Lecturas
Lo reverencian por igual los políticos más radicales y los poetas más exquisitos. Es un caso único, asevera Roberto Fernández Retamar, uno de sus más profundos conocedores. A Julio Antonio Mella no le alcanzó la vida para desentrañar su pensamiento como quería, Fidel Castro lo identifica como el autor intelectual del asalto al cuartel Moncada y Che Guevara lo alude tanto en su «Canto a Fidel» como en su «Mensaje a la Tricontinental», que es casi un testamento.
Las dos Declaraciones de La Habana se proclaman junto a su imagen, y su recuerdo y su ejemplo signan el transcurrir doméstico e internacional de la Revolución Cubana. En el campo de las letras, luego de que Rubén Darío lo llamara «Maestro», lo han reverenciado Gabriela Mistral y Alfonso Reyes, Juan Marinello y Martínez Estrada, Juan Ramón Jiménez, Cintio Vitier y Fina García Marruz, en tanto que José Lezama Lima lo definió como «un misterio que nos acompaña». Alguien que nos ha acompañado desde aquellos años infantiles, cuando aprendimos a convivir con los personajes de La edad de oro y recitábamos de memoria, en los actos cívicos, no pocos de sus Versos sencillos, hasta adentrarnos en sus textos más medulares.
Es el mayor escritor del mundo americano de habla española, con todo, su vida fue la más plena de sus creaciones. Conoció el presidio con apenas 17 años y el grillete dejó en su cuerpo una huella indeleble, que lo obligó a someterse a varias intervenciones quirúrgicas. Sufre una pena de destierro que parece eterna. Primero en España y luego en México. Solo en dos ocasiones regresa a Cuba, y lo deportan de nuevo, y lo hará una tercera vez, para morir. Es en México, aseguran especialistas, donde debe haber empezado a experimentar, a partir de 1875, un sentimiento antimperialista. Poco antes, Washington se había engullido la mitad de la geografía mexicana y el sentimiento popular era en ese país antinorteamericano.
Ya para entonces, asegura Fernández Retamar, el joven Martí sabe que lo que él llamaría «Nuestra América» y los Estados Unidos son entidades distintas. Lo dice en textos que escribe entre 1871 y 1874, algo que intuyó ya en la adolescencia cuando percibió que se trataba de culturas diferentes.
Escribe Fernández Retamar:
«Así pues, trazando una cronología, en España el joven Martí siente que entre Hispanoamérica y los Estados Unidos hay una separación insalvable: en México advierte algo así como lo que será su futura acción; y, finalmente, en los Estados Unidos, lo que era una intuición encuentra su fundamentación política, social, económica. Al concluir la década de 1880, Martí es ya un antimperialista cabal».
«Cuba debe ser libre —de España y de los Estados Unidos», dejó dicho en uno de sus cuadernos de apuntes. Y años después, a punto de encontrar la muerte en combate, dice en su carta inconclusa a su amigo mexicano Manuel Mercado y que se considera su testamento político:
«Ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber —puesto que lo entiendo y tengo ánimos con que realizarlo— de impedir a tiempo, con la independencia de Cuba, que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso. En silencio ha tenido que ser, y como indirectamente, porque hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas, y de proclamarse en lo que son, levantarían dificultades demasiado recias para alcanzar sobre ellas el fin».
Tiene 27 años de edad cuando, en 1880, llega por vez primera a Nueva York. El recién llegado consume tristezas imprevistas. Le deprime ese mundo áspero, jactancioso de su energía joven, y recuerda con nostalgia las ciudades quietas y doradas donde se habla español. Carmen Zayas Bazán, la esposa, que ha quedado en Cuba con el hijo, lo hiere con los reproches que le hace en sus cartas y esos rigores epistolares lo mueven a hacer que se les reúnan cuanto antes. Camina como un endemoniado en busca de empleo, pero se gasta el último dólar en un juego de tazas japonesas que quiere obsequiar a Carmen a su llegada. Lo conforta, por suerte, la irradiación cálida y luminosa de Carmita Miyares, la esposa de Manuel Mantilla, enfermo de melancolía y parálisis.
Son los días de la Guerra Chiquita y se incorpora a las tareas del Comité Revolucionario. Con el bregar por la independencia desaparecen la depresión y la tristeza, y ve la ciudad y su incesante fluir con otros ojos. Ha llegado a dominar el «rebelde y hermoso idioma» de tal manera que puede escribir directamente en inglés para los periódicos, y otros quehaceres irregulares de correspondencia y traducción le permiten un discreto pasar. El trabajo es agotador, y las noches se le van en las cosas de la Revolución. Carmen, ya a su lado, no lo entiende…
Fracasa en la Isla la contienda bélica. Carmen y el hijo regresan a Cuba y Martí se radica en Caracas. Se le abren las páginas de los periódicos y las tribunas de las instituciones. Se desempeña como profesor y auspicia la aparición de la Revista Venezolana. Entra, sin embargo, en conflicto con el presidente Guzmán Blanco y se le intenta coaccionar a fin de que varíe su opinión sobre el prepotente mandatario. No hay arreglo, y debe abandonar la que él llamó «tierra del sol amada», de la que se despide con palabras de hondo sentido americanista. Regresa a Nueva York. Debe pedir prestado el dinero para el viaje.
Publica en 1882 Ismaelillo, el bello poemario dedicado a su hijo, y siete años después da a conocer La edad de oro. Escribe para La Opinión Nacional, de Caracas, La Nación, el importante periódico argentino, el diario mexicano El Partido Liberal y otras muchas publicaciones.
Sus crónicas norteamericanas resultan insoslayables para conocer la vida del país en los años que corren entre 1880 y 1890. Fue el gran cronista de la vida estadounidense de esa época: una labor que le dio renombre en toda la América española. Hay en sus páginas semblanzas admirables de poetas y pensadores y también reseñas de grandes hechos que signaron esa etapa de transformaciones extraordinarias en Estados Unidos: su crecimiento capitalista, sus problemas religiosos y sociales, sus empresarios, aventureros y bandidos. Apunta Salvador Bueno: «Fue el latinoamericano que más conoció a dicha nación. Pero su posición es crítica. Admiró a sus fundadores, pero percibió sus quiebras, sus apetitos de dominio». Diría Martí: «Viví en el monstruo y le conozco las entrañas».
Trabaja como empleado de una casa comercial. Se desempeña como maestro; es traductor de inglés y francés en una editorial. Al mismo tiempo prosigue en la brega patriótica. Asume los consulados a Uruguay, Argentina y Paraguay en Nueva York y el Gobierno uruguayo lo nombra —30 de julio de 1890— su representante en la Comisión Monetaria Internacional Americana, en la que tendrá una activa participación en todo lo que beneficia a nuestros países. Antes, en la Conferencia Internacional Americana, pronuncia su discurso conocido como Madre América. En los meses precedentes a la apertura de este cónclave, Martí se ha valido de sus crónicas para revelar y denunciar los objetivos ocultos de la reunión, contraria a los intereses de las naciones del continente.
Madre América, Nuestra América, La verdad sobre los Estados Unidos, entre otros, son textos esenciales para acercarse al antimperialismo de José Martí. Vio, en un tiempo, el aspecto positivo de la democracia burguesa norteamericana, asevera Fernández Retamar, pero muy pronto empieza a preocuparle el asunto y cambia de opinión.
Escribió en 1894: «No augura, sino certifica el que observa cómo en los Estados Unidos en vez de apretarse las causas de unión, se aflojan, en vez de resolverse los problemas de la humanidad, se reproducen, en vez de amalgamarse en la política nacional las localidades, la dividen y la enconan, en vez de robustecerse la democracia y salvarse del odio y miseria de las monarquías, se corrompe y aminora la democracia y renacen, amenazantes, el odio y la miseria».
Y también, en 1889: «Para que la isla sea norteamericana no necesitamos hacer ningún esfuerzo, porque si no aprovechamos el poco tiempo que nos queda para impedir que lo sea, por su propia descomposición vendrá a serlo. Eso espera ese país y a eso debemos oponernos nosotros… Y una vez en Cuba los Estados Unidos, ¿quién los saca de ella?».
«El Partido Revolucionario Cubano se constituye para lograr con los esfuerzos de todos los hombres de buena voluntad, la independencia absoluta de la Isla de Cuba y fomentar y auxiliar la de Puerto Rico», reza el artículo primero de las bases de esa organización política.
El 25 de marzo de 1895, el mismo día en que firma con Máximo Gómez el Manifiesto de Montecristi, cuando ya se peleaba en los campos de Cuba libre, Martí escribe al dominicano Federico Henríquez y Carvajal:
«Yo evoqué la guerra; mi responsabilidad comienza con ella, en vez de acabar. Para mí la patria, no será nunca triunfo, sino agonía y deber. Ya arde la sangre. Ahora hay que dar respeto y sentido humano y amable al sacrificio; hay que hacer viable e inexpugnable la guerra; si ella me manda conforme a mi deseo único, quedarme, me quedo en ella; si me manda, clavándome el alma, irme lejos de los que mueren como yo sabría morir, también tendré ese valor. Quien piensa en sí, no ama la patria (…) De mí espere la deposición absoluta y continua. Yo alzaré el mundo. Pero mi único deseo sería pegarme allí, al último tronco, al último peleador: morir callado. Para mí, ya es hora. Pero aún puedo servir a este único corazón de nuestras repúblicas. Las Antillas libres salvarán la independencia de nuestra América, y el honor ya dudoso y lastimado de la América inglesa, y acaso acelerarán y fijarán el equilibrio del mundo…».
Fuentes: Textos de Fernández Retamar, Mañach, Salvador Bueno, Emilio Roig. Atlas histórico biográfico de José Martí