Lecturas
Una fina ironía matiza la crónica de Enrique de la Osa en la sección En Cuba, de Bohemia. En el afán de legalizar su régimen —herido de muerte un año antes con el asalto al cuartel Moncada— el general Fulgencio Batista, presidente de facto de la República en virtud del golpe de Estado de 1952, quiere convocar a elecciones generales y como en ellas él sería uno de los candidatos a la primera magistratura debe solicitar una licencia y ceder su cargo a un presidente interino.
El propio dictador lo anuncia a la prensa en la Ciudad Militar de Columbia. Es el 3 de agosto de 1954 y dice a los reporteros que lo aguardan a su regreso de la playa de Varadero, que el 14 de dicho mes abandonaría el Palacio Presidencial. Ese comentario, sin embargo, no es noticia. El pollo del arroz con pollo está en conocer quién ocuparía el cargo, pero Batista, maestro en el arte de la simulación y la intriga, no suelta prenda. El nombre se conocerá oportunamente, dice, y juega a la gallinita ciega con los reporteros y, por ende, con la opinión pública cuando, como única referencia, expresa de manera escueta que su sustituto sería «un cubano ilustre».
«El dato resultaba vago e impreciso. A falta de otros elementos de juicio, el gracejo criollo se dio a perfilar los contornos de un “ilustre” asimilándolo a la estampa respetable de un bombín. En breve, el lápiz de los caricaturistas difundió la silueta de graves varones de sombrero de copa, vestidos de chaqué, la leontina cruzada sobre el chaleco, hablando al estilo ampuloso del siglo XIX. La imagen no encajaba, desde luego, en ninguno de los sustitutos potenciales, casi todos criollos astutos, con los pies firmemente asentados en la tierra», escribe Enrique de la Osa.
En realidad, el calificativo de «ilustre» cuadraba a pocos de los aspirantes potenciales. Aun así, en todas partes, de manera abierta o embozada, los candidatos posibles aparecieron en racimo y cada uno de ellos montó en torno al dictador un asedio afanoso para ganar su ánimo. Había, comenta Enrique de la Osa, «una generosa plétora de patricios en disponibilidad».
Bien pronto «Santiaguito» Rey, ex senador por la provincia de Las Villas, concurrió al programa Ante la Prensa, de CMQ TV e hizo alguna precisiones en torno al sustituto. Sería, por supuesto, una persona de superiores quilates morales pero, recalcó, esa circunstancia por sí sola no bastaba. Debía ser además un militante activo y fervoroso de la coalición de partidos políticos que postulaba a Batista, un partidario furibundo del triunfo de esa coalición en la justa electoral. Esto es, el candidato en cuestión no solo debía ser «ilustre», sino también batistiano. El hecho de que debía ser un militante de alguno de las organizaciones políticas que apoyaban al dictador redujo de manera considerable el círculo de posibilidades. Enseguida, como quien no quiere las cosas, asumió Santiaguito el papel de un «garganta profunda» y, en el tono confidencial de los bien enterados, mencionó los nombres de Pichardo Moya, presidente del Tribunal Supremo de Justicia, de Miguel Ángel Campa, ministro de Estado (Canciller) y de Joaquín Martínez Sáenz, jefe de la organización ABC. Mencionó asimismo, para enredar más las cosas, a Emeterio Santovenia, Justo Luis del Pozo, Anselmo Alliegro y a Andrés Rivero Agüero para terminar mencionándose a sí mismo como un presidenciable posible.
De todos ellos, era Alliegro el que más méritos acumulaba y superaba en antigüedad a sus rivales. Nadie le discutía su preeminencia en el escalafón. Tenía pasado y presente en su haber. Durante el Gobierno constitucional de Batista (1940-44) desempeñó el premierato y la cartera de Educación y presidía en esos momentos el Partido de Acción Progresista (PAP), una de las organizaciones de bolsillo que conformaba la coalición batistiana. Por si eso no bastara, se sabía que tras el golpe de Estado del 10 de marzo Batista había pensado situar en la presidencia al astuto caudillo de Baracoa, que se quedó al fin con las ganas de verse instalado en la mansión de Refugio número 1.
«Mi sustituto será alguien identificado conmigo y tan oriental como yo», expresó el dictador, y esas palabras confirmaron en su ambición al baracoeso y desbordaron de júbilo a sus seguidores. De golpe quedaban fuera de la competencia los pinareños Emeterio y Justo Luis y el cienfueguero «Santiaguito» Rey. Alliegro pretendió entonces despojarse de su atuendo provinciano para mostrar al estadista que llevaba dentro. La suerte parecía sonreírle. La entrevista de más de seis horas que sostuvo en Palacio con el dictador pareció asegurarlo en el camino de su risueña perspectiva. A partir de ahí, Alliegro se sintió el elegido. Su secretario particular, durante un almuerzo que ofreció a la prensa, habló con los reporteros como si su jefe estuviese instalado ya en la mansión palatina. Alliegro consolidó en Oriente su hegemonía política y administrativa, aunque para conseguirlo tuvo que pisar no pocas cabezas entre los propios militantes del PAP y en Rancho Club, en Santiago, un cartel proclamaba la ambiciosa consigna de «Batista ahora. Alliegro después».
Pronto se desinflaría el globo. La estrella del aspirante se eclipsó con la gira política que Batista hiciera a su provincia natal, si es que alguna vez estuvo en el ánimo del dictador confiarle la presidencia interina. Se desconocen los motivos, pero se dice que a Batista no le gustaron las quejas y protestas del paupismo histórico triturado por la maquinaria de Alliegro ni el poco fruto que rendían los millones de pesos recaudados por el Patronato Pro Rehabilitación de Baracoa. «Al retornar Batista a La Habana —escribe De la Osa en su crónica para la sección En Cuba—, la aspiración del ex primer ministro quedó del otro lado de Jobabo».
El eclipse de Anselmo Alliegro alborotó el gallinero otra vez y viejos y nuevos nombres saltaron a la palestra pública. El comentarista «Paco» Ichaso sacó a relucir al anodino Carlos Saladrigas, el derrotado candidato batistiano en los comicios de 1944. Del sector de la judicatura volvió a sonar el nombre del Presidente del Supremo y, con más posibilidades y consistencia, se mencionó el del fiscal general García Tudurí; también los de los magistrados Santiago Rosell y Maximiliano Smith, presidente a la sazón del tenebroso Tribunal de Urgencia y ministro de Gobernación (Interior) del presidente Mendieta. Desde Washington llegaba a La Habana, dispuesto al «sacrificio», el embajador Fernández Concheso, y el ex ministro Juan J. Remos, entre otras figuras de menor cuantía, se mostraba dispuesto también a sentarse en el «potro del martirio».
Circulaban los rumores. Mientras una «bola» daba como cierto que el mayor capitalino Justo Luis del Pozo se desplazaría desde el Palacio de los Capitanes Generales, sede de la Alcaldía de La Habana, hasta el Palacio Presidencial, no eran pocos los que los que concedían el cargo al ex presidente Carlos Mendieta y otros, al eminente cirujano Ricardo Núñez Portuondo. Interrogado por la prensa, «el solitario de Cunagua», como le llamaban a Mendieta, comentó que nada se le había ofrecido y que nada tenía decidido en caso de que Batista le ofreciera la presidencia interina, y pronto se supo que Núñez Portuondo había respondido con una cortés, pero firme negativa a la embajada exploratoria que envió el dictador a su casa de la calle Paseo.
Mayores posibilidades que el resto parecía tener el canciller Miguel Ángel Campa. Desde los tiempos de Machado, derrocado en 1933, era el ministro de Estado el sustituto del presidente. Machado designó canciller al general Alberto Herrera, jefe del Estado Mayor del Ejército, para traspasarle la presidencia antes de su fuga, y Herrera a su vez hizo lo mismo con Carlos Manuel de Céspedes para dejarlo en el cargo. El canciller Márquez Sterling ocupó la primera magistratura en el tránsito de Hevia a Mendieta y este fue sustituido por su canciller José Agripino Barnet cuando el general Menocal pidió su democión al coronel Batista. De cualquier manera, decía De la Osa, el calificativo de «ilustre» respondía mejor al ámbito protocolar de la diplomacia que al sudoroso jaleo de la militancia electoral. Pero Campa no fue el sustituto y, para remate, se quedó sin ministerio.
Una canción del mexicano Pedro Vargas, el llamado tenor de las Américas, se hizo popular en esos días. Se titulaba ¿Quién será?, y revolvía en el imaginario popular la cuestión de quién sería la figura que sustituiría a Batista y, como presidente interino, encabezaría las elecciones en las que Batista sería uno de los candidatos.
Al ex presidente Grau San Martín poco le importaba la identidad del encargado de presidir los comicios generales. Decía a la prensa en su casa de la Quinta Avenida: «Aceptamos al que sea sin que esto nos lleve a considerar la calidad de la persona designada para el cargo. Cuando vemos a muchos señores en el mismo grupo, pues los consideramos iguales. Cualquiera que ponga nos merece igual respeto y, a la vez, idéntica sospecha».
Llegó al fin el día. Rafael Guas Inclán, un chambelonero de rompe y rasga que en esas elecciones aspiraba a la vicepresidencia de la República en el tiquete de la coalición gubernamental, hizo el anuncio. El cubano ilustre se llamada Andrés Domingo Morales del Castillo y se desempañaba hasta ese momento como secretario de la Presidencia de la República y del Consejo de Ministros. Reunía todos los requisitos. Era un incondicional del dictador y tan oriental como él. Había nacido en Santiago de Cuba, el 4 de septiembre de 1892. Sus vínculos con Batista surgieron en 1933 cuando, como magistrado, juzgó y sancionó a los oficiales que se amotinaron en el Hotel Nacional. A partir de ahí fue ministro sin cartera, de la Presidencia, Hacienda, Justicia, Defensa y Estado y Senador entre 1944 y 1948. Guillermo Jiménez lo ubica en la tercera categoría entre los hombres más ricos de Cuba, si bien en muchas ocasiones operaba como testaferro de Batista. Era, junto con Manuel Pérez Benitoa, la persona más cercana al dictador. Se dice que fue él quien propició la relación de Batista con Martha Fernández Miranda, con la que terminaría casándose en segundas nupcias.
El 14 de agosto de 1954, a las cuatro de la tarde, se dio inicio a la sesión del Consejo de Ministros que conocería del cambio de la investidura presidencial. Antes, Batista pidió a Campa que renunciara a su cargo para nombrar canciller a Andrés Domingo. De inmediato reconoció las altas calificaciones de Campa para el desempeño de la primera magistratura, pero «su delicado estado de salud me hizo desistir de la intención de agobiarlo con la dura tarea del cargo presidencial», dijo el dictador y expresó que Andrés Domingo podía ejercer a plenitud de responsabilidad y de acierto la presidencia. No hubo objeciones y el antiguo juez se convirtió en Presidente. El desabrido discurso del nuevo mandatario cerró la ceremonia. Pulularon abrazos y palmadas en la espalda y no demoró en saberse que Campa, recuperado súbitamente de su salud, había sido nombrado vicecanciller para pasar a desempeñar como interino la cartera que tenía en propiedad.
Bajó Batista al primer piso y se despidió de la guarnición. Asistiría a la proclamación de su candidatura en un acto que tendría lugar en la Avenida del Puerto. Salió de Palacio y Andrés Domingo Morales del Castillo quedó prácticamente solo en el Salón de los Espejos. Se abría para la República un proceso electoral plagado de arbitrariedades. Grau San Martín, el único candidato oposicionista que aceptó concurrir a los comicios, se vio obligado a desistir e ir al retraimiento, mientras Batista lo hacía como candidato único.