Lecturas
Contaba Fernando Ortiz que, en su juventud, mostró a César Lombroso, el famoso antropólogo italiano, de quien era discípulo, una copia de la Constitución cubana de 1901 con las firmas autógrafas de los miembros de la Convención que la redactó. Quería que su maestro, considerado un agudo grafólogo, calificara, a partir de las rúbricas, el carácter de aquellas personalidades para él desconocidas. Lombroso examinó minuciosamente el documento. «Esta es la firma de un alcohólico», dijo. Añadió: «Esta, la de un farsante, y esta otra, la de un hombre honrado». «Esta es la de un anciano reblandecido», prosiguió. Así una tras otra, mientras que Ortiz seguía sus palabras en silencio, convencido de cuanta verdad había en las aseveraciones del maestro. Llegó este a la firma de Manuel Sanguily. Meditó un momento y advirtió: «Esta es la firma de un genio».
«Manuel de los Manueles», llamaba José de la Luz y Caballero a Sanguily. Un gran periodista cubano, José Antonio Fernández de Castro, en una vívida semblanza que escribió sobre él, lo llama «el mambí de la camisa roja», porque, como un miembro de las legendarias huestes garibaldinas, vistió de ese color en los combates en los que tomó parte en los inicios de la Guerra Grande, en la cual terminaría con las estrellas de coronel. Porque a las órdenes de Ignacio Agramonte, Máximo Gómez y su hermano Julio se batió en más de 50 combates —Peralejo, Palo Seco, el ataque a la torre óptica de Colón y la toma de Las Tunas, entre otros— y resultó herido en dos de estos.
Durante la guerra no fueron pocas las veces que pronunció fogosas arengas a caballo antes de entrar en combate, y con anterioridad, proclamada ya la Constitución de Guáimaro, habló, a petición de Agramonte, ante la Asamblea Constituyente, para resaltar la presencia de un puñado de antiguos esclavos redimidos por la Revolución, palabras que emocionaron a los presentes y arrancaron aplausos fervorosos. Ya en la República, en su lucha contra la penetración norteamericana, fue vocero del sentimiento nacional. Como orador, nadie, salvo Martí, lo superó en el siglo XIX cubano. Como crítico literario, pocos en su época le ganaron en la seguridad del método y en la sagacidad y hondura de sus apreciaciones, en tanto que fue un periodista de estilo magnífico y fulgurante.
«Sanguily fue, ante todo, él mismo, y es su personalidad lo que más veneramos. Caracteres como el suyo, símbolo de la pasión y de la dignidad humana, resumen toda la nobleza de una época, la época del sacrificio y del esfuerzo», escribe Max Henríquez Ureña.
En febrero de 1917, en desacuerdo con la política reeleccionista del presidente Menocal, renuncia a la dirección general de las escuelas militares de la nación y se retira de la vida pública. El hombre que en diferentes momentos de la vida republicana fue senador, canciller e inspector general del Ejército con el grado de brigadier general, no tiene recursos para vivir y debe el Congreso votar una pensión a su favor.
Sanguily solía decir que la Calzada de Belascoaín marcaba el límite de La Habana. Lo demás, de Belascoaín para allá, afirmaba, era el campo. Sus años finales, sin embargo, los pasa en la Víbora. Vive en la calle José Miguel Gómez —Correa— y hasta allí se trasladan, hace 90 años, dos jóvenes estudiantes, Eduardo Robreño y José Lezama Lima. Lezama, que lo había visto de niño, en una visita que Sanguily hizo a su padre, director entonces de la Escuela de Cadetes, no olvidaba los ojos azules chisporroteantes y alucinados del patriota. Robreño y Lezama quieren oírle sus consejos de viejo escritor, hacerle revivir sus días en la manigua, escucharle sus opiniones sobre la situación del país.
Los jóvenes escogen mal día para la visita. Nadie los atiende. Ya ante la puerta de la casa, la noticia les explota de golpe en la cara. Manuel Sanguily ha muerto. Es el 23 de enero de 1925.
Manuel Sanguily y Garrite nació en La Habana el 26 de marzo de 1848. No corría sangre española por sus venas. El padre, cubano, descendía de una familia francesa del sur, de Gascuña, «tierra de poetas y de mosqueteros», dicen sus biógrafos. Del apellido francés Saint Guilly viene el suyo. La madre, inglesa, había nacido en la ciudad de Manchester. Muy pronto quedó huérfano de padre. La madre, con labores de costura, enfrenta la vida y el cuidado de sus tres pequeños hijos. Fallece ella también, y el niño Manuel queda al amparo de su padrino, el coronel Manuel Pizarro y Morejón, a quien recordaría como «un cumplido caballero, aristócrata, muy español».
Tiene ocho años de edad cuando el padrino lo matricula en el colegio de José de la Luz y Caballero. Allí cursará Sanguily la primera y la segunda enseñanza. Tiene tan buena letra el niño que Don Pepe lo hace su amanuense. En el colegio El Salvador se desempeñan como profesores intelectuales del calibre de Enrique Piñeyro y José Ignacio Rodríguez. Muere Don Pepe en 1862, cuando Sanguily tiene 14 años, y aunque se mantiene su ideario ético y pedagógico, deja en El Salvador un hueco difícil de llenar. En un estudio biográfico crítico, Sanguily evocará con cariño a José de la Luz y Caballero, las reuniones en el colegio, la relación que existía allí entre maestros y alumnos, las pláticas sabatinas de Don Pepe hasta aquella última en la que ya, muy fatigado y enfermo, tomó la palabra para decir tan solo: «Hablo, señores, para decir que no puedo hablar».
En 1864 se enfrenta Sanguily a un tremendo dilema. El padrino quiere que curse la carrera militar en España. Se niega de manera rotunda a obedecer al Coronel y esa misma noche, con un pequeño bulto de ropa, abandona la casa. No tiene quien lo acoja y duerme en los portales del Palacio de Aldama. La suerte lo acompaña. José María Zayas, el sucesor de Don Pepe en la dirección de El Salvador, le ofrece en el colegio una plaza de profesor sustituto. Se hace bachiller y matricula Derecho en la Universidad, estudios que interrumpe al estallar la Guerra de los Diez Años. Sigue vinculado a El Salvador y reanuda relaciones con el padrino, pero no vuelve a residir en su casa. Se inicia como periodista y da a conocer sus artículos iniciales en el diario El Siglo, del Conde de Pozos Dulces, y en la Revista del Pueblo, de su maestro Enrique Piñeyro.
Cada vez son más los jóvenes que desaparecen de La Habana para aparecer luego en la manigua redentora. Un día desaparece Julio, el hermano mayor. Manuel no demora en seguirle las huellas. En enero de 1869, con otros treintitantos cubanos, aborda en Nassau la goleta inglesa Galvanic, que los lleva a Cayo Romano. Atraviesan los expedicionarios un corto tramo de mar y desembarcan en la Guanaja, en la costa norte camagüeyana. Conoce, en Guáimaro, al Padre de la Patria, y Manuel de Quesada, general en jefe del Ejército Libertador, lo designa secretario particular del Ministro de Guerra. Abogado en ciernes, asumió con frecuencia, en los consejos de guerra, la defensa de insurrectos acusados de alguna infracción o delito y también de soldados y oficiales españoles, para muchos de los cuales —entre ellos Vicente Martitegui, que andando el tiempo sería en su país ministro de Guerra— obtuvo la absolución.
Llega el año de 1877. Sanguily es ya coronel y su hermano Julio, mayor general. La insurrección está amenazada del colapso definitivo. El Gobierno de la República en Armas nombra a Julio su agente confidencial en el exterior, y Manuel lo acompaña en calidad de secretario. Tanto en Jamaica como en Nueva York y otras ciudades norteamericanas, son inútiles sus esfuerzos por allegar armas y pertrechos para el campo insurrecto. La disensión interna mina la Revolución y no tarda en concretarse el Pacto del Zanjón.
Se va entonces a España, con la ayuda que le presta la madre del desaparecido patriota Luis Ayestarán, y concluye los estudios de Derecho. Pero no llega a ejercer la abogacía. Para hacerlo tendría que prestar juramento de fidelidad a la metrópoli y al monarca español, y no está dispuesto a ello. Regresa a Cuba en octubre de 1879. Vive muy modestamente con lo que le reportan las clases privadas que imparte, la corrección de pruebas en la Revista de Cuba y los trabajos auxiliares que presta en un par de bufetes de prestigio.
Tras la década pasada en la Guerra Grande, Sanguily emerge a un mundo distinto. El movimiento intelectual florece en la Isla y renace la vida cultural. En los diez años precedentes surgieron nuevas tendencias y orientaciones en las artes, las letras, el pensamiento. Sesiona, en La Habana, la Sociedad Antropológica; Varona inicia, en la Academia de Ciencias, sus Conferencias filosóficas, hay veladas y debates en la Caridad del Cerro y en el Liceo de Guanabacoa. Sanguily debe ponerse al día. Interrumpe su producción literaria durante los tres años que siguen a su regreso a Cuba, mientras que, en lo que atañe a la vida pública, asume el papel de observador porque no está dispuesto a asomarse al debate de las ideas políticas si no para decir su verdad en voz alta y reafirmar sus ideas independentistas.
Rompe el silencio en 1882. Es asiduo a las veladas de la Revista de Cuba, y cuando esta, en 1885, es reemplazada por la Revista Cubana, de Varona, se convierte en su colaborador asiduo. En 1887 se lanza al ruedo político en el Círculo de la Juventud Liberal de Matanzas, sin que eso signifique su adhesión al Partido Liberal Autonomista ni a organización política alguna. Todo un pueblo habló por su voz cuando rindió tributo de admiración y respeto a los que sostuvieron y sostenían el ideal de la independencia. Poco después volvía al Círculo de la Juventud Liberal. Se recaudaban fondos para el monumento a los estudiantes de Medicina fusilados el 27 de noviembre de 1871. Sanguily llama «bestias enfurecidas revolcándose en la sangre» a los culpables de aquella jornada, y el delegado del Gobernador español, presente en la sala, lo interrumpe y, a grito pelado, da por concluida la velada. No importa. Los presentes rodean a Sanguily y ya en la plaza pública le piden que prosiga su peroración, sin que las autoridades se atrevan a interrumpirlo.
En marzo de 1891 comienza a publicar su revista Hojas Literarias. Más que la crítica de libros interesaban a Sanguily los temas relacionados con el proceso político de Cuba. Artículos que de manera desembozada glorificaban a la Revolución y el tono general de la revista hicieron que el Fiscal de Imprenta denunciara a Sanguily y lo llevara ante los tribunales. Miguel Figueroa lo sacó absuelto. Se origina una nueva acusación, pero la Audiencia dicta un acto de sobreseimiento libre. Sanguily no descansa. Sigue siendo en su publicación el insurrecto indomable de siempre que denuncia lacras y errores. En diciembre de 1894 desaparece Hojas Literarias. En febrero de 1895 estalla la Guerra de Independencia. No tarda Sanguily en salir al exterior. Escribe en Patria y otros periódicos y es incansable en su prédica desde la tribuna. (Continuará)