Lecturas
Decide el Mayor General Máximo Gómez, al frente de la División Cuba, invadir Guantánamo y recorre sus alrededores con el propósito de destruir la base económica del enemigo. Es el 12 de agosto de 1871 y resuelve atacar La Indiana, cafetal fortificado que se ubica a unos 27 kilómetros al sur suroeste de Sagua de Tánamo. El teniente coronel Antonio Maceo es uno de sus subordinados. Es el jefe de Operaciones de la tropa y manda el cuarto batallón de la División, mientras que la custodia del cafetal está a cargo de 40 efectivos de las escuadras de Guantánamo con el apoyo de unos 200 trabajadores y esclavos. A medida que avanza la guerra iniciada en 1868, los cafetales, al igual que los ingenios azucareros, van convirtiéndose en verdaderas fortalezas donde a la tropa regular se suma un cuerpo de soldados auxiliares que sostiene el dueño de la hacienda, además de los mayorales, los maquinistas y los esclavos más fieles, equipados estos últimos, eso sí, con armas de inferior calidad.
Sirve el cafetal como campamento militar y como almacén de pertrechos de todo tipo para las tropas españolas. Es un lugar excelentemente protegido, eficaz contra el ataque de los insurrectos que carecen de artillería. Cuenta con torres de vigilancia y, entre una y otra, corre un terreno que se mantiene libre de maleza y que se ilumina de noche con grandes farolas alimentadas con lámparas de aceite de carbón que actúan como reflectores. Dispone además de una casa fuerte y de otras casas aspilleradas, barricadas y trincheras, fosos y alambradas. «Una verdadera colonia militar», dice el periodista norteamericano James O’ Kelly en su reportaje La tierra del mambí.
Quiere Gómez tomar La Indiana, pero carece al parecer de una buena información sobre su sólida posición defensiva. Ordena un primer ataque y los mambises entran al descubierto en la plaza que rodea la casa fuerte. Solo consiguen poner sobre aviso al enemigo, con tiempo para ocupar su sitio en la línea de trincheras avanzadas y en el piso alto del edificio. Ordena Gómez un segundo ataque y lo confía al teniente coronel José María Cortés, que avanza a caballo, ofreciendo un blanco fácil, sobre el enemigo atrincherado.
—Desmóntese, teniente coronel —grita Gómez. Cortés responde que lo mismo se muere a pie que a caballo y no obedece al General. Muere en su avance, pero sus hombres logran desalojar a los defensores de la primera línea de trincheras. Prosigue el combate durante unas dos horas. Son numerosas las bajas entre los cubanos, que no cuentan con protección suficiente, mientras que los españoles, bien resguardados, hacen blanco fácil entre las huestes mambisas.
Ordena Gómez al teniente coronel Antonio Maceo que trate de tomar la casa fuerte con 20 hombres bajo su mando. De ellos, solo ocho logran llegar a su meta, pues los restantes caen muertos o heridos, entre ellos José Maceo, que pelea a las órdenes de su hermano. No consiguen incendiar la casa fuerte. Resuena la fusilería. Otra oleada de cubanos se abalanza, también sin éxito, sobre la casa fortificada, y Gómez comprende que resulta inútil seguir perdiendo hombres ante una fortaleza que parece inexpugnable. Ordena la retirada.
Antonio se niega a abandonar el lugar. Pasan por su mente, en un instante, los sentimientos de obediencia disciplinada y los de obligación para con el hermano querido, escribe uno de los biógrafos del Titán. Dos obligaciones morales chocan en ese momento. Se dirige a Gómez con respeto. El dolor se transparenta en sus palabras.
—General, tengo allí a mi hermano muerto o herido y no lo abandono en poder del enemigo.
Gómez comprende las razones de su subordinado y le autoriza un nuevo asalto. Si Antonio cae en el intento, él —Gómez— asumirá personalmente la conducción de la acción. Se inicia el ataque general. La balas enemigas barren cada pulgada de terreno, pero la tropa mambisa, imantada por el ejemplo del joven teniente coronel, parece ignorar el peligro. Cortan los insurrectos alambradas, saltan fosos y retiran el cuerpo de José que yace mal herido. Abren un boquete en el fuerte y lanzan estopas encendidas. El enemigo no se amilana. Penetran los mambises en la casa y la lucha es ahora cuerpo a cuerpo, en medio de las llamas. De pronto, se despliega una bandera blanca. Un español grita:
—¡Aquí hay una mujer y un niño que no deben perecer! ¡Contestad si venís a buscarlos!
La pelea se detiene. Antonio Maceo enfunda el machete, se adelanta entre los soldados enemigos, carga a la mujer, que lleva el niño en sus brazos, y los saca del peligro.
Se reanuda el combate. Dentro de la casa fuerte en llamas van muriendo uno a uno sus defensores. Se salva uno de ellos que, a tiro limpio y con la ropa chamuscada por el fuego, se abre paso entre los mambises y se pierde en el bosque. Es el único sobreviviente entre los españoles.
—Ese es un hombre —dice Maceo, quien admira la valentía aun en sus enemigos.
La victoria tiene un precio altísimo para los mambises: no menos de 60 bajas entre muertos y heridos, aunque consolida su posición en la zona, debido al daño causado a la logística enemiga y al efecto sicológico que ocasiona entre los españoles. Puede Gómez recorrer la región cafetalera y destruir aquella base económica enemiga. Maceo, mientras tanto, va de operaciones hasta Sagua de Tánamo y vuelve con Máximo Gómez una vez que da por terminada su misión.
Sabe el escribidor que La Indiana no fue la acción más importante en la vida militar de Antonio Maceo. La escogió por la dosis de humanidad de que da muestra este hombre que sobresalió por su valor en el combate y también por la hondura y alcance de su pensamiento político y su subordinación y respeto a los principios y autoridades de la Revolución. La Protesta de Baraguá —15 de marzo, 1878—, de la que fue protagonista, corona su altura. Martí diría que Maceo tenía tanta fuerza en la mente como en el brazo.
Otras batallas en las que se ve envuelto son más decisivas en el curso de la guerra. Por ejemplo, Las Guásimas —Camagüey; 15-19 de marzo, 1874—, en la que el Titán, ya General de Brigada y como jefe de la infantería, pelea a las órdenes de Máximo Gómez. Los especialistas consideran esa acción como una de las grandes batallas que se libró en América por la libertad. Los españoles reportaron en ella 1 037 bajas frente a 174 de los mambises. La genial disposición estratégica de Gómez, que tomó la delantera al enemigo cuando comprendió que el encuentro se haría inevitable, y la habilísima ejecución táctica de Maceo fueron factores relevantes de la victoria, afirman los analistas. Las fuerzas españolas, dotadas de cuatro piezas de artillería, la componían 3 000 infantes y 700 jinetes reforzados por dos guerrillas, mientras que los libertadores disponían de 800 infantes y 300 jinetes.
Otra batalla trascendente fue la de Naranjo-Mojacasabe —Camagüey, 9-11 de febrero, 1874— la primera ocasión en que combaten juntos orientales y camagüeyanos. Antonio, siempre a cargo de la infantería y que tiene bajo su mando a los tenientes coroneles Flor Crombet y Guillermón Moncada, recibe la orden de perseguir al enemigo que, tras una carga al machete, había vuelto a su posición inicial, parapetado tras unas cercas de malla desde donde hacía un fuego terrible. Avanzan los mambises con Antonio al frente y se sitúan tan cerca de los españoles, que pueden tocarlos con la mano. Es entonces que se ve a Maceo agarrar por el cuello y la cintura a un soldado enemigo, sacarlo de su posición y lanzarlo sobre sus compañeros, acción que repite con otros soldados. Sufrieron los españoles 300 bajas; los cubanos unas cien, y de ellas, 14 muertos, y se alzaron con 30 fusiles, 3 000 tiros y 12 caballos.
Nace Antonio Maceo, hace 172 años, en Majaguabo, San Luis, Oriente. Su padre es propietario allí de una finca que cubre un área de nueve caballerías en la que se cría ganado, se siembra café, tabaco y plátanos para la venta y se cosechan frutos menores para el consumo familiar. Tienen los Maceo-Grajales, además, casa en Santiago de Cuba. El niño aprende con el padre la esgrima del machete, lo mismo que a cazar, con lo que afina la puntería desde muy joven. Dispone la familia de medios para pagar maestro privado a los hijos, que son 13: nueve de la unión de Mariana con Marcos Maceo y cuatro de la unión de Mariana con Fructuoso Regueyferos, que la deja viuda en plena juventud. Tiene Antonio 16 años de edad cuando su padre le confía un arria de mulos para transportar mercancías desde la finca hasta Santiago y otros lugares cercanos.
Estalla la guerra el 10 de octubre de 1868, y el 12 Antonio, junto con sus hermanos José y Justo, se integra al Ejército Libertador. Mariana, con un crucifijo en la mano, les hace jurar de rodillas al marido y a todos sus hijos que lucharán por la libertad de la patria o morirán por ella. Antonio tiene 23 años y ya está casado.
En una contienda en que muchas figuras alcanzan el generalato por su solvencia económica, la ascendencia social o su preminencia en la zona donde se moverían —el lugareñismo, del que hablaba José Luciano Franco—, Maceo asciende grado a grado, por su valor y capacidad combativa, desde soldado a general. Es ya Comandante en 1869. Y a propuesta de Calixto García y la aprobación de Carlos Manuel de Céspedes, que le entrega en persona el ascenso a General de Brigada, el 8 de junio de 1873. Cuatro años más tarde, en mayo, le pide el Gobierno que presente su hoja de servicio. La Cámara de Representantes escucha la lectura del documento remitido por Maceo. La relación de las batallas en las que ha participado es interminable. Pero hay dos acápites que, dadas las circunstancias por las que atraviesa la insurrección, impresionan al auditorio. Son estos: ¿Licencias de que ha disfrutado? Ninguna, se dice en el documento. ¿Castigos que ha sufrido? Ninguno. La sesión, que es secreta, transcurre sin contratiempos hasta que el diputado Miguel Betancourt dice que es una vergüenza que se exija a Maceo, general de generales y ciudadano ejemplar, pruebas para concederle un ascenso que tiene más que merecido, cuando a otros, apapipios, intrigantes e indisciplinados, se les concede sin apenas discutirlo. Tiene Maceo 32 años y ya es Mayor General.
Lo alegra el ascenso, pero le inquieta el estado de la Revolución. Se le va apagando la sonrisa que siempre alegraba su rostro. Hay en el campo insurrecto invitaciones al desorden y se aprecia una anarquía desmoralizadora que causa mucho daño. Para colmo, el general español Arsenio Martínez Campos, «El Pacificador», inaugura una política para atraer a los revolucionarios y tiene éxito. Muchos oficiales desertan y se pasan a los españoles. Cunde la desunión y el cansancio. Para muchos, nueve años de incesante guerrear pesan demasiado.
Maceo, sin embargo, se mantiene firme. Se mueve, con su tropa, por Palma Soriano, Cauto, Baire, Los Indios, Mejía… Redobla el esfuerzo. Es su manera de reciprocar el ascenso. Cuando llegue el Zanjón, él sostendrá la dignidad nacional en Baraguá.