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Enrique

Enrique de la Osa (1909-1996) hubiera podido vivir de sus recuerdos de no ser Enrique de la Osa.

Nacido en Alquízar, tuvo etapas en las que para comer vendió tabacos en su ciudad natal y, más tarde, ya en su exilio neoyorquino, fregó platos, pulió botones y trabajó de ayudante en una carpintería.

Fue un activo militante revolucionario en los días de la dictadura machadista, derrocada en agosto de 1933, y durante el proceso político que corre hasta 1940; militancia que se reactivaría luego, cuando la tiranía batistiana (1952-58). Conoció de persecuciones y guardó prisión en el Castillo del Príncipe, en La Habana, y en el Presidio Modelo, de Isla de Pinos. Fue amigo del intelectual comunista Rubén Martínez Villena, del líder populista Eduardo Chibás y del combatiente antimperialista Antonio Guiteras.

Ocupa un lugar indiscutido en el periodismo cubano, cuya historia no puede escribirse si se omite su nombre. Es, junto a Carlos Lechuga, uno de los creadores de En Cuba, la famosa sección de la revista Bohemia, que a partir de 1943 publicó las páginas más temidas de la prensa nacional, y que hoy se considera un fenómeno casi único en el periodismo latinoamericano, antecesor del periodismo literario tan en boga luego en la prensa norteamericana. Enrique de la Osa hubiera podido vivir de esas glorias pasadas, si su dinamismo y su vivacidad se lo hubieran permitido. Tenía 74 años cuando dio a conocer su primer libro, Los días y los años, de ahí que a esa edad se sintiera, decía, un escritor joven. Apenas escribía ya para los periódicos y se volcaba con afán sobre sus libros. Así aparecieron Visión y pasión de Raúl Roa (1987), Crónica del año 33 (1989) y Sangre y pillaje (1991). Solo llegó a ver publicado en 1990 el primer volumen de los cinco en los que compiló las notas más relevantes de En Cuba.

Alguien dijo una vez que Enrique de la Osa era inagotable, porque era la historia viva. El nombre de una persona o un suceso mencionados de pasada, le estimulaban el recuerdo y propiciaban la anécdota de primera mano, el relato chispeante, la frase lapidaria y definitiva. A veces disgregaba tanto, con tantas anécdotas soltadas en tropel, que resultaba difícil seguirle la conversación.

Parecía conocerlo todo sobre el pasado reciente de la Isla. Desde 1927, cuando publicó su primer artículo y se vio involucrado en el «proceso comunista» que siguió el general Machado contra sus opositores de cualquier tendencia, Enrique vivió su tiempo como actor o como testigo, y quizá por eso su visión no fue nunca la del historiador. Cronista apasionado y apasionante, haberlo sido durante casi seis décadas fue su mayor orgullo.

Conocí a Enrique de la Osa en 1981. Preparaba yo un largo trabajo con motivo del centenario de Fernando Ortiz y había acudido, previa cita, a la casa de Conchita Fernández, la llamada «Secretaria de la República» —lo fue de Ortiz, de Chibás y de Fidel—, en busca de detalles no revelados sobre la personalidad y el quehacer del autor de Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar. Fue Enrique, también de visita, quien me abrió la puerta y nos enfrascamos en una conversación que pareció no tener fin. Poco después me lo topé en el velorio del caricaturista Juan David, y a partir de ahí nos vimos con reiterada frecuencia.

No era raro que nos reuniéramos a comer, bien en el 1830 o en La Terraza de 17 esquina a 10, en el Vedado, que parecían ser sus restaurantes preferidos. Para mí, siempre fue Enrique y lo tuteé desde el primer momento, pese a los 40 años que mediaban entre ambos. Decía y así lo escribió en la dedicatoria del ejemplar de Crónica del año 33, que me obsequió, que él era mi hermano mayor.

¡Este es de la casa!

Corre el año de 1944, y En Cuba publica una información que provoca la indignación de Ramón Grau San Martín. Uno de sus colaboradores había revelado, en un marco privado, un detalle que al Presidente electo le molestó ver en letra impresa. Sucedía que se vedaba el acceso a la residencia del futuro mandatario, en J esquina a 17, a aquellos que no portasen regalos para la familia presidencial, podía ser un flan, una tina de helado o una caja de bombones. A los que acudían con un obsequio en las manos, en cambio, no solo eran conducidos de inmediato a presencia del político auténtico, sino que eran saludados con un sonoro y rotundo «¡Este es de la casa!», que Paulina Alsina, la cuñadísima de Grau y futura Primera Dama de la República, o Nena Coll, su secretaria, dejaban oír con cordialidad y entusiasmo.

La nota de En Cuba, que llevaba precisamente ese título, haría que Grau retase a duelo al director de Bohemia, Miguel Ángel Quevedo, que tuvo que deshacerse en explicaciones que el Presidente electo terminó por entender. El incidente sirvió, sin embargo, para que salieran a la luz pública los nombres de los redactores de la sección: Carlos Lechuga y Enrique de la Osa.

Enrique no era un desconocido en la prensa cubana. Había fundado el mensuario Atuei (1927) y como colaborador o redactor de planta su nombre se vinculaba con numerosas publicaciones legales o clandestinas. Ya para entonces había dirigido la revista Alma Mater y los periódicos Libertad, Futuro y Patria.

Con En Cuba, quería Enrique hacer un periodismo nuevo, distinto, que sobresaliera en el panorama chabacano y adocenado de la prensa cubana de la época. Le habló a Quevedo de sus propósitos.

La noticia, para Enrique, merecía ser como una película. Insistía en que los reporteros llevaran a su trabajo no solo lo que dijo una persona, sino cómo lo dijo, con qué gestos acompañó sus palabras, cómo vestía, quiénes la rodeaban, para que a la hora de sentarse a escribir él pudiera reconstruir la escena de manera íntegra. Porque, mientras se mantuvo al frente de En Cuba, todos los materiales que aparecieron en la sección pasaron primero por sus manos. Reporteros y colaboradores llevaban las informaciones a la casa de Enrique —no a Bohemia—, y él seleccionaba lo que aparecería en cada número. Tenía una experiencia ganada como corrector de estilo en el diario El Mundo, un trabajo que lo obligaba a pulir y a veces condensar lo escrito por otro periodista. Eso dio unidad de estilo a la sección.

Entre los colaboradores de En Cuba figuraban algunos de los mejores periodistas cubanos, como Lisandro Otero, Benito Novás y Fulvio Fuentes. E intelectuales de la talla de Marinello, Roa y Guillén. También choferes, secretarios, guardaespaldas, que aportaban detalles inéditos de una noticia. A veces eran los mismos políticos quienes suministraban la información, como el propio presidente Prío, que la hacía llegar por intermedio del dominicano Juan Bosch, entonces su asesor y escritor de sus discursos.

Cien mil. Un millón de pesos

Tras el asalto al cuartel Moncada, Enrique de la Osa fue detenido e incomunicado a causa de la información que sobre esos sucesos intentó publicar. Se había establecido en el país la censura previa, y las autoridades juzgaron intolerable que Enrique llamase héroes a Fidel Castro y a sus compañeros. Fue el único periodista apresado en esos días. Conservaba la información marcada con el lápiz rojo del Ministro de Gobernación (Interior) de la dictadura.

Muchos políticos trataron de comprarlo, a fin de atraerse su silencio o sus elogios. «Pude ser rico, muy rico, pero puesto a elegir entre mi independencia de criterio y la riqueza, no vacilé en la elección», me dijo una mañana mientras conversábamos en la sala de estar de su pequeño apartamento cercano a la calzada de Ayestarán. José Manuel Alemán, que saqueó a manos llenas el tesoro público, le ofreció villas y castillos con tal de atraerlo a su círculo.

Pero, ¿fue Enrique de la Osa quien proporcionó a Alemán el primer peldaño sólido de su carrera? —le pregunté un día. Eso es verdad y es mentira, respondió y soltó la historia.

José Manuel, antiguo empleado del Ministerio de Educación, alcanzó, gracias a su competencia y falta de escrúpulos, la jefatura del negociado de Personal, Bienes y Cuentas de esa secretaría. Es desde ese puesto que se convierte en el artífice del Inciso K, acápite de una ley que establecía el pago del salario a profesores ya en ejercicio, pero que no podían cobrar sus haberes hasta que les llegara el nombramiento para la plaza que desempeñaban. Era una medida justa, sin duda; pero Alemán la convirtió en un foco de corrupción escandaloso. Batista era el presidente de la República, y Anselmo Alliegro, el ministro de Educación. Vienen las elecciones generales. El 1ro. de junio de 1944, Grau alcanza la presidencia, y José Manuel teme quedar cesante con el cambio de Gobierno. Expresó su temor a Enrique y este propició un encuentro con Luis Pérez Espinós, el ministro entrante. Se vieron en el bar Panamerican, en Bernaza y O’Reilly. Dijo Enrique a Espinós que José Manuel era hombre inteligente y muy trabajador, lo que era cierto, y Espinós no solo lo mantuvo en el cargo, sino que lo hizo su mano derecha. Fue ahí que se conectó con el tercer piso del Palacio Presidencial y en especial con Paulina, con la que compartiría cuanto negocio turbio se procuraba. Cesa Espinós en el Ministerio, y Alemán pasa a dirigir la enseñanza politécnica. Es entonces que invita a almorzar a Enrique en lo que fuera el Instituto Cívico Militar de Ceiba del Agua. Le dice: «Mi estúpido antecesor cree que dejó aquí un déficit, y lo que hay es un superávit —Alemán era un mago para los números—, y ese dinero lo repartiré así: cien mil para mí, cien mil para Paulina, cien mil para ti en pago de aquel servicio, porque sin ti yo no hubiera llegado a ninguna parte».

Enrique no le aceptó el dinero. Pasó el tiempo y cuando Alemán era ya un superministro en el gabinete del presidente Grau, volvió a invitar a almorzar a Enrique. Le puso sobre la mesa esta vez un maletín con un millón de pesos. En Cuba lo castigaba ya sin tregua y quería callarle la boca a su redactor.

Temida y buscada

¿Era En Cuba la sección más leída de la revista Bohemia? Es cierto que cuando comenzó a aparecer, la revista tenía una tirada de 32 000 ejemplares semanales y con En Cuba aumentó a cientos de miles y a veces hasta un millón de ejemplares. Sin embargo, me cuenta Max Lesnik, director de Radio Miami, muy cercano entonces a la dirección de Bohemia, que una encuesta llevada a cabo por Raúl Gutiérrez por orden de Miguel A. Quevedo, reveló que la sección más leída de Bohemia era La feria de la actualidad, de Guido García Inclán, que incluía su columna ¡Arriba, corazones! Le seguía el horóscopo, a cargo de María Josefa Sánchez, y los chistes de las páginas finales de la revista. En cuanto a las portadas, las preferidas eran las del dibujante Gleen Jones, cuyos originales Quevedo mandaba a enmarcar y colgaba después en el comedor y en la bodega de vinos de la casa de su finca Buenavista, en Arroyo Arenas. En Cuba, en dicha encuesta, alcanzaba un cuarto lugar.

Nada hubiera inquietado a Enrique de la Osa ese resultado. Supo que había trabajado para la historia y consiguió el mérito indiscutible de transmitir la verdadera imagen política, económica y social del país. Por eso En Cuba llegó a ser tan temida por los gobernantes y tan buscada por el público.

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