Lecturas
Hace tres domingos hicimos en esta página una rápida visita a la Plaza de San Francisco para pasar después a la de Armas y, por último, a la llamada Plaza Vieja. Consignamos entonces que, por razones de espacio, la Plaza de la Catedral quedaría para otra ocasión. Lo haremos ahora. Se le llamó en sus comienzos Plaza de la Ciénaga. Pasó el tiempo. La Isla se dividió en dos diócesis, y el obispo José de Tres Palacios, que regía en su parte occidental, reconstruyó con su dinero y con los de su prelacía, la Santa Casa Lauretana, edificada por la orden jesuita, expulsada ya de los dominios españoles, y la transformó en Santa Iglesia Catedral. Al mismo tiempo, el colegio que construyeron los jesuitas se amplió para convertirse en lo que habría de ser el famoso seminario de San Carlos y San Ambrosio.
Con la apertura del nuevo templo cambió el aspecto y el carácter de la plaza. Existían ya en la zona casas de buen estilo, pero a partir de ahí todas se convirtieron en mansiones señoriales de figuras que ostentaban títulos de Castilla, y el espacio dejó de ser conocido por su nombre viejo y despectivo, para empezar a ser la Plaza de la Catedral.
«El antiguo desaguadero utilizado como mercado y corral de ganado que fue sitio de reunión de pescadores, escribe el historiador Emilio Roig, se convirtió en uno de los lugares más elegantes de la capital, escenario de fiestas fastuosas y ceremonias, que comenzó a disputarle la primacía a la Plaza de Armas».
Hoy sigue siendo la parte más bella y armoniosa de la capital. «La zona del primer hechizo habanero», la llamó el gran escritor cubano José Lezama Lima. Y Alejo Carpentier, otro habanero irreductible aunque nació en Lausana, Suiza, afirmaba que la fachada de la Catedral era nada más y nada menos que «música convertida en piedra».
Lo que sería la Plaza de la Catedral fue antes, como se desprende de su nombre original, un sitio anegadizo, un lugar malsano. Allí, en 1587, el gobernador Gabriel de Luján, aprovechando los manantiales que brotaban en ese sitio, hizo construir un aljibe o cisterna que mantenía siempre una cantidad de agua suficiente para abastecer las embarcaciones en puerto y a la población de la villa. El abundante caudal de esos manantiales se mantendría durante largos años, tantos que todavía en el siglo XIX surtía un establecimiento que, con el nombre de «Baños de la Catedral», se instaló en la esquina del Callejón del Chorro, donde abre sus puertas la galería Víctor Manuel.
El acta del Cabildo de La Habana correspondiente a 23 de agosto de 1577 da cuenta de que la ciénaga impide el paso de los vecinos que viven «en la otra banda de la villa, hacia la fortaleza vieja», y les obstaculiza asistir a misa. De ahí que el Cabildo recomiende la construcción de un puente y pide que el asunto se comunique a los perjudicados y se vea con ellos «los jornales que podrán dar para hacer un puente como conviene».
En la misma fecha en que se construía el aljibe, el gobernador Luján instaba a los vecinos a que construyesen sus viviendas en el área. Ya se han edificado algunas buenas casas y se levantan otras con lo que, afirmaba el Gobernador, «este lugar se va ennobleciendo».
La tierra se secaba poco a poco y ya en 1623 se hablaba de la plazuela de la Ciénaga. En 1625 el Cabildo prohibía mercedar solares en el centro del espacio, «a fin de que ahora y para todo el tiempo sirva de plaza y adorno de aquel barrio, y no se labre ni conceda para edificio a ninguna persona». Y una Real Cédula reafirmaba en 1632 «que no se venda ni enajene por vía de la merced, sino que se conserve para la ciudad en el antiguo estado en que se encuentra».
Protestaban los vecinos que se sentían perjudicados por la medida. Uno de ellos, al que se le negó el terreno para levantar su vivienda, se quejaba, en 1636, del deplorable estado del lugar que no pasaba de ser, expresaba, muladar y basurero, con un agua que se pudre e infecta la ciudad. Añadía el perjudicado que se trataba de un área de mucha fealdad en una urbe que se va ilustrando y hermoseando de edificios. Una plazuela desierta que solo causa perjuicios y que se utilizaba sobre todo para sustentar el ganado destinado al matadero.
Ya desde 1597 la Zanja Real vertía en el llamado Callejón del Chorro. Hay en el lugar una lápida que conmemora el suceso.
En el siglo XVII la futura Plaza de la Catedral era un lugar poco estimado por los habaneros. La situación varió con el tiempo. Ya en 1704 el Procurador General de la ciudad se oponía al propósito de los jesuitas de construir allí su iglesia. Aducía el Procurador que La Habana no contaba con otra plaza para el esparcimiento de los vecinos, pues el Ejército había enajenado al pueblo la de Armas. La de la Ciénaga, en cambio, servía para fiestas, ejercicios y desfiles militares y hasta podía utilizarse como mercado. Añadía que la ciudad disponía de pocas marinas, y en la de la Ciénaga se podía prestar un gran servicio a la Armada en cuanto a coser velas, torcer jarcias y almacenar el agua necesaria.
Como ya entonces la ley se respetaba, pero no se cumplía, hubo quien hizo caso omiso a la disposición del Rey y a los acuerdos del Cabildo y mercedó terrenos que no perjudicaban el trazado de la plaza. El obispo Compostela adquiere por 10 000 pesos la parcela donde se levantaría la misión y el colegio de los padres jesuitas, que es el mismo espacio que con el tiempo ocuparían la Catedral. Sería, de entrada, un humilde oratorio de horcones y techo de guano, muy parecido a las chozas de pescadores erigidas en el lugar. Muere Compostela, su protector, y quiere la Compañía de Jesús convertir la ermita en un edificio amplio que albergase iglesia, convento y colegio. Volvió a oponérsele el Procurador. A sus viejos argumentos añadía quizá con razón que la zona era conveniente y acaso imprescindible para la defensa de La Habana.
Ganaron los jesuitas la partida y en 1748 consiguieron, no sin otros obstáculos, colocar la primera piedra de su edificio, que pondrían bajo la advocación de Nuestra Señora de Loreto. Casi 20 años después terminaron la construcción del colegio, no la iglesia ni el convento, pero Carlos III los expulsó de sus dominios.
En 1772 la Iglesia Parroquial Mayor, situada frente a la Plaza de Armas —ocupaba parte de lo que sería el Palacio de los Capitanes Generales, hoy Museo de la Ciudad—, presentaba peligro de derrumbe. Se determinó su traslado para el oratorio de San Felipe de Neri, en la calle Aguiar, y el 9 de diciembre de 1777 se trasladó solemnemente para el edificio construido por los jesuitas. Como ya se dijo, el obispo Tres Palacios le hizo modificaciones para adecuarlo a la Santa Iglesia Catedral, dedicada a la Santísima Concepción, en tanto que el colegio establecido por los jesuitas fue ampliado y convertido en el Seminario de San Carlos y San Ambrosio.
Cuando el escribidor comenzó a recorrer La Habana Vieja, allá por 1963, la Oficina del Historiador de La Habana estaba instalada en el Palacio de Lombillo. Se halla en la esquina de Empedrado, a la izquierda según se sale de la Catedral. Tiene dos fachadas y pese a ser muy bella, la menos importante es la que mira a la Plaza. Se trata de un edificio que existía ya en 1739. Perteneció originalmente a la familia Pedroso y luego a la de Lombillo, casado con una Pedroso.
Ya en la República fue adquirido por el abogado y político Ricardo Dolz; residía en ese inmueble con su familia y tenía allí su bufete. En 1932, cuando para vengar a su amigo y correligionario Clemente Vázquez Bello, muerto en un atentado, el dictador Gerardo Machado ordenó asesinar a varias figuras de la oposición, Dolz, que estaba también en la lista, salvó la vida milagrosamente porque avisado a tiempo, logró huir por una de las puertas mientras los sicarios entraban por la otra.
En 1937 funcionó allí el Ministerio de Defensa Nacional hasta su traslado a Empedrado y Monserrate, y lo ocuparon entonces diversas dependencias del Ayuntamiento. Ya en este siglo, el Historiador instaló otra vez allí su Oficina y hoy es esencialmente una sala de exposiciones.
El Palacio del Marqués de Arcos colinda con el de Lombillo. Existía ya en 1739. Dos años después era adquirido por Diego Peñalver y Angulo, Tesorero de la Real Hacienda. Su hijo Ignacio fue nombrado Marqués de Arcos en 1792, en pago a los servicios prestados a la Corona cuando la toma de La Habana por los ingleses, en 1762. Se le llamó de la Tesorería cuando la ocuparon los dos Peñalver. Luego la arrendaron a la administración de correos y recibió el nombre de Casa de Correos. Fue, a partir de 1844, sede del Liceo Artístico Literario de La Habana. De ahí el mural que recuerda a grandes figuras de la cultura cubana y que se aprecia en la calle Mercaderes, porque esta casa tiene dos frentes, el que mira a la Catedral y el que da a la calle mencionada, que siempre se ha tenido como el principal.
En opinión de especialistas, el Palacio del Marqués de Arcos es el tipo más perfecto de casa colonial que nos queda. No hay nada más típicamente habanero que el zaguán y la escalera de este edificio. La escalera es la de los grandes palacios del Renacimiento. La impresión que se recibe al ascenderla es de grandeza. Es la escalera de un palacio.
En el fondo de la Plaza, en el lado opuesto y frente por frente a la Catedral, se alza la amable casona de los condes de Casa Bayona. Es también anterior a la Catedral; data de 1720. Se le considera una de nuestros palacios más típicos por su aspecto exterior, por la simetría de sus interiores, por los materiales que se emplearon en su construcción…
«Casona de vida dentro, hecha para gozar de lo íntimo, que solo brinda al transeúnte un frío hermetismo. ¡Qué distinto su interior! Las habitaciones son amplias y acogedoras, los patios cerrados, umbrosos, pleno de rumores de fronda y del agua de las fuentes. Las galerías rientes; los salones, vastísimos…», dice un especialista.
Ya en el siglo XX fue adquirida por el Colegio de Escribanos. Radicó después allí el periódico La Discusión, y más tarde las oficinas de la ronera Arechabala. Hoy es el Museo de Arte Colonial.
El Palacio del Marqués de Aguas Claras es el actual restaurante El Patio. Francisco Filomeno Ponce de León lo construyó en el siglo XVIII y sus descendientes lo vendieron, en 1870, al Conde de Peñalver. En uno de los apartamentos superiores de este edificio vivió Víctor Manuel, iniciador de la pintura moderna en Cuba.
Completa la Plaza otra hermosa mansión, sin portales, mucho menos palacial y mucho menos típica que sus vecinas. En una de sus paredes está la tarja conmemorativa de la construcción de la Zanja primitiva. Merece mención por el desgraciado destino de dos de sus moradores principales. Pese a sus riquezas e importancia social, ambos fueron a parar a la cárcel y murieron en ella, en diferentes etapas del siglo XVIII. Uno, por oponerse al gobernador Güemes de Horcasitas, Conde de Revillagigedo; el otro por haber colaborado con el ocupante británico en 1762.