Lecturas
La semana pasada aludimos a uno de los tipos populares que se daban cita en la esquina de 23 y 12, en el Vedado, y que Eduardo Robreño recuerda en uno de sus libros. Era un señor elegantemente vestido, con su cuello duro, corbata de seda y sombrero de pajita que, de manera invariable, sostenía un palillo entre los dientes.
Aunque no lo pareciera a simple vista ese hombre, quién lo diría, era un tamalero y vendía su mercancía a la voz de «Con pica y sin pica». Lo peculiar de su pregón atraía a los peatones. Cerca de él, la lata con los sabrosos tamales. Lo inesperado del encuentro hacía que aquel insólito tamalero hiciese «su agosto» aunque transcurriese el invierno.
Varias veces hemos aludido a comidas rápidas y populares. No pocas páginas ha dedicado este escribidor al café con leche, la frita, el bollito de carita, la papa rellena, el batido de frutas, ¡el sándwich cubano!...
Si hacemos andar hacia atrás la máquina del tiempo, concluimos que nadie discutía la primacía a las papas rellenas de El Faro, en las calles Pepe Antonio y Máximo Gómez, en Guanabacoa, aunque eran también muy recurridas por los estudiantes universitarios las del Bodegón de Teodoro, en la inmediaciones de la casa de altos estudios habanera, frente a la residencia del senador José Manuel Cortina, actual casa de la FEU.
Del favor de los bebedores disfrutaban las galletas con tasajo que ofertaban como tapa en el bar de La Antigua Chiquita, en Carlos III, así como las galleticas preparadas de La Princesa, en la esquina de Concepción y 16, en Lawton. Una galleta diminuta sobre la que se colocaba una lonja mínima de jamón y otra de pierna de cerdo asada, una lasquita de queso y un pepinillo encurtido, que Ramiro, el propietario del establecimiento, obsequiaba a los bebedores como saladito y que hacía que el bar se mantuviera a toda hora a lleno completo, a diferencia de la cantina de enfrente, el bar Xonia, siempre tan desprovisto de clientes que daba pena verlo.
El café con leche del café Las Villas, en Galiano esquina a Laguna, se llevaba la palma. El mantecado de La Josefita, en la calle Águila, era sencillamente espectacular. Para helados malteados, La Cruz Blanca, en Monserrate y Empedrado, y El Anón de Virtudes, frente al cine Alcázar, para los de frutas, sin olvidar los que se elaboraban en los puestos de chinos. En Los parados, de Consulado y Neptuno, se comía de todo y a precios muy populares. De campeonato eran la sopa china de La Estrella de Oro, frente al Mercado Único, y la sopa de cebolla de El Colma’o, en la calle Aramburu, excelentes ambas para culminar una noche pasada de tragos. No quedaba a la zaga el arroz frito de El Dragón de Oro, que podía llevarse en cajitas de cartón y cuya media ración se expendía a 35 centavos. Excelente era también el arroz frito especial del restaurante Pekín, en 23 y 12.
El sándwich cubano merece párrafo aparte. Había en La Habana de los años 50 del siglo pasado cuatro o cinco sitios que estaban entre los primeros lugares si a ese entrepán se refiere. Eran el bar OK, en Zanja esquina a Belascoaín; el bar Encanto, en Galiano, cerca de la tienda de ese nombre; el café El Siglo XX, en Belascoaín y Neptuno, y la Bodega de Paco, en 23 y 8, en el Vedado, hasta que Paco decidió sentar tienda en la cafetería Niágara, en Santa Catalina y Juan Delgado, en Santos Suárez. Compartían honores los que se elaboraban en el bar Sloppy Joe’s, de la calle Zulueta, establecimiento que se halla ahora en proceso de reapertura. Toda una novedad en la época fue la salsa especial con sabor a chorizo que se le adicionaba al sándwiches en el café El Cedro del Líbano, en Artemisa. En los años 60 se llevaron la primacía los sándwiches de El Asia, en el paradero de la Víbora; El Cangrejito, en Porvenir y C, en Lawton; y La Asunción, en Porvenir y Luyanó. De todos, la palma correspondía a los de La Pelota, en 23 y 12, en el Vedado, y los de la cafetería del sótano del Hotel Nacional.
No se piense solo, sin embargo, en grandes establecimientos gastronómicos. Los preparaban también, y muy buenos, en cualquier esquina habanera, en puestos de madera y cristal, semejantes a los de las fritas, y que, aunque no se movían del espacio donde se instalaban, disponían de ruedas a fin de simular que sí lo hacían; manera de eludir o reducir los impuestos. En los bares, una vidriera en la que se leía la palabra Lunch era el predio exclusivo y privilegiado del lunchero.
Cualquiera que fuera el sitio —bar, café, puesto esquinero…— donde prestara servicio, un buen lunchero era un artista que, con gracia, movía y entrechocaba sus cuchillos en el aire para coger el ritmo y colocaba sobre una tapa de pan los ingredientes que trabajaba sobre un pedazo de madera. Era todo un ritual. Al final cortaba el pan al medio, de una manera oblicua que facilitaba la mordida y con lo que formaba dos cuñas que disponía con los cortes hacia fuera para que el cliente apreciara lo que aprisionaban. Todo era a base de cuchillo y magia, sin empleo de la lasqueadora eléctrica ni de la tostadora, artefactos que llegaron después. Los había de todos los precios, desde 20 centavos hasta un peso, y eran de tal proporción que muchos preferían compartirlo o guardar una mitad para más adelante. Ya en los años 60, el sándwich llegó a costar un peso con 20 centavos.
Sus ingredientes podían variar según la época y en consonancia con las normas del establecimiento donde se elaborara. El sándwich cubano contempla lascas de jamón de pierna cocido y ahumado y de pierna de cerdo asada al jugo. También una lasquita de mortadella y otra de queso, preferiblemente gruyere, así como un pepinillo encurtido agridulce. Puede usarse también jamón serrano bien seco. Una de las tapas del pan se unta con mantequilla, y la otra con mostaza americana suave y pastosa. El pan resulta esencial en su elaboración. Es el llamado pan de agua, suave y sedoso, que se deshace en la boca.
A juicio de este escribidor sándwich cubano es una denominación de origen. Y como tal hay que respetar ese bocadillo que es cima y orgullo de nuestra gastronomía rápida y popular. Algunos afirman que para degustarlo como es, hay que hacerlo fuera de Cuba. La aseveración no es justa. Hay, es cierto, lugares en que son mejores que en otros, pero aun así, aquí y allá, no son extrañas las adulteraciones ni que se pretenda pasar gato por liebre.
Hermana menor del sándwich es la medianoche. Un bocado elaborado con los mismos componentes del sándwich cubano, pero más ligero y de menor tamaño, colocados entre dos tapas de pan de puntas, blando y dulzón. De la familia es asimismo el Helena Ruz, entrepán que combina en su composición el pavo asado con el queso crema y la mermelada de fresa. Fue un plato muy solicitado en El Carmelo, de Calzada, que resurge en los establecimientos de la cadena del Pan.com y en algunos comercios del sector no estatal. El Acorazado tenía también mucha demanda en El Carmelo. Era un bocadito que se hacía con pasta de jamón y queso crema. Gustaban además en esa casa que llegó a ser el mejor grill room de La Habana de los 50, el helado tostado y la criadilla —testículo de buey frito, que servía, se dice, como estimulante sexual y cuyo sabor era similar al de la hueva de pargo.
El café Europa, en la calle Obispo, se preciaba de ofertar los mejores pasteles. Era famoso además por los dulces que expendía, de los que Carlos Loveira se hizo eco en su novela Juan Criollo. Merecen mención asimismo los de la cremería Ward, entonces en J y 23, y los de La Gran Vía, en Santos Suárez, aunque los de la vidriera de Águila y Neptuno nada tenían que envidiar a los de otra dulcería habanera, ni siquiera a Sylvain, ya muy reconocida entonces. Fuera de concurso por su calidad estaban los panquecitos de Jamaica, en las afueras de La Habana, así como los panecitos de San Francisco. Reconocido era el pan de Toyo y gozaba de la preferencia el llamado pan polaco, de corteza dura, masa compacta y sabor particular, del establecimiento de Neptuno 8, al lado del cine Rialto.
Las butifarras del Congo, en Catalina de Güines, inspiraron uno de los más gustados y perdurables sones cubanos. Si de fritas se trata, ninguna superaba las de Sebastián Carro, primero en Paseo esquina a Zapata, y luego en El Bulevar, de 23 entre 2 y 4, y La Cocinita, de Paseo. Para bistec, a la española o a la francesa, con abundante ración de papas fritas, nada mejor que Los Marinos, en la Avenida del Puerto, frente al embarcadero de Regla; permanecía abierto durante toda la noche, para alegría de noctámbulos y embarazadas repentinamente antojadizas.
El Lazo de Oro, el bar de Hospital y San Lázaro, debió el renombre a sus chayotes rellenos, aunque contaba con una ensalada de pollo que era la especialidad de la casa. Con todo, la mejor ensalada de pollo de La Habana era la del restaurante Miami, en Prado y Neptuno, una casa que después se llamó Caracas y que es ahora un restaurante italiano. La cocina italiana lucía todas sus galas en el restaurante Frascati, en los altos del bar Partagás, en Neptuno entre Prado y Zulueta, casa que perdió su predominio cuando Vasco abrió Montecatini, en el Vedado. Vasco era el chef de Amadeo Barletta, amigo de Benito Mussolini y organizador en La Habana de las Camisas Pardas, que fue expulsado de Cuba en los años 40 y regresó tras el fin de la II Guerra Mundial como representante de la General Motors.
Si se habla de arroz con pollo hay que mencionar en primer lugar a El Aljibe, en el pueblo de Wajay, en las afueras de La Habana, una finca propiedad de dos hermanos que después crearon los dos restaurantes Rancho Luna especializados en pollo asado en su salsa y frijoles negros con arroz blanco, todo lo que el cliente pudiera comer por un precio fijo que por entonces no llegaba a tres pesos. Para comida criolla, La Bodeguita del Medio, en la calle Empedrado. La Zaragozana y El Castillo de Farnés para la cocina española, y arroces y mariscos los del Puerto de Sagua, en la calle Egido, frente al Gobierno Provincial, y el Centro Vasco, al comienzo del Paseo del Prado.
Ya habrá comprendido el lector, si es que llegó hasta aquí, que este escribidor tiene una relación casi neurótica con la cocina. Antes de concluir, quiere hablar acerca de los ostiones y las caficolas, aunque desconoce si existirá todavía quien recuerde esa bebida saborizada de agua de Seltz que terminó perdiendo la batalla frente al refresco embotellado. El expendio de caficolas más conocido de la ciudad estaba en Consulado y Ánimas, en tanto que eran de mucha cuenta los ostiones de Infanta y San Lázaro, frente a las Lámparas Quesada. Había en esa esquina dos expendios del producto y en cualquiera de estos la calidad era insuperable.
¿Y el café? La sabrosa infusión es el cierre ideal de cualquier comida cubana. Pues en Virtudes entre Prado y Consulado estaba Ricardo, el Rey del Café. Mediante un timbre anunciaba Ricardo que la colada estaba lista para ser servida. A tres quilitos la tacita. Solo tres quilitos.
Con información de Max Lesnik, Ernesto de Juana y Enrique A. Castillo Otero.