Lecturas
Imagine el lector la guerra que estarían dando los mosquitos que, a mediados del siglo XVI, los habaneros ofrendaron 32 corridas de toros a San Cristóbal de La Habana para que los sacara de la villa y, de paso, se llevara con ellos moscas, bibijaguas y hormigas.
La primera corrida de toros que se celebró en Cuba tuvo lugar en Santiago, en 1538, con motivo de la llegada de Hernando de Soto, Gobernador de la Isla y Adelantado de la Florida, donde buscaría en vano la fuente de la eterna juventud. No demoraría en pasar a La Habana donde, por su repercusión, la crónica dejaría anotadas las ya aludidas contra los mosquitos y la que saludó el ascenso al trono del rey español Carlos III.
Con todo, no hubo propiamente una plaza de toros en esta ciudad hasta 1769, cuando se instaló la de Monte esquina a Arsenal, en un sitio después llamado el Basurero. La segunda, en 1818, se emplazó en la calle Águila, al fondo de la posada de un tal Cabrera, y en el Campo de Marte (actual Parque de la Fraternidad) se situó la siguiente, en 1825. Muy concurrido fue el rodeo que, en 1842, se instaló en la plaza principal de Regla para corridas y novilladas: los habaneros cruzaban la bahía para no perderse el espectáculo. Hubo otra plaza, a partir de 1853, en la calle Belascoaín, frente a la edificación que ocupaba la Casa de Beneficencia, espacio donde hoy se erige el hospital Hermanos Ameijeiras. La última plaza se situó en la esquina de Carlos III e Infanta, donde hoy se halla el restaurante Las Avenidas. Eso ocurrió en 1886, y al año siguiente las gradas de este ruedo se desbordaban para presenciar la actuación del célebre Luis Mazzantini quien, entre toro y toro, vivía un tórrido romance con la actriz francesa Sarah Bernhardt, aquella mujer que, al decir de Alejandro Dumas (hijo), tenía rostro de ángel y cuerpo de escoba.
Las peleas de gallos vienen—se dice— desde la antigua Grecia. Temístocles, el general ateniense que venció a los persas en Salamina, inflamaba los ánimos de sus soldados haciéndoles presenciar peleas de gallos antes de los combates.
Bien pronto el gusto por ellas se extendió a otros países. Hay autores que afirman que Colón disfrutó en Cuba de esos espectáculos, pues trajo gallos de lidia en su expedición. Esto puede ser cierto o no, pero la verdad es —dice Emilio Roig— que la afición por los gallos se manifestó aquí en todas las épocas y circunstancias desde que La Habana no era más que el puerto de Carenas. Fundada cada nueva villa, los colonizadores tenían como primer objetivo construir una iglesia o una edificación que hiciera las veces de esta y facilitara la práctica religiosa. Al mismo tiempo se construía la valla de gallos. Sin ir más lejos, el propio capitán general Francisco Dionisio Vives tuvo su gallería en el patio del Castillo de la Fuerza y puso al frente de ella a un asesino alevoso de apellido Padrón, a quien sacó de la cárcel y convirtió en su protegido en virtud de su habilidad en el manejo y cuidado de los gallos finos.
Pese a su popularidad y criollismo, figuras del Ejército Libertador, tan pronto finalizó la Guerra de Independencia en 1898, comenzaron a gestionar la prohibición de las peleas de gallos y las corridas de toros, y el general Brooke, primer interventor norteamericano, suspendió las segundas, pero no se atrevió con los gallos por temor a la reacción que provocaría la suspensión de estas peleas. Su sucesor, el general Wood, sin embargo, atendió el pedido que muchos notables le hicieran en ese sentido, y las suspendió a partir del 1ro. de junio de 1900 y ordenó la imposición de multas de 500 pesos a los contraventores de la medida.
Ya en la República, el tema de las peleas de gallos volvió a primer plano con virulencia. Se convirtió en tema de polémicas periodísticas y motivó manifestaciones públicas. Ante la magnitud del problema, la revista habanera El Fígaro, en su edición del 16 del diciembre de 1902, publicó una encuesta sobre el asunto. En su respuesta, el Generalísimo Máximo Gómez, opuesto a su reinstauración, dijo que «nos distanciamos de la moderna cultura cuando nos deleitamos con escenas de sangre», y el general José Miró Argenter expresó que permitirlas otra vez equivaldría a una vuelta al pasado, y evocó al general español José Gutiérrez de la Concha, verdugo de tantos patriotas, aquel funesto gobernante que se deleitaba con los espolazos de los «jabaos» y los pintos mientras clavaba su espolón de militarote feroz en las mismas entrañas del país. Manuel Sanguily afirmó por su parte que restablecer las peleas de gallos era como volver a la Colonia contra la que «se enarboló nuestra bandera y se sacrificaron tres generaciones». Figuras de la Autonomía, como Montoro y Gálvez, se manifestaron también en contra y lo mismo hizo don Nicolás Rivero, director del ultraconservador Diario de la Marina. El sentir, según la encuesta de El Fígaro, parecía ser unánime, pero…
El 21 de enero de 1907, José Miguel Gómez compareció ante el juez correccional de Marianao. Se le impuso una multa de 50 pesos por su participación como espectador en una valla de gallos. También fueron multados los generales José de Jesús Monteagudo y Faustino «Pino» Guerra y el coronel Carlos Mendieta, sorprendidos en el mismo acto; todos ellos liberales miguelistas. El encono que esto provocó fue de tal magnitud que elementos liberales agredieron físicamente a Manuel María Coronado, director de La Discusión, el periódico que dio a conocer el incidente.
La condena sirvió para que los correligionarios de José Miguel tomaran el tópico del restablecimiento de las lidias de gallos como una cuestión política. Organizaron manifestaciones públicas y el 24 de febrero desfilaron ante el Palacio de Gobierno, en la Plaza de Armas, a fin de solicitar a Charles Magoon —eran los tiempos de la segunda intervención militar norteamericana— la derogación de la orden militar que las prohibía. José Miguel Gómez, que había pedido y apoyado la suspensión de estas peleas tras el fin de la Guerra de Independencia, se convirtió en su más apasionado defensor en los días de su campaña para la presidencia de la República al frente del Partido Liberal. De ahí que el emblema de esa organización política fuera precisamente la imagen del gallo y el arado.
En las elecciones de 1908, los liberales derrotaron a los conservadores y se alzaron con el poder. José Miguel, una vez en la presidencia, no fue lento ni perezoso en el cumplimiento de su promesa electoral de restablecer las lidias. Tomó posesión el 28 de enero de 1909 y ya el 1ro. de febrero se conocía en la Cámara de Representantes el proyecto de ley que derogaba todas las disposiciones contrarias a las peleas de gallos. Ese cuerpo colegislador aprobó la propuesta por 50 votos contra 12. Días más tarde la ley era también conocida por el Senado. De poco valieron allí las opiniones adversas de Salvador Cisneros, marqués de Santa Lucía, y de Manuel Sanguily. No sin humor, Cisneros expresó que la ley de lotería, aún sin haber «pasado» —esto es, discutida y aprobada—, estaba ya incluida en el presupuesto de la nación, y lo mismo sucedía con la de los gallos, que sin haberse aprobado había propiciado la creación de gallerías en todas partes. Sanguily fue demoledor en su discurso: «Yo digo que este es un mal paso, que esta es una imprudencia del más puro y del más elemental de nuestros deberes: el deber de ir preparando en las vías de la mejor moralidad política, la conciencia y el carácter de nuestro pueblo».
Sin embargo, todo fue inútil. La ley fue aprobada. En las actas del Senado correspondientes al día de la votación, solo aparece un voto en contra, el de Manuel Sanguily.
Ya en la República hubo intentos de restablecer las corridas de toros con el pretexto del turismo extranjero que podrían atraer, y hasta llegó a constituirse un Comité Pro Arte Taurino. Esfuerzos en el mismo sentido se hicieron tras el triunfo de la Revolución.
Después de aquella prohibición de finales del siglo XIX, las corridas pasaron para siempre. Los gallos, en cambio, volvieron con fuerza. En 1958 había en la Isla unas 500 vallas de gallos que, en conjunto, recaudaban más dinero que todos los cines y teatros del país. En días de pelea no menos de cien personas acudían a cada una de ellas. Algunas eran famosas, como la valla Habana, en la plazoleta de Agua Dulce, y la valla Nacional, en la Esquina de Tejas.
Entre 1913 y 1925 vinieron de España gallos jerezanos criados en Cádiz y en Jerez de la Frontera. El jerezano es más fuerte que el criollo, aunque no tan buen peleador. En la década de 1950 se trajeron cornish de Inglaterra y se ligaron con criollos. Esas crías se pusieron de moda. Al igual que el jerezano, el cornish es más alto, ancho de pecho y resistente que el criollo. Pero muchos salen capirros, cobardes. Ninguno es de tan buena ley como el criollo. Solo cruzando varias veces los gallos extranjeros con los criollos se consigue un animal alto y fuerte, y que sea al mismo tiempo buen peleador. Algunos criadores eran enemigos de mezclar sus gallos. El ex presidente Mendieta solo criaba criollos puros, por lo que se le consideraba un criador «de los viejos». La vergüenza que le causaba que uno de sus gallos huyera, lo llevaba a deshacerse de toda la cría.
Carlos Mendieta fue de los grandes criadores cubanos de gallos, famoso por el gallo que lleva su nombre. También lo fueron el general Monteagudo y Diego Trinidad, entre otros de Las Villas, Camagüey y La Habana. Se decía en la década de 1940 que nadie en el mundo superaba a los cubanos en lo referido a la cría de gallos finos o de pelea. Prueba de ello es que entre 1946 y 1947 el Ministerio de Agricultura concedió permisos de exportación para más de 2 000 gallos que, en su mayoría, fueron a parar a Puerto Rico y también a México, Venezuela y Colombia. Fue una primacía conquistada —decía un especialista— a punta de espuela.
Tras el cese de la soberanía española, llegaba a La Habana la norteamericana Jeannette Ryder. Quiso poner fin a males que la superaban y que eran imposibles de enfrentar certeramente de manera individual. Palió el desamparo de niños desvalidos, dio pan y leche a los mendigos, y llevó desayuno a mujeres detenidas en estaciones de Policía. Enfrentó a cocheros que apaleaban a sus caballos y socorrió a gatos y perros abandonados. La tildaron de loca y debió soportar maltratos verbales y físicos. Algunos, en cambio, se le acercaron para acompañarla. Fueron ellos los que la apoyaron en la fundación de una llamada Sociedad Protectora de Niños, Animales y Plantas, también conocida como Bando de Piedad. Así lo veremos la semana próxima.