Lecturas
SANTIAGO DE CUBA.—. Las conversaciones en los salones de las señoras y quién sabe si hasta el suspiro de alguna dama casamentera, los intercambios entre jóvenes ávidos de revelaciones sobre el trágico final del emperador de Francia, el orgullo vestido de gala de las autoridades, tenían un mismo motivo: Francois Antommarchi —el último médico del mítico Napoleón Bonaparte, brillante anatomista que abandonó su carrera para cuidar del corso en la isla de Santa Elena, testigo excepcional de sus últimos días— estaba en Santiago de Cuba.
Llegaba a mediados de 1837 —coinciden estudiosos del tema—, aguijoneado por las intrigas en torno al trágico final de Napoleón y seducido por las noticias de la floreciente colonia francesa que después de la Revolución haitiana se había establecido en Santiago de Cuba.
Representantes de esa influencia en la vida santiaguera eran su primo hermano Antonio Benjamín Antommarchi Chaigneau, dueño de cafetales en la zona de El Cobre y quien —concuerdan los investigadores— le había cursado una invitación para visitarlo; y su tía Madame Catalina Chaigneau, propietaria de una academia para jovencitas.
Como su fama era conocida y había llegado al país con recomendaciones, según la crónica del historiador santiaguero Ernesto Buch López, fue recibido y se hospedó en la casa del gobernador de la Plaza, brigadier Juan de Moya Morejón.
Aventurero y anhelante de fortuna, Antommarchi decidió establecerse en el oriente cubano. A los pocos meses de su arribo, la comunidad reconocía los valores profesionales del «Médico de Napoleón», como lo denominaban, y solicitaba sus útiles y prestigiosos servicios.
Aunque solo residió unos meses (unos siete quizá) en la región, solía decir a sus familiares que en la ciudad santiaguera pasó «los momentos más felices de su vida».
Aquí realizó la primera operación de catarata en Cuba y fundó la primera clínica de operaciones oftalmológicas de Santiago de Cuba. Se convirtió, por tanto, en el iniciador de esa atención médica especializada en esta parte del país.
Parece ser esa la actividad médica a la que dedicó mayor ocupación. Sus resultados pueden valorarse en esta nota de la época: «La víspera pasó visita a la vieja marquesa de las Delicias de Tempú y pudo observar que su operación de catarata había evolucionado muy bien... él se felicitaba por haber sacrificado la mayor parte de su tiempo para dedicarlo a las enfermedades de los ojos, sobre todo en un país tropical que le había ofrecido grandes posibilidades para investigar...».
Igualmente, Antommarchi consagró tiempo al estudio y atención de la fiebre amarilla, enfermedad que azotaba a la región por esa época. En su afán de aislar y conocer la temida dolencia, hizo planes para construir un sanatorio y curar a los infestados.
Atendió innumerables pacientes, especialmente a los más humildes, y se distinguió, según fuentes locales, por su humanismo y generosidad para cuidar por igual a ricos y pobres, como lo había hecho en otros países. Ello no fue inconveniente para que, cuando se encontraba corto de dinero, aseguran no pocos, vendiera muchos de sus «souvenires» relacionados con Napoleón: mechones de pelos, fragmentos del paño mortuorio...
Francois Antommarchi había nacido en Morsiglia, Córcega —la misma isla en que vino al mundo Napoleón—, en julio de 1789. Después de haber recibido, a la edad de 19 años, el título de Doctor en Filosofía y Medicina en la Universidad de Florencia, realizó una investigación sobre la catarata ocular y fue nombrado, a los 23 años, Doctor en Cirugía en la misma Universidad Imperial.
A los 30 años, ya convertido en uno de los más grandes cirujanos y anatomistas de su época, publicó dos atlas anatómicos y varios estudios médicos sobre enfermedades tropicales, y otros referidos a los vasos linfáticos y los cadáveres de los ejecutados.
Este currículo, unido a su labor al frente de la Cátedra de Medicina de la Universidad Imperial, le valió el nombramiento de médico en la nómina del ejército imperial francés. Al abdicar Napoleón, Antommarchi se unió a él y lo acompañó en 1815 en la batalla de Waterloo. Derrotado y refugiado en la isla de Santa Elena, Bonaparte quedó sin médico de cabecera, y Antommarchi, recomendado por la madre del emperador, fue elegido por su tío, el cardenal Fesh, para que ocupara esa responsabilidad.
Antommarchi cumplió esa función desde septiembre de 1819, fecha en que llegó a Longwood, residencia de Bonaparte y su pequeña corte, hasta que el emperador falleció, el 5 de mayo de 1821, y el médico cerró sus ojos, realizó su autopsia sobre una mesa de billar y moldeó su mascarilla mortuoria.
Testigo relevante de los últimos momentos de una de las figuras más famosas e influyentes del mundo de su tiempo, de vuelta a París y ante los cuestionamientos de la sociedad francesa, Antommarchi publicó en 1825 el libro Mémoires du docteur F. Antommarchi ou les derniers moments de Napoléon, testimonio de su vida al lado del emperador y el documento más preciso hasta hoy en la eterna controversia sobre la causa de la muerte de Bonaparte.
A pesar de que él mismo había diagnosticado cáncer de estómago como causa del fallecimiento —opinión que confirmaron investigaciones posteriores—, sostenía la hipótesis de que el deceso era el resultado de un asesinato premeditado; cuestión que hasta la actualidad se discute.
Años más tarde hizo réplicas, tanto en bronce como en yeso, de la mascarilla mortuoria de Napoleón, moldeada sobre el rostro del corso dos días después de su muerte, según el último deseo del moribundo, que lo quería para su hijo Napoleón Francisco, llamado El Aguilucho, niño todavía en ese entonces.
Algunos de sus detractores le acusaron de haber envenenado al emperador. Antommarchi era un anatomista, lo que hoy se denominaría un especialista en Medicina Legal, por lo que no pocos especulaban que su envío a la isla de Santa Elena no había sido casual.
Otros le reprochaban su incompetencia médica, al culparlo de no haber podido devolverle la salud. Más tarde, lo atacaron a propósito de la mascarilla, cuya autenticidad se ha puesto en duda muchas veces, y que, de acuerdo con algunos investigadores, llegó a poner en subasta pública.
Asediado por aquellos hechos, Antommarchi se trasladó a Polonia, donde se desempeñó como cirujano; más tarde estuvo en Italia y, después de pasar por Francia, decidió viajar a América. Considerado una sensación en el Nuevo Mundo, residió en Estados Unidos y posteriormente pasó a México. Recibido y ovacionado, en cada país obsequió réplicas de la mascarilla napoleónica.
Desde México llegó a La Habana, en los primeros meses de 1837, y trajo consigo la valiosa carga de objetos relacionados con Napoleón, entre ellos el molde mortuorio original de la mascarilla de Bonaparte y las memorias del emperador.
A lomo de caballo, como era en la época, atravesó el galeno toda la Isla desde La Habana hasta Santiago de Cuba. Investigadores dan cuenta de que en el trayecto rumbo a la oriental ciudad, hizo escalas de descanso y estudios científicos en las provincias de Matanzas y Camagüey.
En esas ciudades, como explica el doctor Geovanni Villalón en su texto Primicias y curiosidades de las Ciencias en Santiago de Cuba, reveló su interés científico a través de investigaciones de campo y la caracterización general y análisis químico del agua en diversas localidades, así como su petición de trabajar, muchas veces gratuitamente, en la atención a los enfermos que así lo necesitasen.
Esa misma generosidad y deseos de servir le alentaron durante su paso por la tierra caliente hasta que los embates de la fiebre amarilla, o del vómito negro, como se le conocía entonces, paradójicamente la misma enfermedad que se empeñaba en investigar, causaron su muerte, unos dicen que en abril, otros en agosto, de 1838.
Falleció en la ciudad santiaguera, en la casa del brigadier Juan Moya, después de siete días de horribles padecimientos, a la edad de 49 años.
En Santiago de Cuba dejó su testamento, donde señaló su soltería y que no dejaba descendientes. Nombró albacea y heredero de todos sus bienes, excepto los de Francia, a su primo hermano Juan Benjamín Antommarchi, como consta en el libro cuatro, tomo 32, de la iglesia Santo Tomás, donde se veló su cadáver.
Las reliquias de Napoleón, incluido el original de la contradictoria mascarilla mortuoria, quedaron en tierra santiaguera, en manos de la familia que le acogió con afecto. Por indagaciones posteriores se supo que después de guardarla por unos años, Ángela Moya Portuondo la vendió por 30 dólares.
Según la crónica de ese tiempo, el entierro de Antommarchi fue pomposo, y sus restos quedaron en la bóveda familiar del marqués de las Delicias de Tempú, uno de sus pacientes, en el cementerio de Santa Ana, el único de la ciudad por esa época. Luego, al inaugurarse la actual necrópolis de Santa Ifigenia, los trasladaron para una tumba sencilla, en la parte derecha a la entrada del camposanto, junto a los de la familia Portuondo. Allí fueron identificados en 1994 por el doctor Antonio Cobo Abreu, especialista en Medicina Legal.
La verdad sobre el supuesto asesinato de Bonaparte fue sepultada; pero el relato —aunque con muchas incongruencias y puntos por descubrir aún, polémico como su vida— del paso por estos lares de su último médico, alimenta el orgullo de los nativos.
La máscara mortuoria de Napoleón fue una de las posesiones más valiosas de Francois.