Lecturas
Cuando Prado todavía era Prado —décadas del 40 y el 50 del siglo pasado— podía en ese Paseo sacarse pasaje para cualquier parte del mundo. Aunque ya las oficinas de algunas compañías de aviación y de reserva y venta de boletos se habían trasladado al Vedado y en particular a la Rampa —incluso a grandes hoteles como el Havana Hilton, inaugurado en 1958— permanecían en el Prado habanero agencias como Canadian Pacific Airline, en el 454 de la calle, que volaba a Hong Kong, Tokio, Honolulu y Australia y también a Canadá, Europa Central y Sudamérica; Sas, aerolíneas escandinavas, a Suecia y Noruega; Tair llevaba pasaje y carga a Centroamérica; Branft lo hacía al medio oeste norteamericano, Aerolíneas Argentinas, a Buenos Aires, y la British Europan volaba a Londres y a las posesiones británicas en las Antillas. Aeropostal Venezolana (en los bajos del hotel Sevilla) volaba directo a Caracas en lujosos Súper G Constellation y desde esa ciudad conectaba con toda la América del Sur.
No faltaban las oficinas de la KLM, la aerolínea holandesa; y la cubana Aerovías Q, en Prado 12, volaba a Cayo Hueso, Palm Beach e Isla de Pinos y fletaba aviones a todas partes, aquellos míticos Douglas DC-3 de 28 pasajeros, de los que todavía vuelan unos 2 000 en todo el mundo. Cubana Aero Expreso, en Prado esquina a Trocadero, transportaba paquetes y mercancía a Europa (vía Lisboa y Madrid) y también a Nueva York, México, Miami, Haití y Nassau, así como a 20 ciudades cubanas.
Podrían mencionarse otras aerolíneas más, pero el escribidor, también sin ánimo de ser exhaustivo, quiere decir que en la época todavía funcionaba (bajos del Centro Gallego) la oficina de la agencia Dussaq Company Limited, que en 1958 se tenía como la más antigua organización cubana de viajes y transporte; fue fundada en 1876 y se especializaba en viajes internacionales y excursiones a Europa y a cualquier parte del mundo. Asimismo prestaba servicio (en Prado 20) la American Express Co., una organización de viajes conocida mundialmente que aseguraba reservas y compra de pasajes en todas las líneas aéreas y de vapores, ferrocarriles y ómnibus del mundo entero y programaba excursiones e itinerarios tanto de grupos como individuales.
Los automóviles Porsche y Packard mantenían sus agencias de venta en los bajos del desaparecido hotel de ese nombre, y Guerlain abría su perfumería en el número 157. En Prado tenían sus sedes el Partido Ortodoxo (número 109) y el Partido Demócrata (206). En Prado 111 estaba el Club de Cantineros y la Asociación de Dependientes del Comercio de La Habana, en el número 207. La Asociación de Transportistas Aéreos de Cuba, en el 252. Los centros Andaluz y Montañez, así como la Asociación Canaria, tenían su sede en los números 104, 362 y 201, respectivamente, de esa vía. El Casino Español, en Prado y Ánimas, se creó en 1869 y contaba con 2 304 socios a fines de 1956. Era la decana de las sociedades regionales españolas. En Prado 216 radicaba la Asociación Libanesa de La Habana y en el 258 la Asociación Sirio Libio Palestina.
En la esquina de Prado y Virtudes, el American Club evidenciaba, dice el historiador Carlos del Toro, la presencia de una vigorosa e influyente colonia norteamericana en Cuba. Su antecedente hay que buscarlo en el United States Club, inaugurado en 1899 en el mismo edificio, con el fin de ofrecer un local de reunión a los oficiales norteamericanos destacados en Cuba y a los marinos de la misma nacionalidad que arribaran al puerto habanero. Pero el United States Club no pudo resistir la competencia del Club de Oficiales del campamento militar de Columbia, en Marianao, y cerró sus puertas en 1900. Poco después, tras el asesinato del presidente McKinley, el 6 de septiembre de 1901, el gobernador militar Leonardo Wood, en una proclama dirigida a los estadounidenses radicados en la Isla, lamentaba que no existiese en Cuba una organización norteamericana capaz de asumir el homenaje al mandatario difunto. Sus palabras no cayeron en el vacío y luego de varias reuniones, el 21 de octubre de 1901 en el hotel Pasaje, también en Prado, se constituía oficialmente el American Club, que pasaría a sesionar, con sus 59 socios fundadores, en el edificio de Prado y Virtudes.
A partir de ahí en el American Club se juntaron norteamericanos, cubanos y españoles muy ricos. Una membresía mixta en cuanto a nacionalidad, pero homogénea en su condición social y de clase. No pocos grandes negocios nacieron en los salones de esta sociedad que todavía en 1963, cree recordar el escribidor, mantenía a su portero uniformado y mostraba la bandera de las barras y las estrellas detrás del vidrio de la entrada. El aire acondicionado trabajaba con tal potencia que cuando se abría la puerta el frío se sentía en la acera.
Hasta 1772 La Habana no contó con los paseos que caracterizaban a las ciudades opulentas. Solo dos y bastante rústicos hubo hasta entonces en la villa. El que arrancaba en la puerta de La Punta de la Muralla, y corría hacia la caleta de San Lázaro, en las inmediaciones del actual hospital Hermanos Ameijeiras. Paseo este que con el tiempo fue la calle San Lázaro. Se caminaba sobre tierra, a la sombra de los uveros. De una parte quedaba el mar y de la otra las huertas asentadas en la zona. El otro paseo salía de la puerta de Tierra de la Muralla, aledaña a la calle de ese nombre, tomaba la calle Monte y llegaba a Reina. También de tierra y a la sombra de cocales.
Hasta entonces (alrededor de 1770) la ciudad vivía preocupada por sus medios de defensa. Eran tantas las guerras, las expediciones y los saqueos que la principal preocupación fue la construcción de castillos y fortalezas, así como las murallas. Téngase en cuenta que entre 1762-63 La Habana fue ocupada por los ingleses.
Había, sí, un respetable número de iglesias y conventos y como plazas estaban las de Armas y San Francisco. También la del Cristo y la llamada Plaza Vieja, dedicadas ambas al comercio.
No había todavía ningún teatro en la villa. No estaba construida la Catedral. No se había edificado aún el Palacio de los Capitanes Generales, y las plazas de la Catedral y de Armas eran lugares yermos y cenagosos.
Las distracciones de los habaneros entonces eran las de concurrir a las procesiones religiosas y los desfiles y paradas militares. Servía además de solaz recorrer las calles comerciales, que eran entonces las de Mercaderes y Muralla, cuyas tiendas, por las noches, permanecían alumbradas con quinqués y lámparas y ofrecían en conjunto el espectáculo de una feria o gran bazar.
En esas condiciones estaba La Habana cuando Felipe de Fons de Viela, marqués de la Torre, fue nombrado capitán general de la Isla por el rey Carlos III.
Se le considera como el primer gran urbanista de la ciudad. El Marqués prohibió que siguieran construyéndose casas de paredes de tapia o embarrado y techos de guano, y se empeñó en dotar a La Habana de un teatro, la Casa de Gobierno y un paseo.
Ese paseo fue la Alameda de Paula, llamado así porque frente a uno de sus extremos se levantaba el Hospital de San Francisco de Paula. Su construcción se inició en 1772.
El Marqués de la Torre no solo construyó la Alameda. También en 1772 dio inicio a las obras del Paseo del Prado, mejorado y embellecido luego por los gobernadores que lo sucedieron en el Gobierno. Era el del Prado un paseo de extramuros, que corría paralelo a las Murallas.
Prado ha tenido varios nombres: Paseo del Prado, Alameda de Extramuros, Alameda de Isabel II, Paseo del Nuevo Prado, Paseo del Conde de Casa Moré y Paseo de Martí, que es su nombre oficial. Habitualmente se le ha llamado Paseo del Prado o Prado, a secas, nombre este que obedece al parecido del Paseo habanero con el madrileño que corre entre la fuente de Cibeles y la estación ferroviaria de Atocha, en la capital española. Se extiende desde la actual Plaza de la Fraternidad hasta el Malecón, aunque el Parque Central lo divide en dos secciones bien diferenciadas.
Hacia 1841 ese paseo se convierte ya en el centro de La Habana. La Plaza de Armas, oportunamente, desplazó a la Alameda de Paula como lugar de preferencia. Y el Prado a su vez desplazó a la Plaza de Armas, «por su mayor extensión y amplitud, más adecuadas a la importancia y población que iba adquiriendo la ciudad». Era tan grande el número de quitrines que circulaban por la vía entonces que se hacía necesaria «la atención más rigurosa para no ser atropellado», dice el escritor gallego Jacinto Salas Quiroga en su libro Viajes por la Isla de Cuba. Prosigue: «Cada carruaje se mantiene en su orden, y marqueses y condes, caballeros y plebeyos, con tal de que tengan medios suficientes para mantener una volanta propia, figuran en este animado y brillante paseo. ¿A qué van? Van a ver y a que los vean».
Las señoras saludan con el abanico y los caballeros, con la mano.
Contaba el Paseo en esa época con aceras cómodas y bancos, donde descansaban los que lo recorrían a pie. Cinco bandas de música, situadas estratégicamente, dejaban escuchar sus melodías.
La estructura del Prado ha permanecido inalterable a través de los años. Pero su parte central era de tierra; no estaba pavimentada, aunque sí lucía árboles frondosos en sus bordes.
Durante la primera ocupación militar norteamericana (1899-1902) se le introdujeron algunas mejoras al Prado y se sembraron álamos. En tiempos del presidente Zayas (1921-25) se sembraron pinos.
Después de 1925, cuando toma posesión de la presidencia el general Gerardo Machado, su ministro de Obras Públicas, Carlos Miguel de Céspedes, se empeña en hacer de La Habana una ciudad moderna. Para ello trae a Cuba a J. C. N. Forestier, jefe de jardines, paseos y parques de París, a fin de que haga las recomendaciones pertinentes. La Habana de entonces llegaba hasta el parque Maceo y la Universidad. Aunque ya el Vedado crecía y nuevos repartos se asentaban en el oeste de la urbe.
Carlos Miguel construyó el Capitolio. Trazó la Avenida de las Misiones. Diseñó la Plaza de la Fraternidad sobre el viejo Campo de Marte. Proyectó el Hotel Nacional de Cuba. Y, entre otras obras, remodeló el Paseo del Prado.
Se trabajó allí con una celeridad extraordinaria. Al punto que viejos habaneros recordaban que una noche se acostaron con la imagen de los pinos del Prado y, al día siguiente, habían desaparecido para dejar espacio a los laureles que, traídos de la finca La Coronela, se sembraron ya crecidos. El paseo central se pavimentó entonces con un bello piso de terrazo. Se dotó el espacio de bancos de piedra y mármol. Las farolas artísticas suministraban al lugar una iluminación excelente. Y se colocaron copas y ménsulas en profusión. Se emplazaron asimismo los célebres leones, ocho en total. Tomaron como muestra la pieza original que Carlos Miguel había adquirido en Londres, en 1920. Se reprodujeron y fundieron en bronce en los grandes talleres de Gaubeca y Ucelay, en Regla.
Durante las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, las clases pudientes construyeron sus mansiones en el Paseo del Prado. Cuando las abandonaron para asentarse en el Vedado y en los nuevos repartos del oeste (Country Club, La Coronela, Kholy…) sobrevino una invasión de comercios de lujo, dedicados en lo fundamental al turismo, seguida de otra de oficinas, hoteles, cafés… Así lo veremos el próximo domingo. (Continuará)