el uso que quieras».
Kerchoffer se esfumó y la carta de Mendieta y Ferrara apareció en la revista El Fígaro con una nota en la que se detallaba el inusitado suceso.
Fonst poseía la Orden Nacional Carlos Manuel de Céspedes, en el grado de Gran Cruz, la máxima condecoración entonces del Estado cubano, y era Caballero de la Legión de Honor de Francia, distinción que se le entregó en la misma ceremonia en que se les adjudicó a los ex presidentes Mario García Menocal y José Agripino Barnet.
Ganó 12 torneos internacionales sin ser «tocado» y de su larga cadena de victorias daban cuenta las 135 medallas que acumuló a lo largo de su vida deportiva. Cuando en 1900 ganó el Campeonato de Esgrima de París, «tocó» tres veces a su rival cuando bastaba con haberlo hecho una sola vez, que era lo reglamentario, porque, decía, no era fácil que se reconociera vencedor en tan importante torneo a un hispanoamericano nacido en La Habana, y tenía que dejar su triunfo fuera de toda duda.
En sus buenos tiempos, su velocidad infundió pavor a sus contrarios. Era flexible y dinámico en sus movimientos y temible en sus tiradas a fondo por la elasticidad de sus recios músculos. Su estilo clásico dio renombre internacional a este zurdo de oro. En 1904 implantó el récord de celebrar 24 asaltos seguidos sin ser «tocado». Hazaña única e increíble, como la calificó René Lecroix en Les Armes, y más si se tiene en cuenta que entre los adversarios del cubano figuraba H. G. Berger, reputado en ese momento como el mejor espadista del mundo. Veintiséis años después, y ya con 48 de edad, el mismo Fonst rompería su marca cuando en los Juegos Centroamericanos de 1926 terminó 25 asaltos sin un solo impacto en su persona y se coronó campeón en florete, sable y espada.
Fonst era admirable asimismo por su caballerosidad. Llegaba a tal extremo que se decía que podía competir sin necesidad de jueces que arbitraran los encuentros, pues si era «tocado» sin que se percataran de ello los que evaluaban el combate, era él quien lo señalaba.
El deporte lo atrajo siempre, y a pesar de su trayectoria se consideró siempre un aficionado. Su padre sobresalía en la esgrima y en el tiro de pistola, y el hijo quería ser como él. Sus condiciones físicas lo ayudaban: era zurdo y tenía una estatura elevada. Vivían en Francia
entonces y eso decidió que el muchacho empezara a entrenarse con el francés Juan Ayat y el italiano Antonio Conte, ídolos de la esgrima en París en aquellos días. Pocos años después sería el cubano quien conquistara a Francia con sus éxitos sobre los más reputados ases de
la espada mundial.
Su primer triunfo lo consiguió a los 16 años, en un torneo de florete que auspició el liceo parisino Janson de Sailly. El último, en 1938, a los 56 años. Pero no fue solo en la esgrima donde sobresalió. También en la modalidad francesa de boxeo, que utiliza manos y piernas, ganó cuatro medallas de oro en igual número de torneos de aficionados.
Recordaba en una entrevista: «Mi padre era una gran figura… Él fue quien me obligó a que dejase el ciclismo para acogerme exclusivamente a la esgrima. Por él abandoné la pistola. Y eso que yo me había distinguido rompiendo a pistola y revólver con ambas manos, sin platos de mando ni fallar una sola vez. En esa ocasión gané cuatro medallas de plata en el tiro de Gastinne Renette».
Escribía David Aizcorbe, un destacado espadista que presidió la Asociación Nacional de Reportes: «Fonst revoluciona los cánones espadísticos imperantes. Hasta entonces, se afirma, la espada se practicaba casi como el florete, y los tiradores clásicos, en su mayoría, iban a la parada. El cubano se apropió de la lección de los grandes maestros en cuanto a que la esgrima es el arte de tocar sin ser tocado y sorprendía en sus ataques a los rivales al meter su punta por donde quiera que encontrara un espacio, por estrecho que fuera. Esa técnica le dio renombre mundial».
Ocurrió otro incidente memorable en la vida de Fonst. Fue seleccionado para participar en un campeonato mundial que tendría lugar en París, y no pocos esgrimistas hicieron a la prensa declaraciones en su contra.
Era lógico que las hicieran, porque habían quedado fuera de la selección. Aunque comprendía el motivo de las críticas dio a conocer en los periódicos la carta que dirigió a otro esgrimista, Desiderio Ferreira. En esta le pedía que visitase a los resentidos, unos 15, y les dijera que en cuanto regresara a La Habana se batiría con cada uno de ellos. «Dejo en tus manos mi nombre y mi honor y me voy tranquilo para regresar cuanto antes», decía en su carta a Ferreira, quien, por cierto, terminaría baleado, años después, en el portal de su casa, en el apacible reparto de San Miguel, cuando le cobraron la cuenta por su pasado machadista.
Obtuvo en París el Campeonato Mundial de Esgrima y regresó a cumplir lo prometido. También esta vez los adversarios se rajaron, pese a los esfuerzos de Ferreira para que se batieran. Todos formularon excusas.
«Fatalidad —diría Fonst—. No había forma humana de que alguien aceptara mi reto. Yo retaba a todos los que me insultaban o rozaban mi dignidad y nadie, salvo el maestro Rivas, se atrevió jamás a corresponderme».
Sucedió de esta manera: Una tarde discurrían plácidamente sobre asuntos de armas Ramón Fonst y el maestro José María Rivas, otro grande de la espada. Conversaban sobre la técnica esgrimística del italiano Athos de San Malato, autor de uno de los códigos que regían los lances de honor; algo dijo Rivas que disgustó a su interlocutor y ahí mismo quedó planteada la cuestión de honor. No quedaba otra salida que la de batirse.
El día en cuestión se situaron frente a frente los dos leones. El juez de campo, que era Pío Alonso, alto, magnífico, apuesto, con sus bigotes en batalla y una bondad inextinguible, dio por comenzado el encuentro y enseguida dejó escuchar la voz de alto e interpuso su bastón entre los contendientes. Pidió a Rivas que diera a su contrario las satisfacciones necesarias.
El maestro Rivas asintió sin reparos y ambos contendientes, que eran en verdad muy amigos y se admiraban mutuamente, se fundieron en un estrecho abrazo.