Lecturas
Con relación a la página dedicada al cantante puertorriqueño Daniel Santos, que apareció el pasado 20 de julio, inquiere el lector René Rodríguez Rivera sobre la historia de Satira. Tenía él, dice, 13 o 14 años cuando ocurrió el incidente y no puede recordarlo en todos los detalles. El tema en cuestión lo abordó el escribidor en este mismo diario hace ya mucho tiempo; nada menos que el 10 de noviembre de 2002.
Es una historia de amor, celos y odio que concluyó en un asesinato. Satira, una norteamericana que se presentaba como «bailarina exótica» y cuyo nombre real era el de Patricia Schmidt, dio muerte a su amante, también norteamericano, a bordo del improvisado yate, surto en la bahía habanera, donde ambos fueron a vivir cuando, por falta de pago, tuvieron que abandonar el hotel Saratoga, de Prado esquina a Dragones.
Ella declaró que todo había sido un accidente y el socio del amante corroboró sus palabras. Jack Lester Mee, que agonizaba en el Hospital Angloamericano del Vedado, limpiaba la pistola cuando resultó herido en el cuello por aquel disparo fatal. Pero la Policía cubana pronto descubrió la verdad y Patricia Schmidt, de 21 años de edad, fue acusada y condenada por asesinato y recluida en la prisión de mujeres de Guanabacoa. Corría el mes de abril de 1947, y Daniel Santos, el Inquieto Anacobero de la Sonora Matancera, no tardaría en popularizar el incidente en una canción que movió hacia la muchacha las simpatías de la nación.
Decía Daniel Santos:
Siempre acuérdate que un Dios hay en el cielo. Nunca pierdas la fe ni la esperanza. No lo hiciste por odio ni venganza. Defendiste bravamente tu debilidad y honor.
Patricia y Jack Lester Mee se habían conocido meses antes y juntos hicieron planes para toda la vida. Una vez que ella lograra su divorcio, se casarían en México y él instalaría en Acapulco un cabaré y una empresa de navegación. Pero de esos proyectos lo único real fue aquel desarbolado buque de patrullaje, dado de baja de la Marina de Guerra, y que Jack consiguió comprar en sociedad con Chuck Jackson, por 750 dólares. Por otra parte Jack estaba casado y no tenía la más mínima intención de divorciarse. Pero de eso se enteraría Patricia mucho después.
El 2 de noviembre de 1946 se separaron en Chicago. La bailarina debía cumplir un contrato en la isla antillana de Trinidad, y Jack y su socio, con un reducido número de pasajeros, iniciaría, con el patrullero convertido ya en un barco de recreo que llevaba el nombre de Satira, un crucero con destino al Caribe. Patricia esperaría a su amante en el Saratoga, de La Habana, y allí se reunirían el 15 de diciembre. Pero nada salió como estaba previsto. Las presentaciones en Trinidad fueron un desastre y el barco tuvo un contratiempo tras otro hasta chocar con un remolcador que había ido en su auxilio. En consecuencia, el 11 de diciembre, cuando Patricia arribó a La Habana, Jack no había llegado aún a Nueva Orleans y allí, con el barco roto, permanecía todavía en vísperas de Navidad.
Mientras tanto, la vida de Patricia en La Habana se hacía angustiosa. Empeñó un anillo y vendió sus ropas para sobrevivir. Decía en el hotel que aguardaba a su marido, un abogado que venía a bordo de un yate, pero la administración del Saratoga la apremiaba para que pagara lo que debía. Su situación tocaba fondo cuando Jack le remitió aquellos 50 dólares salvadores que le permitieron pagar la habitación.
Jack llegó al fin, cargado de regalos para Patricia, pero sin dinero y con su socio Chuck a rastras y, como un hotel no se paga con promesas, los tres se fueron a vivir al barco. Las cosas comenzaron a cambiar en un abrir y cerrar de ojos. Patricia logró un contrato para presentarse en el teatro Fausto y consiguió, no se sabe cómo, relacionarse con Amletto Battisti, propietario del hotel Sevilla. Don Amletto, que controlaba uno de los emporios nacionales del juego de azar y, se decía, los canales del tráfico de heroína hacia Estados Unidos, se entusiasmó con la bailarina. Desconoce el escribidor si fue el talento de la muchacha lo que lo deslumbró o fue su físico, el caso es que le permitió que practicara sus danzas en el roof garden del hotel. Jack, pianista consumado, ponía la música.
Pero aquel hombre amoroso y solícito, amable y gentil, se transformaba día a día en La Habana. En una ocasión Jack comparó a Patricia con un violín mudo y comenzó a golpearla para, dijo, insuflarle vida. De pronto le cedió el látigo y le suplicó que lo golpeara a él.
«Hablaba y se portaba tan extrañamente que yo no sabía qué pensar, excepto que lo amaba y no podía dejar de amarlo… Poco a poco, paso a paso me había transformado hasta apoderarse de mi alma. Había venido a ser mi amo y cuando me retaba a causarle dolor… yo no tenía voluntad propia y lo obedecía», escribió ella en sus memorias.
El saber que Jack estaba casado y que no se divorciaría fue más de lo que Patricia pudo soportar. Se sintió engañada y burlada, y pidió a Jack que la enviara de regreso a Estados Unidos.
—Tú te quedarás conmigo.
—Jack, déjame ir —suplicó ella.
Los ojos de Jack cobraron entonces un fiero resplandor y su mano derecha atenazó el pelo de la muchacha.
—Si tratas de dejarme —dijo Jack entonces con voz tranquila— te mataré.
Cuenta Patricia Schmidt en sus memorias:
«Sabiendo que yo escaparía si tenía la ocasión… no me dejaba apartarme de su vista, y se encargaba de que ningún medio de evasión estuviera a mi alcance. Retuvo mi pasaporte y mi billete de regreso a la Florida. No me dejaba sacar nada de valor del barco y él mismo empezó a vender artículos que me pertenecían. Censuraba toda mi correspondencia, la que mandaba y la que recibía. Destruía las cartas que yo escribía, desesperada, a mis amigos de Chicago.
«Se jactaba de que su esposa lo sostenía y que yo haría lo mismo. Repetía que nunca había mantenido a una mujer y que jamás lo haría.
«Me hacía trabajar como un grumete en el barco. Me trataba brutalmente ante otras personas, y repetidamente me causaba turbación… Me torturaba y se regodeaba con ello».
El 8 de abril mientras ella, dispuesta a huir, hacía sus maletas, descubrió la pistola de tiro al blanco, calibre 22, propiedad de Chuck Jackson.
Súbitamente Jack apareció en la escalera que conducía al camarote. La miraba con fijeza y sus labios se torcían en una mueca cruel.
—¿Qué haces? —rugió.
—Quiero que me lleves a Casablanca —respondió ella y él comprendió que mentía.
—¿Sí? Muy bien… vete. ¡Fuera del barco! —replicó Jack y la golpeó en la cabeza. Bloqueó enseguida la salida, pero se agachó como un relámpago para alcanzar la espada que Satira usaba en sus danzas y ella comprendió de golpe que la mataría. Instintivamente tomó en sus manos la pistola.
Escribe ella en sus memorias:
«Cuando Jack se enderezó, le apunté a la altura de los hombros, y él, al ver el arma, se echó para atrás, encorvándose un poco.
«A continuación, de lo primero que tuve conciencia fue de que él estaba en el suelo. Había disparado contra Jack. Nunca supe manejar una pistola. Ni siquiera había tenido una en mi mano. El temor de perder la vida fue tan grande que tiré del gatillo sin pensarlo».
Mientras lo contemplaba allí, tendido, pero todavía vivo, acudieron a la mente de Patricia las palabras que Jack repetía cada vez que la forzaba a agredirlo: «Me gusta ver tu cara cuando tratas de matarme».
Decía Daniel Santos:
Tras un viaje glorioso al paraíso, quiso ella forjarse una ilusión. La tragedia, sin piedad y sin permiso y traicionando su momento de pasión, puso un manto de color rojizo frente al hombre que era toda su obsesión. Retiróse como toro enfurecido Atacando sin conciencia, sin razón. Con la fuerza de una bala fue vencido acertando atravesarle el corazón.
Jack Lester Mee falleció el 13 de abril. Su padre, que vino expresamente desde Estados Unidos y llegó a verlo con vida, acusó a Patricia Schmidt de ser la responsable de la muerte de su hijo. Patricia fue detenida y también Chuck Jackson, acusado de encubrimiento. Amletto Battisti no los dejó de la mano y encargó a sus abogados que asumieran la defensa de los acusados.
Esta es la historia tal y como la contó Satira, primero a la prensa y luego durante el proceso judicial. Hasta dónde es cierta o falsa, nunca se supo; nadie la rebatió, pues los muertos no cuentan historias. Con su versión del suceso y de su tormentosa relación con Jack sensibilizó —con la canción de Daniel Santos por medio— a la opinión pública nacional, que se puso decididamente de su parte en aquel ya lejano año de 1947. No pasaría presa mucho tiempo. Poco antes de abandonar el poder, en octubre de 1948, el presidente Ramón Grau San Martín indultó a la joven y bella bailarina.
Buscó ella entonces refugio en el hotel Sevilla. Tal vez don Amletto pensara que tenerla allí era una mala propaganda para su establecimiento; quizá hubiera otra razón; el caso es que la instaron a que abandonara el hotel. Se negó ella a obedecer la orden y una tarde, mientras vagaba por el vestíbulo de la instalación, sin nada que hacer, dos hombres se le acercaron y le pidieron que los acompañara. No quiso seguirlos. Tomándola entonces de los brazos la sacaron a la fuerza del edificio y la introdujeron en un automóvil. Nadie acudió en su ayuda. La devolverían al hotel dos o tres horas después. Patricia salió del vehículo, el mismo en que se la llevaron, dando tumbos, sucia y con la ropa desgarrada, con señales evidentes de la golpeadura que le propinaron.
No se supo nunca quién fue el responsable de la golpiza. El escribidor no piensa precisamente en Amletto Battisti. Se inclina más por el padre de la víctima. De cualquier forma, Patricia Schmidt —Satira— tomó al día siguiente el primer avión con destino a Florida.
Oh Patricia. Oh mujer adolorida, tan costosa que fue toda tu ilusión. El destino vino a hacerte una sufrida, pero nunca, nunca pierdas el valor.