Lecturas
Se dice que La Habana moderna no se concibe sin el túnel de la bahía, el Malecón, la Rampa ni Coppelia… ¿Se la imagina usted sin su Universidad?
Claro que cuando hablamos de la universidad habanera, aludimos al imponente complejo arquitectónico que se alza, majestuoso, con la escalinata y la representación de su Alma Máter, a la entrada del Vedado. Ubicado en lo que se llama la colina universitaria, ese grupo de edificios, construidos en su totalidad antes de 1940, sigue siendo la Universidad de La Habana, aunque hace mucho rato ya que la Universidad desbordó ese recinto y sus facultades se expandieron por la ciudad e incluso más allá de sus límites.
El obispo fray Jerónimo Valdés, antiguo catedrático de la Universidad de Alcalá de Henares, gestionó, hasta conseguirla, la autorización para fundar la Universidad de La Habana. Una bula del Papa Inocencio XIII, de 12 de septiembre de 1721, autorizó que hubiese una universidad en Cuba. Esa bula fue ratificada por el Real Consejo de Indias, el 27 de abril del año siguiente. Pero no sería hasta el 23 de septiembre de 1728 cuando un Real Despacho dispuso su creación. Se le confiaba a la Orden de los Predicadores, y se le otorgaba el título de Real y Pontificia. El obispo Valdés, que tanto celo puso en esta obra, apenas pudo verla realizada. Viejo y enfermo, no pudo asistir a su apertura, y murió poco después.
No siempre radicó donde está. En un caserón enorme, enmarcado por las calles de Obispo, O’Reilly, San Ignacio y Oficios, en la parte más antigua de la ciudad, se ubicó esta casa de altos estudios hasta las postrimerías del siglo XIX, época en la que la trasladan para el lugar que todavía ocupa en la meseta de la Pirotecnia Militar, en la loma de Aróstegui, al final de la Calzada de San Lázaro.
Emplazadas ya en la meseta de la Pirotecnia, las instalaciones de la Universidad eran ciertamente precarias: inadecuados barracones de madera, construidos para albergue de tropas durante la ocupación militar norteamericana.
Crecería con el tiempo. Entre 1906 y 1911 se levantó el Aula Magna, obra del arquitecto Emilio Heredia. No se destaca por su belleza, pero acumula una historia caudalosa y la adornan, en su interior, seis grandes frescos del notable pintor cubano Armando Menocal.
En 1928 se construye la escalinata. Obra del presidente Gerardo Machado y de su ministro de Obras Públicas, Carlos Miguel de Céspedes, que la ejecuta en cuatro meses.
Entre 1934 y 1940 se construyen los edificios que flanquean la escalinata y que se destinaron originalmente a las escuelas de Física, Química, Farmacia y Ciencias Comerciales. De corte más clásico que esas edificaciones, pero más moderno, es el Rectorado. Ese edificio, en el que desemboca la escalinata, se alza en el lado este de la plaza Ignacio Agramonte, en tanto que los de las facultades de Derecho y Ciencias ocupan los lados norte y sur, respectivamente. El espacio restante corresponde a la Biblioteca Central, construida en 1937 por el arquitecto cubano Joaquín Weiss.
La extensión que fue adquiriendo la Universidad obligó a la construcción de varios edificios fuera de lo que se considera el recinto universitario. También en 1937 se edifica la Escuela de Medicina, un edificio amplio y de varios pisos en la calle 25 e/ I y J. La Escuela de Veterinaria y la Escuela de Odontología, de 1944 ambas, ubicadas en la Avenida de Carlos III. El de Ingeniería Agronómica (1939) en la Quinta de los Molinos, y en la calle G, frente a uno de los costados del Castillo del Príncipe, la Escuela de Filosofía y Letras. El Stadium Universitario data de 1939. La Plaza Agramonte fue antes la Plaza Cadenas, en homenaje al rector José Manuel Cadenas, fallecido en 1939.
Cadenas se destacó por su dinamismo y afán constructivo. Ingeniero, graduado en la Universidad de Boston, donde fue compañero de Franklin Delano Roosevelt, de quien era amigo personal. Profesor de Ingeniería Hidráulica desde 1926. En 1934 fue electo decano de la facultad de Ciencias y Letras y ese mismo año asumió el rectorado. Se le eligió por ser hombre de carácter y porque se consideró que podía dominar la Universidad en la etapa que se abría para el país tras el derrocamiento de Machado y en plena dictadura militar del coronel Batista. No pudo evitar, sin embargo, que Batista clausurara la casa de altos estudios. De su entereza dio prueba cuando un numeroso grupo de estudiantes le puso la renuncia delante y lo amenazó con ahorcarlo si no la firmaba. Cadenas no lo hizo. Rompió el documento y dominó la situación.
Leopoldo Berriel, como rector llena toda una época en los albores del sigo XX. Otra figura ineludible es Clemente Inclán Costa, eminente figura de la pediatría cubana, a quien los estudiantes dieron el título de Rector Magnífico. Fue rector universitario antes del golpe de Estado de 1952 y siguió siéndolo, reelegido por el Consejo Universitario, durante toda la dictadura de Batista. La Revolución, abolida ya la autonomía universitaria, lo nombró Rector Consultor. Falleció en 1963 y fue velado en el Aula Magna.
Inclán se graduó como médico en 1901 y llegó muy joven, en calidad de auxiliar, al profesorado universitario. Profesor titular de la cátedra de Patología Experimental, tuvo a su cargo durante muchos años el Laboratorio de Bacteriología y Patología Especializada.
Entre los profesores de aquella universidad vienen a la mente del escribidor los nombres de José Antolín del Cueto, de Derecho Civil. En las frescas mañanas de diciembre, enero y febrero, Del Cueto concurría a las clases con sobretodo y bufanda, y, bien abrigado, impartía su lección sentado en su pupitre, en el ángulo más tibio y oscuro del aula, sin cambiar de postura ni quitarse el sombrero de castor. Más que un maestro, era un civilista práctico. Su método era arbitrario y antipedagógico. No se circunscribía al programa universitario, sino que se valía de su cátedra para desgranar su sabia experiencia de jurisconsulto. Sus clases más que para alumnos regulares eran propias para graduados y especialistas y no era raro que concurrieran a estas destacadas figuras del foro. Soltaba a veces largas parrafadas en latín y decía que lo hacía «para mayor claridad».
Orestes Ferrara desempeñaba la cátedra de Derecho Público. Se le tenía como un profesor muy talentoso, pero apenas concurría a la Universidad. A veces formaba parte de los tribunales examinadores. Nunca suspendió a un alumno. Hizo célebre esta frase: «Yo lo apruebo; ya la vida se encargará de suspenderlo». Era grandilocuente y agresivo, espectacular, apoyado en una personalidad audaz y en una información general europea que le permitían actuar con insólita libertad en la cátedra, en la tribuna y en el periodismo.
Profesor de Sociología era el puertorriqueño Sergio Cuevas Zequeira, ayudante de Enrique José Varona. Acudía a sus clases con sombrero de copa, paraguas y chaqueta de alpaca negra. Ningún alumno estudió nunca completa su asignatura. Entre dos estudiantes compraban un ejemplar del libro de texto y partiéndolo al medio cada uno estudiaba una mitad. Cuevas Zequeira lo sabía, pero era bondadoso y solo llevaba a un estudiante a extraordinario cuando no le quedaba otro remedio. Entonces no era raro que, en vísperas de esos exámenes, el alumno suspendido lo visitara en su casa para presentarle sus respetos y rogarle una buena calificación. Cuevas Zequeira le recomendaba que estudiase tal o cual lección. Y tenía tan buena memoria que nunca preguntó otra que la que había recomendado.
Ramón Grau San Martín impartía la cátedra de Fisiología. Era, a no dudarlo, tisiólogo eminente y médico de aguzado ojo clínico. Cuando asumió la Presidencia de la República, en 1944, uno de sus primeros actos fue el de cesantear al profesor Alfredo Antonetti Vivar como presidente del Consejo Nacional de Tuberculosis. Un amigo común, médico también, lo visitó a fin de que reparara la injusticia cometida. Antonetti, que ocupaba la cátedra que llevaba entonces el nombre de Enfermedades Tuberculosas, era un profesional capaz y había hecho un buen papel en la presidencia del Consejo.
—Le voy a referir una historia —respondió Grau—. Hace años, muchos años, terminé mi clase en la Escuela de Medicina. Llovía copiosamente, pero yo tenía necesidad imperiosa de llegar a mi casa. Usted sabe, no sé manejar; no tengo automóvil propio… Conmigo salía de la Escuela el profesor Antonetti. Se montó en su carro, me pasó por el lado y me dijo: Adiós, doctor Grau, y a lo que yo respondí: Adiós, doctor Antonetti. No me invitó a subir a su vehículo, ni siquiera me dio una excusa. Se perdió en la tarde y yo quedé a merced del agua y el viento, sin más protección que mi paraguas.
Grau hizo silencio. Clavó sus ojos en los de su interlocutor y añadió:
—Bien. Dígale al profesor Antonetti que ahora está lloviendo para él.
Es bella y espiritual esta escultura. Una túnica amplia cubre la figura que descansa sobre un pedestal de piedra con la escolta de seis mujeres de estilo griego, que simbolizan sendas disciplinas académicas.
Es el Alma Máter. El escultor checo (¿o yugoslavo?) Mario Korbel comenzó a esculpirla en 1919 y envió luego el prototipo a Nueva York, donde lo llevaron al bronce. Ya en La Habana, se colocó primero en un terreno yermo, dentro del recinto universitario, y años más tarde en lo alto de la escalinata monumental.
Muy pocos saben que la modelo fue la cubanita Feliciana Villalón y Wilson, que nunca antes ni después se prestó a otro artista para esos menesteres. Era hija del ingeniero José Ramón Villalón, coronel de la Guerra de Independencia (1895-1898) y ministro de Obras Públicas en tiempos del presidente Menocal. Fue el proyectista, entre 1934 y 1940, de los cuatro edificios que flanquean la escalinata.
Las edificaciones de la colina están dotadas de pórticos y escalinatas que mucho las realzan. Las bordean calles y plazoletas sombreadas por altos árboles para conformar un conjunto, aseveran especialistas, del que podrían enorgullecerse muchas ciudades.
No excluye este recuento la plazoleta dedicada a la memoria de Julio Antonio Mella, y que se ubica fuera de la Universidad, frente a la escalinata.
Justo en ese sitio, en 1953, se emplazó el busto del líder estudiantil, obra del escultor Tony López. Los estudiantes le rindieron homenaje. Al día siguiente, el busto amaneció profanado. Los universitarios protestaron, intervino la policía y en la refriega cayó herido de muerte el estudiante Rubén Batista.
La protesta estudiantil no se detuvo ya hasta 1959, cuando triunfó la Revolución. En los años 70 se construyó la plazoleta y el busto quedó como centro de un complejo monumentario cuya pieza principal guarda para siempre las cenizas de Julio Antonio Mella.