Lecturas
Pocos cantantes como el puertorriqueño Daniel Santos contribuyeron a fundir en un solo estilo los modos de crear y cantar por Puerto Rico y Cuba. Su largo contacto con lo mejor de la música cubana de los años 40 y 50 de la centuria pasada le confirió un sello de cubanía bien perceptible en todas sus interpretaciones y composiciones, lo que le asegura un sitial meritorio entre los grandes cantores de la música cubana del siglo XX. «El Jefe», como se le llama en Colombia y recuerda Gabriel García Márquez en alguna de sus crónicas, fue un exponente excepcional de la música popular bailable del Caribe.
Fue a finales de 1946 cuando el también puertorriqueño Bobby Capó lo presentó en La Habana a Amado Trinidad, el entonces poderoso propietario de la RHC Cadena Azul. De aquel encuentro surgió un contrato para Santos. Debutó con el pie de la buena suerte en el llamado Palacio de la Radio, la emisora de Prado 53. El número inicial de la emisión de ese día era la canción Anacobero, del también puertorriqueño Andrés Tallada. Por una equivocación, el locutor presentó a Daniel como «el anacobero». A partir de ese momento lo identificaron por ese mote, que se hizo famoso en la Isla y al que se le añadió el de «inquieto», que correspondía con el carácter y la personalidad del cantante. Con su modo de cantar el Inquieto anacobero había impresionado a La Habana, tanto como esta ciudad impresionaba al artista.
¿Qué Habana deslumbró a Daniel Santos? Josean Ramos en su libro sobre el músico puertorriqueño —Vengo a decirle adiós a los muchachos, 1991— dice que lo deslumbró el «delicioso caminar durante los atardeceres por aquella Habana que entonces poseía los mejores cabarés del mundo con las mujeres más eróticas que hayan visto ojos humanos». Añade a renglón seguido que en esos centros nocturnos se presentaban «los mejores espectáculos del momento», con Esther Borja y Jorge Negrete, Celia Cruz, el trío Los Pancho y la rumbera Ninón Sevilla, mientras que la radio dejaba escuchar a Miguelito Valdés, la Sonora Matancera, Panchito Riset, Cascarita… «y todos los cantantes, rumberos y músicos preferidos por los públicos exigentes».
Y fueron precisamente esos públicos exigentes de Cuba los que poco a poco moldearon a Daniel Santos como uno de los grandes cantantes del mundo hispano de la época, escriben Olavo Alén y Ana Victoria Casanova en su ensayo Tras la huella de los músicos puertorriqueños en Cuba. Precisan: «Durante 15 años, Daniel Santos estuvo entrando y saliendo de Cuba hacia Nueva York o hacia otras ciudades del continente sudamericano y en cada entrada reafirmaba su condición de gran intérprete de la música».
Santos guardó siempre un buen recuerdo de Amado Trinidad, «el primer empresario cubano —aseguraba— que pagó un sueldo decente en la radio», pero cuando ambos hombres se encontraron, ya el puertorriqueño llevaba años de iniciado en la música cubana. Ese inicio ocurrió en 1941 cuando, a causa de una discusión, el cantante cubano Miguelito Valdés abandona la orquesta de Xavier Cugat. Cugat pide entonces a Santos que cante con su orquesta en el hotel Waldorf Astoria, de Nueva York. Para entonces, el puertorriqueño cantaba en el Cuban Casino y empezaba a darse a conocer por el público cubano.
Después del contrato con la RHC Cadena Azul vinieron altas y bajas. En Radio Cadena Suaritos, de La Habana, alternó durante una corta temporada con intérpretes como Toña la Negra, y en Radio Progreso cantó con el acompañamiento de la que algunos consideran una de las grandes agrupaciones musicales de todos los tiempos, la Sonora Matancera. Con esta agrupación pasa a CMQ y se presenta en Cascabeles Candado, quizá el programa de mayor audiencia en ese momento. El mismo Daniel dijo en una ocasión: «Hay quienes sostienen que yo hice a la Sonora Matancera. Otros, que la Sonora me hizo. Nos beneficiamos mutuamente…». Lo cierto es que con el primer disco que grabó con esa orquesta alcanzó Daniel Santos la cúspide de la fama. Piezas que entonces llevó al acetato, con el respaldo de la Sonora Matancera, trascendieron en el tiempo a la propia vida del intérprete. Tales son los casos de Noche de ronda, de Agustín Lara; Cuidadito compay gallo, de Ñico Saquito, y Dos gardenias, de Isolina Carrillo; «gardenias que no se marchitan desde que él las cultivó con su canto».
«La oligarquía hubiera deseado quemarlo, atizando la candela con sus discos. Los pequeños burgueses de izquierda lo trataron como otro “opio del pueblo”. Es que era un cantor de la marginalidad, o sea, de las mayorías. Era rey para obreros, negros, desempleados, matones, amas de casa y putas. Sus boleros, guarachas, mambos y sones estuvieron en cumpleaños, bodas, fiestas de pueblo y bares de “mala muerte”», escribe el colombiano Hernando Calvo Ospina. Añade que al inquieto anacobero se le veneraba y de puro milagro no lo elevaron a los altares.
Nació en 1916, en Santurce, Puerto Rico, hijo de un carpintero y de una costurera. Pronto tuvo que abandonar los estudios primarios y salir a la calle a limpiar zapatos. Tenía nueve años cuando su familia se instaló en Nueva York. Pese al cambio de geografía, la situación no mejoró y, para ayudar al sustento de los suyos vendió hielo y carbón, barrió calles y destupió cloacas. Su entrada en la música fue casual y quizá haya mucho de leyenda en la historia. Se dice que una tarde cantaba bajo la ducha y su voz se oía en la calle cuando acertó a pasar por allí el integrante de un trío musical. El tipo, admirado, quiso conocerlo. Insistió. En la puerta de la casa, con una toalla enrollada en la cintura, Santos aceptó ser parte de ese grupo. Así empezó su vida de cantante. Luego, en 1938, conoció a su compatriota y compositor Pedro Flores, encuentro que resultaría decisivo en la vida del futuro anacobero.
A partir de ahí se labró y paseó por toda América con un estilo único, dejando a su paso, dice Miguel López Ortiz, una estela de leyenda, recuerdos imborrables, un anecdotario monumental, muchísimas grabaciones e hijos en no pocos casos. Interviene en filmes como Ángel caído, producción cubano-mexicana del director José Ortega; Ritmos del Caribe y Rumba en televisión, con dirección este último de Evelia Joffre y las actuaciones de Rolando Ochoa y Lolita Berrios.
Cuba le inspiró no pocas de las 400 piezas que decía haber escrito. Entre estas, el bolero El columpio de la vida, compuesta tras una caminata por el Malecón, Déjame ver a mi hijo, reclamo a su esposa Eugenia que le impedía el encuentro con Danielito, y Virgen de la Caridad, que escribió estando preso en el Castillo del Príncipe. Amigote es otra de esas composiciones y describe, mejor que en cualquier otra de las suyas, la intensa vida de bares y cantinas del artista.
Mucho se ha escrito acerca de Daniel Santos. La inmensa mayoría de los artículos y crónicas, incluso libros que se le han dedicado, se centran en su quehacer profesional y sobre todo en su vida desordenada y repleta de alcohol, mujeres y riñas.
Pocos de esos textos recuerdan declaraciones como esta: «Yo entro a cualquier barrio del mundo, porque en todos se habla un idioma común, el idioma de la pobreza, y aunque haya matones, tecatos, putas y contrabandistas, siempre me respetan. Para otros, son barrios malos, para mí, no. Yo sé lo que ha pasado esa gente porque yo nací así, qué carajo. Nací pobre y al pobre le echan la culpa de todo lo malo. Hay gente noble en esos lugares atestados de dolor (…) Yo conozco todos esos barrios de Latinoamérica, he estado en todas sus barras, me he dado el trago con todos sus borrachos (…) En estos lugares hay poco dinero, y donde hay poco dinero, hay delincuencia, hay necesidad, hay que robar. Esa es la realidad de esos sectores marginados que tanto han contribuido al desarrollo de la música popular latinoamericana».
En 1957, en un bar de Maracaibo, Venezuela, escribió Daniel Santos, sobre una servilleta, su canción Sierra Maestra. Nadie quiso grabarla en Caracas y tuvo que grabarla en Nueva York. Recibió como pago las primeras mil copias del disco. Poco a poco las fue vendiendo y mandó a Cuba unos escasos ejemplares. Una de esas copias llegó a poder de la guerrilla fidelista que comenzó a pasarla por su emisora, Radio Rebelde, que transmitía desde las montañas orientales. Eso hizo que Daniel Santos fuera acusado de comunista y de amigo personal de los barbudos.
En los días iniciales de enero de 1959, Daniel Santos vio la entrada triunfal del Ejército Rebelde en La Habana. En el mes de febrero se presenta en el cabaré Venecia, de la ciudad de Santa Clara, y está después en el cabaré Nacional, de Prado y San Rafael. Ya no se hace necesario escuchar su canción Sierra Maestra a través de la radio clandestina. Junto con esta, otras melodías saludan la Revolución victoriosa. Son los tiempos de Fidel ya llegó, interpretada por Rolando Laserie; Como lo soñó Martí, de Juan Arrondo en la voz de Orlando Vallejo; Ensalada rebelde y Carta a Fidel, grabadas por los popularísimos Pototo y Filomeno para el sello Puchito. Fajardo y sus estrellas imponen Los barbudos, y Pablo del Río, «el Ruiseñor de España», acomete, en tiempo de pasodoble, Alas de libertad. Miguel Ángel Ortiz da a conocer la bellísima Canción de Libertad, algunas de cuyas estrofas recuerda todavía el escribidor.
Volvió a la Isla en agosto de 1960 cuando lo expulsaron de Costa Rica. Se celebraba en San José, capital de ese país centroamericano, la VI Reunión de Consulta de los Ministros de Relaciones Exteriores de la Organización de Estados Americanos (OEA). Washington abonaba el terreno para conseguir la expulsión de Cuba de ese organismo hemisférico y círculos oficiales ticos no ocultaban su hostilidad hacia la delegación cubana, que encabezaba el canciller Raúl Roa y el grupo de periodistas de Prensa Latina, capitaneado por su director, Jorge Ricardo Masetti. La Policía había intentado evitar, quitándoles banderas y pancartas, que los simpatizantes con la Revolución Cubana saludaran a sus delegados en el aeropuerto. Las autoridades habían dado el permiso para un acto de solidaridad con Cuba, en el que participaría Roa, pero al llegar allí el Ministro y su comitiva encontraron que un cordón policial les vedaba el acceso. Quiso Roa traspasar el cerco y estuvo a punto de ser víctima de una agresión. Poco faltó para que quedaran desenfundadas las armas de los custodios de Roa y del grupo de policías costarricenses. Daniel Santos cantaría en ese acto. No solo se le impidió hacerlo, sino que decidieron expulsarlo del país. La Embajada cubana le ofreció entonces hospitalidad y al día siguiente viajó a La Habana.
No puede precisar el escribidor si esa fue su última visita. Pero ya aquella ciudad no era la que él conocía y añoraba. Se percató de que el giro social que tomaba la Isla se alejaba cada vez más de sus intereses. Se fue de nuevo y nunca más regresó al país que le dio tanta fama. Falleció en Ocala, Florida, en 1992.