Lecturas
A mi bella nieta Lucía
«Fulano no sabe comer»... Mi padre descalificó a un francés amigo mío que no había querido probar sus chinchulines, como llamamos en Uruguay y Argentina al intestino delgado de los vacunos, asado a las brasas.
Invitado a una parrillada familiar en el patio de nuestra casa, François quiso identificar las distintas carnes y embutidos que mi padre trasegaba: chuletas, lomo, costillar, hígado, riñón, corazón, ubre, molleja, sesos, chorizo, morcilla, matambre y los infaltables chinchulines.
Yo le expliqué que los consumidores criollos de paladar más exigente, no lavan bien sus chinchulines. La mejor gastronomía gauchesca recomienda asar parte del remanente fecal de los herbívoros que, combinado con la grasa del intestino, produce un amargor exquisito.
El francés asintió con una expresión de sorpresa aprobatoria, pero de inmediato forzó un cambio de tema.
Por su parte, mi padre jamás habría aceptado masticar un queso camembert o succionar los babosos caracoles del acreditado plato conocido como escargots à la provençale.
Contrastes de esta índole, sumados al concepto socrático de que la virtud se aprende, me indujeron a algunas reflexiones sobre el hedonismo del paladar, de donde derivé mis convicciones sobre la tolerancia del gusto ajeno, aplicado a cualquier cosa y a escala universal.
Mi propia experiencia me ha enseñado que lo desconocido, hasta que deja de serlo, casi nunca me agrada; y esto vale para comidas, licores, mujeres, ideas. Amén de que el disfrute de los placeres requiere, en algunos casos, perseverancia y una sostenida disciplina.
En materia de frutas tropicales, el Río de la Plata consumía el banano traído del Brasil; pero otras como la piña, mango, guayaba, zapote, mamey y la gran variedad de anonáceas abundantes en tierras calientes, eran desconocidas para nosotros. En parte, por ser de muy difícil conservación y excesivamente dulces para nuestros paladares, habituados a manzanas, peras, ciruelas y otros símiles de la zona templada. Y ese fue también el caso del aguacate, que hasta los años 60 solo podía hallarse en restaurantes muy caros de Buenos Aires y Montevideo. Sin embargo, en la costa del Pacífico abundaba un aguacate pequeño, marrón rojizo, al que llaman palta: y durante mi primera estancia en Santiago de Chile, aquel sabor desconocido me produjo una repulsa inmediata. No se parecía a nada que yo hubiera comido antes. Me sabía a medicamentos y a mohos de penicilina.
Yo era entonces muy joven y viajaba heroicamente a dedo, con muy pocos recursos. En Santiago me alojé en una pensión barata, donde se comía lo que hubiera, sin ninguna posibilidad de escoger. La comida era escasa y una sola para todos; pero no servían ensalada, guiso ni sopa sin el maldito aguacate. Tuve la mala suerte de llegar en plena temporada. Mis ensaladas consistían en ocho o diez pedazos de aguacate con adornitos de lechuga, cebolla cruda, reminiscencias de tomate y una miseria de frijolitos blancos hervidos.
Pasé mucha hambre en aquel hospedaje; pero mis conflictos con el maldito sabor a remedio terminaron unos meses después en Tacna, al sur del Perú, cuando vi servirle a un comensal de fonda barata, un aguacate del tamaño de una calabaza mediana. Se lo picaron a la mitad y el parroquiano lo cubrió de un picante peruano delicioso para mi gusto. Aquello me entró por los ojos y pedí lo mismo, que los peruanos también llaman palta, y las de Tacna son exuberantes. Así, después de comer palta picante casi a diario, por lo barata y satisfactoria que me resultaba, al cabo de pocos meses no solo toleré, sino que pude disfrutar muchísimo del aguacate, y hasta me lo comía sin ningún aderezo, arrancado de un árbol.
Un tiempo después, en el año 1964, encandilado por las ideas progresistas que ofrecía en Brasil el Gobierno de João Goulart, me instalé en Sãn Salvador da Bahía, donde conseguí acceso al muy barato comedor de la Universidad.
Mi llegada coincidió con una temporada abundante en aguacates, y yo solía comprar alguno en la calle para echar trozos en las feijoadas1 y sopones algo anémicos del comedor estudiantil. Así los reforzaba con un producto muy barato y altamente nutritivo, o lo mezclaba con el arroz blanco y la harina de mandioca, infaltables en la mesa del nordeste brasileño.
Cuando los demás me veían llegar con mi aguacate bajo el brazo, sonreían, se hacían señas, algunos se acercaban a mi mesa en son de burla. Los incrédulos se acercaban a comprobar si tamaña barbarie era verdad. Y yo me regodeaba en ponerlos nerviosos.
Los brasileños consumen el aguacate con azúcar. En portugués, lo llaman abacate; y con él preparan la abacatada, el frulatto más popular del país, un batido de aguacate, limón, con o sin leche y siempre con azúcar.
Para ellos, echar tajadas de aguacate en un potaje es tan criminal como echarlas de mango maduro en el minestrone de un italiano; o piña y guayaba en la fabada de un asturiano, atiborrada de chorizo, morcilla y jamón serrano.
Me consideraban un excéntrico y un provocador de pésimo gusto. Algunos se sentaban lejos de mí, porque de solo pensar en la revoltura del aguacate con los frijoles y la carne de una feijoada, se les cortaba el apetito.
De nada me valió argumentar que era un hábito de por lo menos 400 millones de habitantes en otros países de América: la mayoría no se dignó a reflexionar. Era una aberración y punto.
En Bahía, yo seguí añadiendo mi aguacate a los potajes, sopones y guisados; y lo combinaba con pescado o camarones; pero también aprendí a disfrutar de la abacatada. Es realmente un exquisito refresco. Tanto me aficioné que nunca he dejado de consumirlo. Me gusta beberlo de una sentada; cuando siento que llega a su destino, adquiero la sensación de haberme untado por dentro una crema fresca y purificadora. Y lo que más me gusta es el sabor delicadísimo que regresa a mis labios, mejor que el del batido original, como un eco benigno de mis antros digestivos.
A Cuba llegué a fines del 69, y en el medio siglo de mi residencia aquí, en vano he intentado persuadir a mi mujer e hijos habaneros de probar el aguacate dulce. Y por supuesto a ningún cubano. Todos los que oyen mis elogios al fruto azucarado, fruncen la nariz y los labios como los brasileños cuando me veían echarlo en la feijoada.
Una lástima, los cubanos se lo pierden dulce, y se lo pierden salado los brasileños.
Me consuela el pensar que una sociedad más desprejuiciada y justa se entronice algún día en nuestro planeta, y hasta sueño con una patria única, donde los niños aprendan desde muy pequeños a no empecinarse en lo habitual. Que aprendan, eso sí, a amar y defender su terruño, comarca natal o barrio; pero se les enseñará también que en lejanas tierras cuyos habitantes son muy diferentes a ellos, existen muchísimas cosas tan buenas y dignas de amarse como las propias. Y que a lo bueno no se accede sin pasar algún trabajo. Los pedagogos y sus padres les inculcarán el disfrute de lo diverso y el ejercicio de la tolerancia. Así formarán mejores niños, más inteligentes, respetuosos de los demás y aptos para una convivencia armoniosa.
Hace unos años expuse esas ideas en una conferencia a la que me invitara una sociedad de gourmets cubanos llamada El Gran Vatel, en honor a un chef de la corte francesa, que se suicidó por no poder presentar un pescado prometido para la cena del monarca.
Yo supuse que aquel auditorio de expertos en mezcla de sabores, y necesariamente desprejuiciados, acogiera mis ideas con beneplácito; pero terminada mi conferencia, recibí unos tímidos aplausos y vi muchas caras de asco. Y entre otras cosas recordé al general francés De Gaulle, cuando se quejaba de sus dificultades para gobernar a un país donde existían 300 variedades de queso.
(1) Feijoada en portugués, significa frijolada. Es un plato favorito de los brasileños, que se cocina con variedad de carnes y aderezos.