Lecturas
Estaba lleno de anécdotas. Había vivido mucho y pese a la edad —83 años— su memoria era prodigiosa. Hablaba pausadamente, en voz baja, casi inaudible, y mientras conversaba apenas hacía un gesto con la mano ni movía un músculo de la cara. Comandante del Ejército Rebelde, coronel de la reserva de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, director del hospital ortopédico Fructuoso Rodríguez, el doctor Julio Martínez Páez —todo un nombre en la Medicina cubana— fue el primer médico que se incorporó a la guerrilla de Fidel Castro. Sus vivencias de esa etapa —recuerdos, impresiones, juicios— quedaron plasmados en Un médico en la Sierra, libro que acababa de publicar cuando el escribidor lo entrevistó, para la revista Cuba, en 1991.
Martínez Páez tenía 49 años de edad y 23 de ejercicio profesional cuando decidió irse a la Sierra Maestra. Una edad en la que se está de vuelta de muchas cosas y en la que la vida no suele tomarse ya como aventura. Era médico del hospital docente Calixto García, instructor de la cátedra de Ortopedia de la Facultad de Medicina de la Universidad de La Habana, y su prestigio le había permitido abrir una consulta privada con una clientela extensa y acomodada que le garantizaba entradas económicas de consideración.
Carecía de militancia política, pero poco a poco se fue comprometiendo. Un día le pidieron que escondiera a Pichirilo, el dominicano que vino en el yate Granma como ayudante de máquinas, y otro, le confiaron a Haydée Santamaría y Armando Hart, entonces figuras principales en la Dirección Nacional del Movimiento 26 de Julio. Pasó la pareja todo un mes en la residencia del médico y luego él fue el encargado de transportarla y buscarle sitio seguro para sus reuniones, a veces en su propia consulta.
«Haydée me confió diversas misiones en los dos o tres meses que estuve cerca de ella. Hubo que allegar municiones, uniformes, botas…
«Una tarde me dijo: “Hace falta un cirujano en la Sierra. Búsquelo”. Y le dije: “Seré yo mismo”. Me miró, entre irónica y desconfiada. “Usted está muy flaco para eso. No va a resistir la vida en la guerrilla”.
«Respondí: “Yo voy; si no resisto, regreso”».
Llegó a la Sierra como soldado, tras el combate de Pino del Agua ascendió a capitán y a mediados de 1958 le impusieron los grados de Comandante. Finalizada la guerra, se encontró con Fidel en la ciudad de Bayamo y este le dijo: «Doctor, vaya para Santiago. El presidente Urrutia le confió la cartera de Salubridad y lo espera para celebrar el primer Consejo de Ministros». No podía rehusar el ministerio, y Fidel, por otra parte, no le dejaba alternativa. Respondió: «Bueno, eso es transitorio. Renunciaré en cuanto aparezca la persona idónea».
Mientras se mantuvo en el cargo no dejó de hacer el pase de visita diario a su sala en el hospital Calixto García y estuvo en el quirófano las mañanas de todos los martes y los jueves. No protocolizó jamás sus intervenciones quirúrgicas, pero solo de columna creía haber hecho unas 4 000.
Fue, a su modo, un artista. Se advierte en las descripciones que hace en su libro de los parajes de la Sierra Maestra. A su llegada a las montañas, la primera visión de Fidel y su tropa le recuerda un cuadro de Goya. Las diferentes tonalidades de verde le hacen evocar escenas de Ruysael o de Corot. El Turquino luce en una ocasión envuelto en celajes. Uno de ellos, en forma de cono invertido, se ensancha hasta el infinito, dándole al pico el aspecto de un volcán en erupción, un espectáculo digno de contemplarse, bello y terrible a la vez en su magnificencia. Martínez Páez, pese al frío y la lluvia, detuvo el paso, sacó de su mochila un cuaderno de apuntes y dibujó el paisaje en sus más mínimos detalles. Grande fue su sorpresa cuando advirtió que Che Guevara también había interrumpido la marcha y fotografiaba la escena. «No podía dejar de captar algo tan impresionante», comentó el Guerrillero Heroico.
Se asegura que era un buen pintor y un pianista aceptable. Con su madre aprendió a tocar ese instrumento y no dejaba que transcurriera un día sin estudiar un poco de música. Sus compositores preferidos eran Beethoven, Chopin y Bach. Leonardo y Velázquez, sus pintores. Gustaba de la ópera y el ballet. El Quijote era su libro de cabecera. Leía mucha poesía y era fanático de las biografías. ¿De médicos, de científicos? No, de «gente del mundo». Como para los sacerdotes con relación a la iglesia, para Martínez Páez «el mundo» era todo lo que no fuera la Medicina. Relató:
—En los días de la batalla del Jigüe (1958) tuve que abandonar el hospital de campaña a causa de los bombardeos, y en una cueva instalé una mesa rústica, hecha de ramas secas, que me servía para atender a los heridos. Una tarde, a la entrada de la caverna, me extasiaba con el canto de un ruiseñor, que para mí es como la música de Bach: la melodía hay que buscarla entre las notas que adornan la composición… y me trajeron a uno de nuestros soldados herido de gravedad. Era casi un niño, tenía 18 años. Su pulso era casi imperceptible. Presentaba una herida en el tórax. Del orificio no manaba sangre, pero había hemorragia interna por la sección de un vaso importante…. Mientras le pasaba un suero, cantaba el ruiseñor y cantaba mientras yo luchaba por salvar la vida de aquel joven que momentos antes estaba lleno de vida, cantaba el ruiseñor y llenaba el aire con sus trinos mientras aquel combatiente exhalaba su último suspiro. Le cerré los ojos y lo amortajé y el ruiseñor no dejó de cantar.
Sus mascotas eran dos dobergmans, una bulldog y un chimpancé que respondía al nombre de Fito y le metía miedo al susto. Lo entrevisté entre tales animalitos. Me dijo, ya al final:
—Soy un hombre feliz. Quise ser cirujano y lo fui. Quise ser profesor universitario y lo soy. Quise vivir junto al mar y hace 40 años que pude construir esta casa. La ortopedia me permitió ganar mucho dinero pues tuve la suerte de adquirir una gran clientela. Ahora vivo de un salario y soy más feliz que antes. Le daré un secreto para longevidad y la salud: quítese de enfrente todo lo que sea desagradable, tome las cosas como son y no como usted quiera que fuesen, no deje que las preocupaciones lo resquebrajen ni que los problemas lo agobien; olvídese de todo aquello que no tenga solución.
Yo lo he hecho y aquí estoy.
Ernesto Fernández ha estado en todo: en los combates de Playa Girón, en la lucha contra bandidos y piratas, en los sucesos de la Crisis de Octubre, en la guerra en Angola, en misiones internacionalistas de carácter civil… Como fotorreportero ha dado testimonio de la gran epopeya de nuestro pueblo, pero esa es solo una arista de su quehacer, porque ha registrado además otra epopeya no menos heroica: el día a día de los cubanos en estos años de Revolución que quedó atrapada en sus reportajes.
Muchos de ellos los hicimos juntos. Trabajábamos para la revista Cuba, de la que él fue uno de los fundadores, y pese a los años en el oficio nos honrábamos con seguir perteneciendo a la infantería del Periodismo en aquella publicación que fue una de las grandes realizaciones de la prensa cubana. Recorrimos la Isla de punta a cabo.
Y mucho nos alegraba hacerlo, y hasta lo procurábamos, porque además de la satisfacción del trabajo, teníamos la dicha de conocer el país con gastos pagos o casi pagos ya que todavía la dieta alcanzaba para algo.
Hubo viajes memorables. Como aquel en que, pese a las ocho averías que sufrió el vehículo, logramos llegar a San Lorenzo a fin estar en el sitio donde murió en combate el Padre de la Patria. Las subidas a la Comandancia General del Ejército Rebelde, en La Plata, y los recorridos por los caminos de la guerrilla, en la Sierra Maestra. Las estancias en Moa, pese al polvo rojo, fueron siempre una fiesta, al igual que las reiteradas correrías por Maisí y Baracoa…
No pocos nombres emergen de aquellos andares. Gente que por un motivo u otro permanecen en la memoria, como el ingeniero Demetrio Presilla, que echó a andar la planta de níquel de Moa cuando todos apostaban que nunca funcionaría. El baracoense «Cayamba», el trovador de la voz más fea del mundo, como él mismo se hacía llamar. El novelista Soler Puig, que una mañana salió de su casa, de la que ya casi nunca salía, para acompañarnos a ver al maestro Electo Silva. Arturo Duque de Estrada, uno de los hombres a quien Fidel avisó de la llegada del yate Granma, que tuvo en Santiago atenciones sin cuento para con nosotros…
Un nombre más se perfila entre tantos recuerdos, el del comandante Morales, el hombre que, por orden del coronel Alberto Ríos Chaviano, asumió la defensa del cuartel Moncada, el 26 de julio de 1953, y que días después condujo a Fidel desde el vivac santiaguero hasta la cárcel de Boniato. Ernesto y yo lo fuimos a entrevistar a su casa del reparto Sueño. Nos contó muchas cosas, pero aquella mañana tanto su esposa como él —ambos de edad avanzada— estaban angustiados. Ni siquiera podían brindarnos un cafecito por la maldita tupición del fogón de gas. Ernesto tomó las fotos de Morales y se brindó enseguida para ver el problema. Se fue a la cocina, pidió un perchero y regresó con la camisa sucia, pero sonriente. Había solucionado el asunto. Y es que Ernesto Fernández es así. Un hombre que ve a un desconocido roto en la carretera y no vacila en detenerse para ofrecerle ayuda.
Un día de octubre de 1972 se hizo microbrigadista porque quería acometer un ensayo fotográfico, una colección de fotos que atrapara el proceso de la construcción de un edificio. Lo publicó en 1978 con el título de Unos que otros. Hay en ese libro una panorámica de La Habana antes de 1959, con sus carteles lumínicos en inglés, turistas norteamericanos, cubanos desempleados y sin techo, como la foto del hombre que en plena vía pública duerme con la cabeza apoyada en las rodillas, o la de la niña semidesnuda que se sienta sobre el bastidor pelado de su camastro. Impactan las imágenes de barrio de indigentes de Las Yaguas. De esa serie, una foto se haría emblemática. Corren los años 50 del siglo pasado, se erige el monumento a José Martí en la Plaza Cívica o de la República y la cabeza del Apóstol que rematará la escultura de Sicre está en el suelo, apuntalada por dos tablones forrados en sus extremos con sacos negros a fin de que la madera no estropee el mármol. Tal parece en la foto de Ernesto que a Martí le taparon los ojos para que no viera tanta miseria, tanta corrupción, tanta podredumbre. Una foto que es un símbolo.
Hoy, con casi 80 años de edad, Ernesto Fernández podría estar de vuelta de todo. Pero sigue dando prueba de la misma curiosidad de siempre. Lo siguen animando las mismas ganas de trabajar y de vivir.
Nunca trabajó por galardones, sino por el gusto de hacer una obra bien hecha que dejara testimonio. Así, el Premio Nacional de Artes Plásticas que mereció en el año 2013 fue para él un reconocimiento a sus concepciones estéticas de que la fotografía de prensa, el quehacer del día a día, es también obra artística, definitiva y de valor.