Lecturas
La gente del interior venía a La Habana y no quería volver a su tierra sin visitar el Capitolio. El que podía, se fotografiaba con el Capitolio al fondo como testimonio imbatible de su estancia en la capital. Lo mismo hacían los extranjeros que visitaban la Isla. Entonces la sede del Congreso de la República estaba rodeada de hoteles de mayor o menor cuantía, pensiones y casas de huéspedes, y hasta la inauguración de la Terminal de Ómnibus, en 1952, las guaguas interprovinciales hacían en sus inmediaciones la primera y la última parada.
No faltaban allí —no faltan tampoco ahora— los fotógrafos callejeros con sus cámaras antediluvianas que nadie sabe bien cómo funcionan; todo un engendro con servicios de revelado e impresión acoplados, ni las fondas de medio pelo, ni los buenos restaurantes como El Palacio de Cristal, en la calle Industria, que fue en su tiempo el mejor de La Habana y que debió soportar el humillante y triste destino de quedar convertido en un taller para embalsamar animales.
El café El Senado y los bares Dorado y Capitolio eran puntos de cita obligados. Había bailes en el Centro Gallego y en la Juventud Asturiana, y la música de los aires libres amenizaba la noche. Abundaban los establecimientos pequeños como La Barrita de Don Juan, frecuentada por Núñez Rodríguez, en los bajos del hotel Comercio, y como el café de Lorenzo García, al lado del cine Capitolio, que servía a su dueño para tapar un lucrativo negocio de préstamos de dinero. En los altos de García vivía Agustín Rodríguez, autor del libreto de la zarzuela Cecilia Valdés, empresario y famoso sainetero del teatro Martí, que todas las mañanas, a las cinco, antes de ponerse a escribir, buscaba la inspiración en media botella de ron Castillo.
Eran los años en que los hombres intentaban contener la caída del cabello con la aplicación de lociones como Calvifín, que comercializaba el poeta y periodista Gastón Baquero, y Manteca de Oso, de Ernesto Sarrá, y se blanqueaban los dientes con los polvos de San Agustín. En esos dìas a cualquier cubano de a pie le bastaba con ponerse una chaqueta para que se le franqueara el acceso al Capitolio. Entonces el Paseo del Prado y los alrededores del llamado Palacio de las Leyes eran lugares de moda. A ellos iba a parar todo lo que se movía en la capital, hasta que en la década del 50 La Rampa los desplazó.
Aun así no se concibe a La Habana sin Prado ni Capitolio. Son símbolos de la ciudad, parte de su historia e identidad. Por su magnitud y belleza, escribe el historiador Emilio Roig, «el Capìtolio es el edificio más importante de La Habana y de toda Cuba. Cuando concluya la impresionante restauración a la que se le somete, volverá a ser la sede del Parlamento cubano». Al clausurar la VIII Legislatura de la Asamblea Nacional, el presidente Raúl Castro dijo a los diputados que algún día habría que regresar al Capitolio.
Los terrenos que ocupa el Capitolio pertenecieron a la Sociedad Económica de Amigos del País que fomentó en ese lugar, a partir de 1817, un jardín botánico. El Gobierno colonial español enajenó a la Sociedad la propiedad de ese terreno, y en 1835 se comenzó a construir allí la estación de trenes de Villanueva.
Sacar los ferrocarriles de una zona que iba convirtiéndose en la mejor de La Habana fue, en las décadas postreras del siglo XIX, un anhelo creciente de los habaneros. El general Manuel Salamanca y Negrete, gobernador de la Isla, quiso acometerlo en 1890, pero murió misteriosamente cuando se disponía a tomar medidas contra los responsables de una malversación colosal de 14 millones de pesos, que salió a flote en el Departamento de Guerra de la Colonia. El propósito pasó de un año a otro, hasta que en 1909 el presidente José Miguel Gómez decidió tomar el toro por los cuernos. Para ello se canjearían los terrenos de Villanueva por los del antiguo Arsenal, ocupados hoy por la estación central de los ferrocarriles. Quería edificar en ellos el Palacio Presidencial, instalado hasta entonces en el viejo Palacio de los Capitanes Generales.
El Estado entregaba a una compañía británica, Ferrocarriles Unidos, los terrenos del Arsenal, valorados en más de cinco millones de pesos, y recibía a cambio los de Villanueva, no adquiridos limpiamente y que apenas valían dos millones. El dinero que se movería bajo cuerda, por comisiones y sobornos, empaparía a José Miguel, a quien el pueblo apodaba Tiburón, y salpicaría a sus conmilitones, a costa de los intereses de la nación.
En enero de 1910, la Comisión de Hacienda y Presupuesto del Senado daba al proyecto de ley del canje un dictamen favorable y recomendaba su aprobación al pleno de ese cuerpo. En la Cámara de Representantes, con mayoría liberal, la aprobación de la ley, sin embargo, era improbable pues se le oponían tanto los conservadores como los liberales que capitaneaba Alfredo Zayas. Fue entonces que los miguelistas cocinaron una estrategia infalible: decidieron que el asunto se tomara como una cuestión de «partido», lo que obligaba a todos los parlamentarios, tanto miguelistas como zayistas, a concederle el voto favorable.
Las obras de la mansión del Palacio Presidencial comenzaron respaldadas por un crédito de un millón de pesos, y la construcción se paralizó al asumir la presidencia el general Mario García Menocal. Otros eran sus planes. Quería edificar el Palacio en los terrenos de la Quinta de los Molinos y el edificio recién comenzado quedaría como sede del Legislativo. Esa determinación obligó a hacer modificaciones sustanciales al proyecto original de los arquitectos Rayneri (padre e hijo) e impuso que se dinamitara la cúpula ya construida y que pesaba 1 200 toneladas métricas.
Sin embargo, Menocal no llegó a construir el Palacio. En aquellos días, el general Ernesto Asbert, gobernador de La Habana, construía el palacio que sería la sede del gobierno provincial. Mariana Seba, la Primera Dama, se enamoró de ese edificio, Menocal lo confiscó y el Estado pagó medio millón de pesos por el inmueble que, con las adaptaciones pertinentes, se destinó a Palacio Presidencial. Es el actual Museo de la Revolución.
Las obras del Capitolio se reanudaron en 1917, solo para que se interrumpieran dos años más tarde por falta de dinero, y en 1921 el presidente Zayas las suspendió definitivamente. Cuando en 1925 Machado llega a la presidencia encuentra el Capitolio a medio hacer y con aspecto de ruina.
En Cuba las dictaduras lo han sido también de hormigón armado. Machado se propuso modernizar la capital cubana y, en cierta medida, el país, por lo que se embarcó en un vasto y ambicioso plan de obras públicas. Bajo su gobierno, se remodeló el Paseo del Prado, el Campo de Marte se transformó en Plaza de la Fraternidad y se trazó la Avenida de las Misiones. Prosiguió extendiéndose el Malecón, quedó inaugurada la Carretera Central y se levantó la Escalinata universitaria. Se construyeron el aeropuerto y el hotel Nacional...
Resultaba impensable que Machado y su megalómano ministro de Obras Públicas, Carlos Miguel de Céspedes, dejaran el Capitolio inconcluso fuera de su punto de mira. En 1926 se reanudaron las obras. Se aprovecharía lo ya construido, aunque el proyecto debió sufrir modificaciones innumerables. Los mejores arquitectos cubanos de entonces —Cabarrocas, Govantes, Otero, Rayneri, Bens...— y algunos extranjeros, como Forestier, sobre todo para los jardines, se volcaron sobre los planos, en tanto que la parte material era encomendada a la empresa Purdy and Henderson, contratistas norteamericanos que hicieron muy buenos negocios en el país con la construcción de la Lonja del Comercio, el edificio de La Metropolitana, el hotel Nacional y los centros Gallego y Asturiano.
El Capitolio ocupa una superficie total de 12 000 metros cuadrados, de ellos son área techada 10 839 metros cuadrados. Sus jardines tienen una extensión de 26 500 metros cuadrados.
Datos que dio a conocer en su momento el periódico El Mundo revelan que en su construcción se emplearon cinco millones de ladrillos, más de tres millones de pies de madera, 150 000 barriles de cemento y 38 000 metros cúbicos de arena. También 40 000 metros cúbicos de piedra picada y 25 000 metros cúbicos de piedra de cantería, 3 500 toneladas de acero-estructura y 2 000 toneladas de cabillas.
Tras tres años de trabajo, el edificio se inauguró de manera solemne el 20 de mayo de 1929. Había costado, se dice, 17 millones de pesos.
Su cúpula es, por su diámetro y altura, la sexta del mundo. La linterna que la remata se halla a 94 metros del nivel de la acera, y en el momento de inaugurarse el edificio solo la superaban, en su estilo, la de San Pedro, en Roma, y la de San Pablo, en Londres, con 129 y 107 metros de alto, respectivamente.
La escalinata monumental, con 55 escalones, tiene en la cima dos grupos escultóricos. Uno simboliza El trabajo o El progreso de la actividad humana; el otro, La virtud tutelar del pueblo. Son obras del italiano Angelo Zanelli, autor del Altar de la Patria, que en Roma forma parte del monumento al rey Víctor Manuel. También de ese escultor es la Estatua de la República, que se destaca en el imponente Salón de los Pasos Perdidos, exactamente debajo de la cúpula. Su peso es de 30 toneladas y se eleva a una altura total de 14,6 metros. La República, en ella, está representada por una mujer joven que aparece de pie y cubierta por una túnica, y lleva casco, lanza y escudo. Muy poco se sabe de la apetitosa cubana que sirvió de modelo a esa escultura. A sus pies, empotrado en el piso espejeante, un brillante marcaba el kilómetro cero de la Carretera Central. Se afirma que la gema perteneció a una de las coronas del último zar de Rusia.
Hasta 1958 este palacio de palacios dio albergue al Senado y a la Cámara de Representantes. Desde sus ventanas se ametralló a la ciudadanía que, desarmada y jubilosa, celebraba equivocadamente, el 7 de agosto de 1933, la caída de la dictadura de Machado. Cuando, el día 12, el déspota cayó de verdad, el pueblo saqueó el Palacio Presidencial y las residencias de los machadistas más connotados, pero no el Capitolio, aunque sí desfiguró a martillazos, como puede verse aún, el rostro de Machado esculpido al relieve en el pórtico del edificio.
Durante el primer gobierno del presidente Grau San Martín se instaló en el Capitolio el recién creado entonces Ministerio (Secretaría) del Trabajo y sesionaron en él los llamados Tribunales de Sanciones, que juzgaron a los machadistas. Fue en una de sus oficinas que en enero de 1934 Antonio Guiteras redactó, a la luz de una vela, el decreto que disponía la intervención de la Compañía Cubana de Electricidad. En tiempos de los presidentes Mendieta y Barnet radicó allí el Consejo de Estado, hasta que se restauró el Parlamento en mayo de 1936. Allí, en diciembre de ese año, el Senado juzgó y destituyó al presidente Miguel Mariano Gómez, y en el hemiciclo de la Cámara sesionó la asamblea que elaboró la Constitución de 1940. Después de 1959 fue sede de la Academia de Ciencias y luego del Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente, lo que obligó a hacer transformaciones y adaptaciones en el edificio, que se iba deteriorando mientras la suciedad se adueñaba de sus espacios exteriores e interiores. Bien merece su restauración este símbolo de la identidad y la historia de La Habana.