Lecturas
Aquel 1ro. de marzo pudo haber sido como cualquier otro día en la vida de Orestes Ferrara y Marino. Cuando salió de la cama a la hora de costumbre nada hacía avizorar el dramático desenlace de la jornada. Tras el desayuno, el ex canciller cubano —ocupó la Secretaría de Estado en el gabinete del dictador Gerardo Machado— hizo y atendió varias llamadas telefónicas y recibió en la sala de armas de su palacete de San Miguel y Ronda, aledaño a la Universidad, que había vuelto a ocupar a su regreso del exilio, a las personas que tenía citadas. Poco antes de la una de la tarde subió a cambiarse. Almorzaría con una importante figura de la llamada Ciencia Cristiana, de paso por La Habana, a la que su esposa había invitado, y una vez concluida la comida, que esperaba no se extendiese demasiado, participaría, al igual que en los días anteriores, en la sesión correspondiente de la Convención Constituyente para la cual había sido electo, pese a su pasado machadista, y que sesionaba en el Capitolio. Pero Orestes Ferrara y Marino no llegaría esa tarde al Palacio de las Leyes. El auto de alquiler que lo transportaba fue tiroteado desde otro vehículo en marcha y los balazos que impactaron su cuerpo lo pusieron al filo de la muerte.
Su vida ciertamente pendía de un hilo desde su regreso a Cuba. Había salido de La Habana el mismo día de la caída de Machado, el 12 de agosto de 1933, para vivir, a horcajadas entre Nueva York y París, un exilio «dorado» gracias a sus vínculos —como abogado y como accionista— con grandes capitales norteamericanos, entre estos la International Telephone and Telegraph (ITT) que había contribuido a fundar. El periodista Ramón Vasconcelos, presidente entonces del Partido Liberal, instigado por el embajador estadounidense Jefferson Caffery, gestionó su regreso a Cuba, pero Ferrara se negó a aceptar lo que sería un retorno condicionado por su silencio y la obligación de mantenerse alejado de la vida política.
Era el único machadista que no había vuelto a la Isla cuando decidió hacerlo pasara lo que pasara, y ya aquí procedió a su forma, renuente a las presiones y, lo que es peor, a los consejos. Rehuyó la sugerencia del presidente Federico Laredo Bru de domiciliarse lejos de la Universidad a fin de evitar incidentes con los estudiantes, como el ocurrido en Infanta y San Lázaro, donde un alumno de Medicina intentó agredirlo a golpes ante la mirada indiferente de un policía. En Santiago de Cuba, Orlando León Lemus, un caballero del gatillo alegre que hizo célebre el seudónimo de El Colora’o, lo esperó en las afueras del club San Carlos, donde Ferrara pronunciaba una conferencia, con intención de pasarle la cuenta, pero la directiva de la institución lo hizo salir por una puerta trasera. El «bonche» campeaba por sus respetos en la colina universitaria e imperaba en la calle la escopeta recortada. Ramiro Valdés Daussá, en la propia casa de Ferrara, ajustició a uno de sus empleados, policía en tiempos de Machado vinculado al asesinato de sus hermanos. Días más tarde asesinaban a un sujeto que salía de la residencia y luego al chofer. Eran avisos. No conseguían sin embargo cerrar la boca a este italiano nacido en Nápoles en 1876 y que había ganado el grado de coronel en el Ejército Libertador. En un discurso en Camagüey atacó al defenestrado mandatario Miguel Mariano Gómez y calificó la actitud del ex presidente Grau San Martín como «la de una elegante peripatética de costumbres ligeras, que se recrea en una atmósfera de malos perfumes». Criticó a los partidos surgidos de la Revolución del 30 y en especial al Auténtico.
La violenta diatriba motivó que el coronel Batista declarara a la prensa que dada la actitud de Ferrara resultaría muy difícil al poder público garantizarle la vida. Muchos años después escribía en sus memorias el astuto italiano: «Ya sabía que el poder público no me podía defender. Me defendía con mi vida, sin necesidad de policías ni soldados». Sus alardes de civismo poco valían en un país en el que las ametralladoras se usaban impunemente. En cambio, la declaración del Jefe del Ejército era una invitación al asesinato. Ferrara lo sabía.
A fin de rehuir atentados más o menos inminentes, hacía Orestes Ferrara viajes breves a Estados Unidos. Iba y volvía, pero en esos trasiegos sus enemigos hubieran podido cazarlo con facilidad.
Corre el año de 1939 y se convoca a la convención que elaboraría la Constitución de 1940. El 15 de noviembre se celebran las elecciones para la Asamblea Constituyente. Triunfa la oposición. De 76 actas, 35 corresponden al Gobierno; 41 a sus contrarios. Hombres son 73 y tres mujeres. Por los auténticos están Grau San Martín, Eduardo Chibás, Alicia Hernández de la Barca, Emilio (Millo) Ochoa, Eusebio Mujal y Carlos Prío. Los comunistas se hacen representar por Juan Marinello, Blas Roca, Salvador García Agüero, Romárico Cordero, Esperanza Sánchez Mastrapa y César Vilar, dos nombres, estos dos últimos, malditos después en el comunismo insular. Jorge Mañach, Francisco Ichaso y Joaquín Martínez Sáenz figuran entre los abecedarios. Hay demócratas y republicanos, como Miguel Mariano Gómez, Pelayo Cuervo, Carlos Márquez Sterling, Santiago Rey… Por los liberales están José Manuel Cortina, Rafael Guas Inclán, Alfredo Hornedo, Emilio Núñez Portuondo, Orestes Ferrara…
Los liberales de Las Villas insistieron en que aspirara por esa provincia del centro de la Isla. Hubo júbilo por su elección en las filas de esa organización política y Ferrara recibió complacido las congratulaciones de correligionarios y amigos, pero había tomado la determinación de renunciar o, más bien, de no aceptar la representación. Por eso el día de la convocatoria de la asamblea, en lugar de presentar sus credenciales, envió sus dimisiones. La carta de renuncia fue leída en el plenario y se acordó reproducirla en el Diario de Sesiones.
¿Qué pasaba? Una corriente le soplaba en contra. ¿Debía un machadista connotado figurar entre los redactores de la nueva Ley de Leyes? Paradójicamente, un hombre que combatió frontalmente a Machado se alzó en su defensa. Fue Eduardo Chibás. Se puso a votación el caso. Setenta y cinco convencionales votaron a su favor. Hubo una abstención. Nadie votó en contra.
Vuelve ahora el escribidor a aquel 1ro. de marzo de 1940. El almuerzo con el representante de la Ciencia Cristiana se prolongaba demasiado. El inicio de la sesión del día estaba marcado para las tres de la tarde, y Ferrara, puntual por hábito, se resistía a llegar fuera de hora. Fue entonces que decidió despedirse de su invitado en lugar de esperar que su invitado se despidiera. Al abandonar el comedor, un sirviente le comunicó que el doctor Cortina había telefoneado con el ruego de que lo esperara para acudir juntos al Capitolio. Sabiéndolo impuntual, pidió al sirviente que dijera al amigo y colega cuando llegara que no había podido esperarlo. Pidió con urgencia su automóvil, y el chofer le dijo que el vehículo no tenía gasolina. Decidió Ferrara no discutir, al menos en ese momento, lo extraño de la situación y ordenó que llamaran a un taxi. Al subir al automóvil dijo al taxista que tenía prisa. Le indicó que ganara la calzada de Infanta, doblara a la izquierda en San Rafael y avanzara hasta el Capitolio. El policía que lo acompaña desde su elección se sentó al lado del chofer. Ferrara ocupó el lado izquierdo del asiento trasero y su secretario se sentó a la derecha.
Recuerda Ferrara en su libro Una mirada sobre tres siglos: «A por pocos metros de rodar por San Rafael oí el ruido de un auto que frenaba con violencia para dar una vuelta inesperada, y casi al mismo tiempo descargas repetidas de ametralladoras o escopetas largas. Un auto desfilaba a la izquierda haciéndonos víctimas de sus disparos. Lo primero que vi fue el cráneo abierto del pobre chofer, que bajo el sol me hizo el efecto de un crisol en ebullición. El automóvil asaltante hizo las descargas desde atrás y rodó rápido a nuestro lado izquierdo. Yo me incliné hacia un lado y saqué mi revólver, pero cuando pude haber hecho uso de él, los asaltantes estaban ya muy lejos…».
El auto, libre de todo control, siguió su marcha San Rafael abajo hasta que un joven vigoroso que presenciaba la escena subió al vehículo y lo frenó. El policía que desde días antes tenía la encomienda de defender al delegado a la Constituyente se alejó del lugar del suceso en busca de ayuda. Ferrara creía haber salido ileso; solo sentía un «toquecito» en la parte alta de la espalda.
No aparecía la policía, pero el lugar se fue llenando de vecinos. Algunos automovilistas detuvieron sus vehículos. Alguien se ofreció para conducir al hospital al astuto político. Ferrara se negó. Alegó no estar herido, pero los que lo rodeaban lo convencieron de lo contrario. Empezaba a sentir, en efecto, la espalda mojada. Tenía dos balas alojadas sobre la tercera costilla, tres en el hombro izquierdo, otra en la parte más alta de la espina dorsal y otras más diseminadas aquí y allá, en lugares del cuerpo que parecían peligrosos, pero que la naturaleza, benévola, pudo detener como en situación de espera.
Lo hicieron subir a un automóvil y tres o cuatro de los jóvenes que presenciaron el hecho se prestaron a acompañarlo hasta el hospital de Emergencias, pero no entraron con el herido a la casa de salud. Ferrara, que no llevaba dinero suelto, dio un peso al chofer por la carrera, pero el hombre se negó a aceptarlo y le deseó buena suerte.
La noticia corrió como la pólvora. María Luisa, la esposa, se enteró cuando ya lo sabía la familia de Ferrara en Nápoles. Su cuñada italiana tenía la radio abierta cuando la programación se interrumpió para informar que el doctor Orestes Ferrara había muerto en una calle de La Habana.
Pronto el hospital se colmó de amigos y correligionarios. Llegaron a la instalación sanitaria casi todos los delegados de la Convención Constituyente. No demoró en hacer acto de presencia el Presidente de la República y el coronel Batista envió un caluroso mensaje. Lo operarían en el Hospital Militar de Marianao. La bala que se le alojó en el cuello se la sacarían, años después, en España. Ferrara demoraría dos meses en volver a la Constituyente.
Como casi todos los atentados perpetrados en Cuba entre 1933 y 1944, y luego durante los mandatos auténticos de los presidentes Grau y Prío (1944-52) la agresión a Ferrara quedó en el misterio. No se halló al culpable.
Muchos años después, en Miami, el ex general Manuel Benítez, jefe de la Policía Nacional cubana, dijo a Max Lesnik, director entonces de la revista Réplica —y así lo contó Lesnik a este escribidor—, que el autor del ataque fue Emilio Tro, que andando el tiempo, luego de su regreso de la II Guerra Mundial, en la que combatió como parte del ejército norteamericano, fundaría la Unión Insurreccional Revolucionaria (UIR) y encontraría la muerte en los llamados sucesos de Orfila, en septiembre de 1947.
Dijo Benítez que el coronel Batista supo del papel de Tro en el atentado a Ferrara y quiso quitárselo del medio. Mandó a decirle con Benítez, que no se le escondiera porque lo encontraría y le ofreció un pasaje para Estados Unidos, la posibilidad de hacerse un pasaporte y diez mil dólares para gastos. Precisaba Benítez en su conversación con Lesnik un hecho que habla de la honestidad de Tro. Decía Benítez: «Debo decir, en honor a la verdad, que Tro aceptó el pasaje y los papeles para el pasaporte, pero rechazó el dinero… Diez mil dólares que, ¡mira!, me los metí yo en el bolsillo».